Todos los
accesos al campo de batalla han sido minados. El campo es un círculo cerrado, y
en él, un grupo de “ofendidos” apedrea al “ofensor”. Si te unes a los que
lanzan piedras, “defiendes” la libertad de expresión, la diversidad; si tratas
de defender el derecho a opinar, y reconoces algún atisbo de verdad en la
opinión del que se pretende estigmatizar, eres un censor. Las advertencias son
claras: el articulista que ha desatado la ira –y propiciado el contraataque que,
esperan ellos, constituya una lección definitiva para todos los que piensan
como él–, es “vil”, “mezquino”, “un ser de las sombras”.
Algunos
transeúntes de las redes, ajenos al verdadero contenido de la discusión, asumen
como ciertos los epítetos. Otros que saben que el supuesto ofensor lleva
razón, callan, porque no quieren ser estigmatizados. El apedreado es un
intruso, alguien que fue declarado con desprecio, en una
contienda de “elevados” intelectuales, como un no intelectual, un
político: “Por
más que el inspirador de este texto (…) tiene nombre, blog y pupila, no lo leo
como una polémica entre dos intelectuales, porque no lo es: falta uno”, escribe
una comentarista. Si un intelectual expresa su
acuerdo o su coincidencia de criterios con el Partido, es un político
“oficialista”, y no entra en la “zona de prestigio trasnacional”.
Pero la
sentencia discriminatoria no es exacta. El articulista atacado no está
indefenso, esgrime argumentos profundos que quedan sin respuesta. A cambio,
recibe insultos o manipuladoras evasivas. Es un revolucionario intelectual. Su texto incluye una larga cita de uno de los más prestigiosos
intelectuales cubanos, que no va en la dirección deseada por los aludidos, y es
ignorada.
En la
contienda participan los que surfean en la ola de los consensos de prestigio:
viene la siguiente, y son expertos en montarse, en avanzar sin caer al agua, en
hacerse visibles, aplaudibles. Jamás cambiarían un consenso por una verdad, es
muy costoso. Aunque saben, no me cabe dudas, diferenciarlos. Los medios
(re)productores de consensos en el capitalismo nos hacen comprar cualquier
cosa, incluso la idea de que el suicidio –el capitalismo depredador– es bueno,
pero sabemos (todavía sabemos) que no lo es. Suelen citarse estas palabras de Allan
Dulles, el fundador de la CIA: “Sólo unos
pocos acertarán a sospechar e incluso a comprender lo que realmente sucede.
Pero a esa gente la situaremos en una posición de indefensión,
ridiculizándolos, encontrando la manera de calumniarlos, desacreditarlos y
señalarlos como desechos de la sociedad”.
La verdad,
en términos sociales, no puede ser ajena a la ética, a la justicia. Y un
revolucionario no puede defender la corriente de moda, aún si fuese acatada por la mayoría de la población, o de los jóvenes, solo porque coyunturalmente la mayoría lo piense; pero
es costoso para el prestigio individual ir a contracorriente, y es sin embargo
imprescindible, si somos o aspiramos a ser revolucionarios. En construir
mayorías estúpidas –desde la ignorancia pura, pero también desde la tecnofilia
o la falsa erudición, como la llamaba Martí–, de cualquier edad, se especializa
el capitalismo. A veces es inevitable administrar consensos, pero un
revolucionario debe, ante todo, construirlos.
Pudiera
entrar a discutir un argumento o una frase del articulista “villano”, decir que
estoy en desacuerdo con tal razonamiento suyo para que me perdonen el
desacuerdo con sus adversarios, en fin, tomar distancia de los implicados, situarme
en el medio, hacer política bastarda; pero eso me repugna. Prefiero atenerme a
las esencias: estoy de acuerdo con Iroel Sánchez, que escribe como ciudadano, y lo hace con la legítima pasión de los
revolucionarios. Entremos pues en el tema de los centrismos.
