A propósito del debate sobre el centrismo político, reproduzco este epígrafe de mi libro Cuba, ¿revolución o reforma? (La Habana, Casa Editora Abril, 2012) cuya segunda edición, a cargo de la Editorial Ocean Sur, aparecerá este año. Eliminé las fuentes citadas, que se encuentran en la edición impresa del libro.
Enrique Ubieta
Gómez
(…) A veces el
recorrido de los que abandonan la Revolución es sinuoso: de militar en la
izquierda, pasan a un declarado pero imposible apoliticismo o a un centro que
nadie puede ubicar —disfrazado a veces de ultraizquierdismo— y que nadie
reconoce, para finalizar en la derecha abierta, militante.
La explicación
quizás se halle en un extraño «pecado» de pertenencia: si el proyecto
victorioso de nación en un país es más radical que el proyecto personal de
alguno de sus ciudadanos, estos no pueden reclamar para sí las banderas de la
izquierda. Las circunstancias conducen a tales individuos trascendidos hacia el
extremo opuesto, a la renuncia de todo lo «aprendido»: de la solidaridad como modo
de vida al individualismo más feroz; del «seremos como el Che» al desenfadado
«somos yanquis»; de la guerra contra el imperialismo a la guerra del
imperialismo: soldados de la pluma
en la contienda
universal, eterna, contra «los sesenta oscuros rincones del planeta».
A propósito de la
absolución de Luis Posada Carriles en un juicio-farsa celebrado en El Paso, los
Estados Unidos, Hernández Busto publica un esclarecedor artículo de Juan Carlos
Castillón, habitual colaborador suyo con un largo historial de militancia
ultraderechista, en el que explica con admiración la extraña ciudadanía
política de este terrorista:
“Una sociedad (la norteamericana) a la
que Posada Carriles, por mucho que eso moleste a sus críticos de La Habana,
Caracas o los Estados Unidos, pertenece por derecho propio. Los franceses, para
hablar de los legionarios que se convierten en ciudadanos al licenciarse,
suelen decir que son franceses de sangre, no por la sangre recibida sino por la
sangre derramada. Este es el caso. Pocos luchan mejor por sus países de
adopción que los inmigrantes. La historia norteamericana está llena de ejemplos
[…] Posada Carriles ha sido soldado estadounidense en tiempo de guerra y eso le
da derecho a estar en Estados Unidos. Porque Posada, a pesar de haber luchado
en un campo de batalla diferente, no es tan distinto de todos esos otros
soldados. Porque aunque nos hayamos olvidado de ella y la hayamos relegado a
ese cajón en que se guardan los recuerdos molestos, la Guerra Fría fue una
guerra real. Una guerra en la que participaron numerosos exiliados en contra de
los estados que dirigían sus naciones. […] La razón por la que muchos exiliados
cubanoamericanos simpatizan con Posada Carriles es porque fue un combatiente en
esa guerra”.
Fueron hombres,
confiesa finalmente Castillón, «que se alistaron en “La Compañía”, o la
apoyaron, para luchar por sus países combatiendo por los Estados Unidos». «La
Compañía», así suelen llamar a la CIA. Ninguna explicación más transparente,
que involucra al propio Hernández Busto y reafi rma el criterio de que no se
trata de una simple contienda entre cubanos: amparados en una identificación
ideológica que los hace suponer que «defienden» a su país si defienden a los
Estados Unidos, los contrarrevolucionarios cubanos, como los venezolanos o los
centroamericanos, suelen ser soldados estadounidenses.
La toma de
posición de la contrarrevolución cubana en el conflicto histórico entre Cuba y
Estados Unidos —que no difiere en esencia de la que existe entre los pueblos
latinoamericanos y del Tercer Mundo, con los centros de poder del capital—, ha
sido muy clara: a favor del imperialismo estadounidense, por supuesto. Los
ingenieros cubanos de la pequeña y mediana burguesía que emigraron a ese país
en los sesenta, fueron utilizados por las trasnacionales norteamericanas en
Puerto Rico, porque en cualquier conflicto laboral estarían a su favor. Incluso
un autor como Rafael Rojas, siempre escondido tras los estantes de la Academia,
al comentar la avalancha de gobiernos «izquierdistas» en la región, se preocupa
por el amenazado predominio imperialista: «Los estudiosos más serenos de la
región, empeñados en calmar los ánimos, insisten en que la diversidad de esas
izquierdas hace virtualmente imposible la conformación de un bloque
subcontinental contra la hegemonía de Estados Unidos y, mucho menos, contra la
democracia representativa y la economía de mercado».
