Enrique Ubieta Gómez
La muerte nos espera detrás de la próxima esquina. Siempre es injusta, arbitraria. Nos pisa los talones, nos chantajea, y fingimos no escucharla. La novela que no hemos escrito, el asombro que está por llegar, el viaje que quizás nunca haremos, la montaña que quisiéramos escalar, otorgan sentido a los días por vivir: no sabemos cuando es la partida, así que dilapidamos el tiempo o no, si nos damos a otras cosas nimias y grandes, no previstas pero igualmente intensas. Cuando una persona cercana –en el más amplio sentido de la palabra, no tiene que ser un familiar o un amigo, basta con que sea alguien que nos acompañó con sus canciones– se nos va de repente, sentimos que el juego de dados del destino ha marcado un número que pudo haber sido el nuestro. La muerte es traicionera, desdeña al que la necesita, y se lleva al que la desprecia. Hoy se llevó a Santiago Feliú, el trovador, el incansable compositor de canciones para el amor y la guerra. Tenía apenas 51 años, y ya no conocerá al hijo que está por nacer. Pero su hijo sí podrá conocerlo dentro de algunos años, por las canciones que dejó, por los viajes interiores y las montañas que escaló. Diez, veinte años más, ¿qué son en la infinitud? Que no nos sorprenda la muerte; que un puñado de canciones, de libros, de actos honestos y valientes, nos defiendan del olvido. Podrá llevarnos al doblar la próxima esquina, pero no se llevará el tiempo de alegrías que compartimos y sembramos.
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