II
La llamada
desideologización, o dicho de otra manera, el desgaste social de la ideología
revolucionaria, que para existir tiene que hacerse consciente y reproducirse de
manera continua –a diferencia del proceso de reideologización conservadora, que
puede transcurrir sin que el sujeto lo perciba–, transforma la duda en
escepticismo, en abandono. El individuo se acomoda en el centro, equidistante
de los puntos emisores de contenidos: es el lugar aparentemente más cómodo, más
seguro. La tesis es que todos tienen parte de razón (la razón libresca, de
espaldas a la vida), y esa sola sentencia derriba el interés por la Revolución.
El “desideologizado” delega en los demás la actividad política, mientras
recarga su nueva cosmovisión.
Cuba Posible se mueve con sigilo y atrae a este
sector, mostrándose de la misma manera; usufructúa el cinismo, pero no lo
cultiva: necesita construir las nuevas creencias para la reconversión ideológica,
y coloca, sin prisa, sus rieles. Por el momento, disecciona como forense –manipula e hiperboliza, ofrece sus propias conclusiones como inobjetables puntos de partida– los males de nuestra sociedad, desde una aparente pluralidad
de intenciones y doctrinas, de opiniones y consejos, que provienen los más diversos
orígenes; es su manera de eludir cualquier definición ideológica expresa: en
ocasiones se acerca al lenguaje revolucionario, en otras, parece articularse en
el reformismo socialdemócrata, a veces, en el más tradicional liberalismo.
Si el
capitalismo funciona de forma inconsciente a nivel de individuo, y el socialismo
lo hace de forma consciente, entonces la “desideologización” únicamente afecta
a este último, lo desarma. Ideologizar en el socialismo es lo opuesto a una
“falsa conciencia”; implica tomar conciencia de sí, hacerse cargo de que
existimos en un mundo, en una época, donde pasado y futuro están interrelacionados.
La presencia de todas las doctrinas en el mercado, dispersa y anula la
revolucionaria. Donde no hay ideología visible, hay ideología capitalista. Los
fundadores de Cuba Posible han dicho
que se oponen al
"empeño por imponer un
proyecto de país único, sin tomar en cuenta las otras propuestas que
existieran. Estábamos y continuamos estando convencidos de que el gran cambio
que demanda actualmente la nación implica todo lo contrario; o sea, la capacidad
para que todos los proyectos puedan compartir el país y construirlo juntos".
Sin
embargo, en lo que verdaderamente importa y tiene sentido histórico, solo hay
dos proyectos de país. El de la justicia social y la independencia, y el del
capitalismo neocolonial. Lo demás son caminos que conducen a uno u otro,
acertados o fallidos. ¿Quién dijo que el pluripartidismo implica en alguna
parte la existencia de muchos y diferentes proyectos de país? ¿Alguien cree que
en los Estados Unidos, en sus zonas de poder, cohabita más de un proyecto esencial
de país? Claro que no es lo mismo Obama que Trump o que Sanders, o que la
Clinton, pero por favor, ¿alguien cree que alguno de ellos pretende o podría
construir otro país? Que nadie pretenda traernos de contrabando, como opción
posible, al capitalismo neocolonial.
El cinismo
se siente, a pesar de todo, representado en Cuba
Posible, porque este grupo construye espacios teóricos descontextualizados,
para “denunciar” las grietas que el contexto ha generado entre la realidad y el
discurso.
Dos formas diferentes de encarar la realidad y su conceptualización
tienden puentes: Cuba Posible (la
teoría) se hace acompañar de OnCuba
(la descripción minimalista). Ambos procuran golpear los espacios de prestigio
de la Revolución: la igualdad, la solidaridad, el heroísmo. Ambos son
funcionales a la dominación imperialista, pero semejan ser radicales, rebeldes.
No son críticos de lo mal hecho, de los desvíos y errores de nuestra Revolución
–ese es el mito de presentación–, porque se sitúan más allá de ella, en el
período “Post”: no puede repararse lo que ya “no existe”.