Y Carlos Alberto
Montaner defiende el derecho imperialista de interferir en los asuntos internos
de su país de origen: «El pecado no está en que Estados Unidos intente
subvertir el orden en Cuba —afirma—, algo perfectamente predecible tratándose
de un país enemigo al que el gobierno cubano ha tratado de perjudicar
incesantemente desde 1959».
Miami es un espejo. Tóquelo, verá la superficie lisa, y cesará la ilusión de que las cosas allí tienen volumen. Miami es un espejo que deforma el rostro de Cuba. A veces alguien se confunde y dice: «hay dos Cubas», la de aquí y la de allá. Pero los espejos invierten la imagen. Un viajero despistado escuchará asombrado los anuncios de los astutos vendedores: «la verdadera cerveza de Cuba», «el verdadero café de Cuba». Muchos espacios públicos han recibido el nombre de un equivalente en la Isla.
Las palabras
también se invierten: Fidel es Castro, Playa Girón es Bahía de Cochinos, el
bloqueo es embargo y el mercenario de Girón se transforma en el «héroe» de
Bahía de Cochinos, para el que se ha erigido un pequeño monumento. Hay grupos e
individuos contrarrevolucionarios que se autodefinen como revolucionarios. Los
cinco presos políticos cubanos que cumplen largas condenas en cárceles
norteamericanas, que salvaron vidas de aquí y de allá, son llamados espías en
tono despectivo, y Posada Carriles, responsable de atentados terroristas que
han ocasionado la muerte de personas inocentes, asesor de las fuerzas
represivas en la Venezuela neoliberal, el Chile de Pinochet y El Salvador de
los paramilitares, es tratado como héroe. El Che Guevara, que renunció al cargo
de ministro, para entregar su vida por los demás, allí es llamado asesino y
Fulgencio Batista es considerado una figura relevante de la historia, víctima
de la propaganda comunista. Sucede como en todo: una cosa es la realidad; y
otra, su reflejo especular. Cuba es Cuba; y Miami, su tosco reverso.
Las grandes
corporaciones de prensa ocultan los hechos y reportan los deseos. Se
«miamizan». Cumplen una función sagrada: construir y mantener de manera
verosímil un estado de opinión sobre la Revolución Cubana que se parezca al que
existe en Miami, que es la Disneylandia de la contrarrevolución
latinoamericana: hecha para seducir y ocultar, en ella viven los
antisandinistas, los antibolivarianos, y todos los capos del Sur, que
presienten su caída o cayeron y quieren reciclarse. Los inmigrantes económicos,
que son muchos, politizan su estatus. En un lujoso apartamento trabajaba —en el
2001, durante mi breve paso por la ciudad— una sirvienta nicaragüense. Carecía
de papeles y no podía visitar a los suyos. Pero quería que Daniel Ortega ganara
las elecciones en su país. En realidad, no tenía preferencias políticas y
confesaba con picardía el secreto de su esperanza: «Si Ortega gana, nos
declaramos refugiados políticos y quizás nos den la residencia». El síndrome de
Miami en los medios —reinventar la realidad, hacerla a la medida de los deseos—
es devastador: El País y algunos otros medios españoles se parecen más a El
Nuevo Herald que a sus similares europeos.
Para los nuevos
ideólogos de la contrarrevolución, los términos «derecha» e «izquierda»
resultan muy incómodos, y casi todos prefieren seguir la línea discursiva del
unipolarismo que apuesta a su descrédito y obsolescencia. Rojas, por su parte,
acoge la definición de Michael Oakeshott que identifica a la izquierda con una
«política de la fe» y a la derecha con una «política del escepticismo», para
evadir la relación que esos términos tienen con los intereses de los explotados
y de los explotadores, su vínculo con la ética, y supeditar cualquier
definición a supuestas «estructuras» de gobierno, a partir de generalizaciones
poco convincentes:
"[…] Hoy la izquierda se orienta
hacia el horizonte socialdemócrata —escribe, participando de la obsesión de la
derecha finisecular por establecer el canon de la izquierda «políticamente correcta»—,
lo mismo en sociedades postcomunistas que en sociedades postindustriales,
mientras la derecha queda anclada a las prácticas autoritarias, sean estas
portadoras de herencias comunistas, como en China, nacionalistas, como en Cuba,
populistas, como en Venezuela o, incluso, liberales, como en Rusia".
Esta posición
desentendida de reclamos de justicia —que solo son válidos, como afirma, para
una izquierda molesta «frente a las competitivas y responsables normas
democráticas»— escamotea el carácter esencialmente ético de la izquierda
revolucionaria; su inexcusable «con los pobres de la tierra, quiero yo mi
suerte echar», según los versos de José Martí. El mapa que traza, enturbia la
comprensión histórica de las tendencias políticas del siglo XIX cubano:
"No sería exagerado afirmar que en
las últimas décadas del siglo XIX todos los políticos e intelectuales cubanos
eran liberales. Las diferencias entre ellos, tan fuertes como para enfrentarlos
en tres guerras, tenían que ver con algo más primario, el status de la
soberanía y, por tanto, la forma de gobierno. De acuerdo con la solución que
dieran a éstas se organizaban en dos bloques: independentistas y anexionistas
eran republicanos, autonomistas y reformistas eran monárquicos. Sin embargo, en
la práctica, las posiciones eran tres: la izquierda separatista y anexionista,
la derecha colonial y el centro autonomista. Como es sabido, en 1898 y, sobre
todo, en 1902, venció la izquierda”.
Como es sabido,
ocurrió exactamente lo contrario: en 1898 y en 1902 venció el reformismo
conservador. La mayoría de los ministros de Estrada Palma provenía de las filas
autonomistas, ideología o credo político que se complementaba con una desmedida
admiración hacia los Estados Unidos. ¿Cómo explicar la alianza, instintiva,
inmediata, entre colonialistas, autonomistas y anexionistas, en el común empeño
de impedir la independencia y propiciar el protectorado o la anexión de Cuba a
los Estados Unidos? ¿Por qué sus adversarios recurrían todos a los mismos
argumentos sobre la «inmadurez» del pueblo cubano para la autogestión y sentían
el mismo horror ante el «populacho» enardecido?
En países
colonizados, no puede concebirse una izquierda anexionista. Si bien el
anexionismo en sus inicios fue esclavista y conservador, y aspiraba a
integrarse a los estados del Sur, los primeros independentistas valoraron como
opción táctica la anexión o la solicitud de anexión —también como medio para
obtener un apoyo que se consideraba necesario— a los Estados Unidos. Pero esa
tendencia fue rápidamente superada. Carlos Manuel de Céspedes, en una carta de
1870 a José Manuel Mestre, representante en Washington del Gobierno en Armas,
escribiría:
"Por lo que respecta a los Estados
Unidos tal vez esté equivocado, pero en mi concepto su gobierno a lo que aspira
es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación y
entretanto que no salga del dominio de España, siquiera sea para constituirse
en poder independiente; éste es el secreto de su política y mucho me temo que
cuanto haga o proponga, sea para entretenernos y que no acudamos en busca de
otros amigos más eficaces o desinteresados".
Es cierto también
que un sector de las elites cubanas de entre siglos aún oponía el modelo
liberal estadounidense al modelo español, sumergido en la modorra semifeudal de
sus costumbres e instituciones. El problema, sin embargo, es que el liderazgo
independentista en Cuba —me refiero, como es obvio, a José Martí y Antonio
Maceo, sus máximas figuras—, y sus bases populares, provenientes de las clases
medias y bajas, habían trascendido en su programa
revolucionario esa
dicotomía esencialmente decimonónica (fundacional, en países como México y
Argentina). Si la polémica entre el «panamericanismo» y el «panhispanismo»
acaparó el interés de la intelectualidad cubana de las primeras décadas
republicanas, fue porque tras la muerte de esos hombres y la intervención
norteamericana, se restauró el espíritu reformista, conservador.
Hace tiempo que
estoy tentado a revisar la posición que nuestra contrarrevolución «ilustrada»
ha asumido en los últimos años frente a los más importantes sucesos de la
política internacional. Por instinto de clase, están en contra de todo lo que
Cuba apoye, y viceversa. Me temo que el resultado será desesperanzador: ellos
parecen estar más a la derecha que el mismísimo jefe del imperio. Si se les
mide por sus declaraciones, son más papistas que el Papa. Pero no es una
diferencia real, la razón es sencilla: como buenos animales políticos, ellos no
escuchan a los políticos, sino a los ideólogos del imperio. Acérrimos enemigos
de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA) como concepto
integrador, y de los gobiernos adscritos a ella; enemigos de los presidentes
socialdemócratas de América Latina —aunque promuevan la comparación y la
discordia de estos con sus pares más radicales—, especialmente de aquellos que
muestran algún arresto de independencia con respecto a los Estados Unidos
(nunca perdonaron a Néstor Kirchner su decidido rechazo al ALCA en Mar del
Plata); de los gobiernos nacionalistas del Medio Oriente o de la Rusia liberal;
sus valoraciones políticas pueden presumirse a partir del posicionamiento que
los estados adoptan con respecto a los intereses de la metrópoli. Son soldados
estadounidenses, según la certera definición de Castellón.