El proceso
“descripción-teoría” avanza a rastras, en la oscuridad, se detiene en cada descorchado de la pared, de manera que el lector llegue a creer
que ese minúsculo espacio es la imagen de un país. La extrañeza que el discurso
de ellos provoca en nosotros y, probablemente, el de nosotros en ellos, se debe
a que estamos situados en orillas diferentes: nosotros en la orilla de la
convicción, y ¿por qué no?, de la fe (fe en el pueblo, en su capacidad de
sostener y desarrollar la Revolución), ellos en la del descreimiento o dicho de
modo más literario y autojustificativo, en la del desencanto. En este caso, la
fe ve más; el descreimiento es ciego.
Cuando,
airado, Veiga –uno de sus fundadores– le responde a Iroel, parte de una creencia propia que enuncia como si fuese una verdad admitida por todos (en
esto se parece a Obama): Cuba, su sistema, se encuentra en crisis y es preciso
construir entre todos una transición. La palabra en sí porta significados
dudosos, comprometidos con la historia: bajo ese término, por ejemplo, España y
Chile dieron por finalizado el período de salvajismo capitalista militar y
abrieron el del salvajismo capitalista “democrático”, mientras que los países
de Europa de Este saltaron de un socialismo trunco a un capitalismo "bananero
con nieve" (el único posible para recomenzar). Y no creo que aluda al “período
de tránsito al socialismo”, como alegaban los manuales.
Quizás por eso
apostilla que no sería “una transición al modo oligárquico o mafioso de la
Europa del Este”, y entonces cabría preguntarse, ¿pero nos conduciría al mismo
lugar? Dice que Iroel representa “el pasado y el fracaso”. ¿La Revolución, para
estos hijos de la Revolución, ha fracasado? Son
precisiones que quedan en la sombra y que nada tienen que ver con las
prevenciones de Fidel y de Raúl –cuyas palabras manipula Veiga una y otra vez,
con gestos literarios de cuadro político, para vender gato por liebre–, ni con
la actualización o la reforma (no tengo reparos con el término, porque hacer
una reforma no implica ser reformista, contra lo quesí tengo reparos, por
cierto), que se ha propuesto hacer más eficiente y justo nuestro socialismo.
Cambiar todo lo que deba ser cambiado jamás ha significado en Fidel o en Raúl,
o en los revolucionarios cubanos, cambiar el socialismo por el capitalismo. Cuba Posible apuesta por, e intenta
construir, la República posrevolucionaria y sus fundadores se
perciben como consejeros o asesores de un nuevo estamento político, que ya se
declara “lealmente” opositor. Una lealtad dudosa.
Es usual
en discusiones como esta que los aludidos se refugien en teorías, en citas
eruditas, que mezclen lenguajes y conceptos pescados en este o en aquel libro; pero
tras cada palabra, sépanlo ellos o no, sean o no partícipes o usufructuarios,
cobren o no, palpita un interés de clase. Como decía el filósofo argentino
Arturo Andrés Roig, hay que aprender a diferenciar entre discurso y
direccionalidad discursiva, entre significado y sentido.
Si la
derecha venezolana utiliza el lenguaje de los revolucionarios –con alusiones al
pueblo, a sus derechos o necesidades, a la justicia social– para derrotar a los
revolucionarios, ello no implica que se ha reubicado en “el centro”, que aspira
a dialogar con la “otra parte”; solo procura cambiar el color de la piel, para
igualarse al contexto por el que debe inevitablemente transitar, y defender los
intereses de una oligarquía que es antipopular y neocolonial. Una vez en el
poder, arrasará con todo vestigio de dignidad adquirida por los Sin Nada. Ya
hemos visto un adelanto en el Parlamento de aquel país. El conflicto (el de
siempre) entre los Estados Unidos y Cuba más que teórico es práctico, no surge
de diferentes interpretaciones sobre los derechos humanos, es un conflicto de
intereses, económicos y geopolíticos, y aquellas diferencias conceptuales
justifican o defienden estos intereses opuestos, están a su servicio. A ningún
congresista estadounidense se le ocurre debatir la peculiar interpretación de
los derechos humanos en Arabia Saudita o en Israel.
Tampoco es
suficiente el nacionalismo a secas (porque, en primer lugar, no existe). La
Patria, la de Martí, no es la “tierra que pisan nuestras plantas”. Es un
proyecto y una experiencia colectiva de vida. Cuando, hallándose en Guatemala
después del Pacto del Zanjón, le piden a Martí que regrese a Cuba, responde: mi
Patria no está allá en la isla colonizada, va conmigo. El nacionalismo burgués
convive de manera armónica con el anexionismo; el imperialismo jamás permitiría su existencia independiente.
La Patria
que construimos es inclusiva. Pero los que atentan contra la justicia social y
la dignidad de los otros, los que aspiran a una riqueza que se sustenta en la
pobreza de las mayorías, los que intrigan y conspiran para ser colonizados –así sean fervorosos voluntarios o viles mercenarios–, se
autoexcluyen de la Patria. Es cierto que quienes desconfían de las capacidades
de su pueblo y mitifican las del vecino, no dejan de ser cubanos. Son los
reformistas de siempre, los autonomistas y anexionistas del siglo XIX, los
neocolonizados del XX. Recordemos la sutil diferencia que establece Fernando
Ortiz entre cubanidad y cubanía: los anexados son cubanos porque no pueden
eludir las formas propias (costumbres, tradiciones, etc.) de la cubanidad, pero
carecen de cubanía, que es la forma conciente en que se asume esa pertenencia.
III
¿Qué
significa ser extremista?, ¿cuáles son los extremos del debate nacional? Para
los revolucionarios cubanos, el extremista es quien adopta de manera
irreflexiva consignas y frases hechas, cuyo fondo conceptual ignora o no
comprende, y es incapaz por tanto de discernir qué es esencial y qué no lo es.
El extremismo conduce al dogmatismo y a la doble moral. Lenin lo sentencia de
manera inequívoca en una frase que el pueblo ha hecho suya: detrás de cada
extremista hay un oportunista. Pero nada tiene que ver con la visión radical
–que va a las raíces–, y a la postura revolucionaria frente a la realidad. No
me atrevo a definir el extremismo reaccionario, porque el capitalismo no
estimula ni propicia –a diferencia de la Revolución– la participación ciudadana
en la política real. De cualquier manera, ni el socialismo revolucionario ni el
capitalismo, son los extremos en una supuesta “gama de ofertas” políticas. El
centrismo político descalifica toda visión radical como extrema y no necesita
buscar un equivalente en la visión conservadora. Lo que no es radical, ya no es
revolucionario. El centro queda a la derecha del mapa.
¿Por qué
Veiga y algunos de sus colaboradores respondieron con ira los señalamientos de
Iroel? Con su lenguaje ambiguo y su teoricismo supuestamente centrista, Cuba Posible pretende pescar en el río
revuelto de la guerra cultural. El Rey está desnudo, ha dicho Iroel, y la
ilusión ha desaparecido. Mi interés no es acusarlo de complicidades espurias: no
porque sean bienvenidos en Washington y en Miami, o porque sus artículos sean
reproducidos y elogiados por la derecha, la más inteligente, vamos a sospechar
de sus gestores o a descartar el análisis de sus propuestas. Pero yo quiero
felicitar a Iroel Sánchez, porque nos hizo pensar, raro oficio. La Cuba real
contiene, al menos, dos Cubas posibles: la neocolonial e injusta del
capitalismo dependiente y la de un socialismo revolucionario, más eficiente y
democrático, pero real, por el que no dejaremos de pelear.