En la misma línea
discursiva se ubican autores como Teodoro Petkoff, excomunista y anticomunista,
exguerrillero y antichavista venezolano, autor del libro Dos izquierdas. Según
este político, existe una izquierda «borbónica», «arcaica» —representada por
Fidel y Chávez—, y otra que «marcha por un camino de reformismo avanzado […],
el compromiso con las ideas y el sentido pragmático y práctico a que la obliga
la percepción realista del entorno en el cual actúa […] una izquierda moderna,
con los pies en la tierra». En unas breves líneas, Petkoff reúne todos los
adjetivos del reformismo contrarrevolucionario. Nada de vuelos de cóndor.
Izquierda «democrática» versus izquierda revolucionaria, según una terminología
que manipula y trastoca los contenidos, muy al gusto de Rafael Rojas: «La
vergüenza de asumir la derecha, típica de la cultura política cubana —escribe
el cubano—, sin embargo, no es tan grave como el hecho de que la mayoría de
nuestros izquierdistas fueron revolucionarios, es decir, autoritarios […]».
El discurso de la
derecha latinoamericana coincide en otro tema de aspecto académico: la
izquierda «mala» es, en oposición a la izquierda «buena», antimoderna. Aunque
no se dice de forma explícita, se maneja la comprensión marxista de que la
Modernidad es un eufemismo histórico del advenimiento y desarrollo de la
sociedad capitalista. Ya hemos visto la oposición que Rojas construye entre una
tradición moderna (realista, capitalista) y una antimoderna (utópica,
anticapitalista) en la historia de Cuba. Utopía (también en su sentido marxista
descalificador) versus realismo práctico; lo útil versus lo moral. El
estadounidense Michael Rowan, columnista de la prensa opositora en Venezuela,
explicaba en el 2006 la confrontación entre izquierda y derecha, en esos
términos:
"La rebelión contra los tiempos
modernos en Cuba, Venezuela y Bolivia —Perú y Ecuador, probablemente se sumarán
pronto— no tiene que ver con el capitalismo o el socialismo. […] La rebelión comenzó
hace dos siglos en Haití con la erradicación del dominio y la cultura
franceses. Fidel Castro la mantuvo viva en Cuba, que se separó de los tiempos
modernos en 1959. Hugo Chávez deshizo las instituciones modernas en Venezuela usando
la riqueza petrolera del país, y ahora está exportando agresivamente la idea de
que los tiempos modernos, para Latinoamérica, son malignos por representar la
riqueza, el poder y la supremacía del blanco. […] Los pobres de los Andes —la mitad
de su población— se están rebelando contra la modernidad misma: conocimiento,
ciencia, tecnología, finanzas, leyes, desarrollo y democracia. Irónicamente,
están usando la democracia para hacer eso”.
El ingrato Calibán
que se rebela ante Próspero, su «civilizador». La explicación es racista e
imperialista, y confirma la vigencia del ensayo de Fernández Retamar que
reinterpreta y rescata al personaje de Shakespeare. Rowan se permite hablar con
desprecio de la Revolución haitiana, una de las más radicalmente modernas de la
historia contemporánea, porque erradicó «el dominio y la cultura franceses»; y
asocia, sin titubeos, la modernidad a «la riqueza, el poder y la supremacía de
los blancos». Desde esa perspectiva, la modernidad del «conocimiento», la
«ciencia», la «tecnología»,
las «fi nanzas»,
las «leyes», el «desarrollo» y la «democracia», que defiende Rowan, adquiere un
carácter colonialista. La modernidad es el colonialismo. Por eso afirma:
"Los fracasos de Haití, Cuba,
Venezuela y Bolivia son fracasos en términos modernos. Pero en términos de la
rebelión contra el sometimiento histórico, el imperialismo y el colonialismo
—que son equiparados con los tiempos modernos—, estos fracasos se consideran
grandes logros. El futuro de Latinoamérica luce lúgubremente como el presente
de África y es la mayor amenaza actual a la estabilidad mundial".
Consecuente con su
desprecio y su prepotencia imperiales, es su amenaza: seremos como África.
Rowan escribe en otro de sus artículos: «Chávez aborrece todo lo que el mundo
moderno piensa, dice y hace. Su campaña presidencial de 2006 es contra “el
imperialista, genocida, fascista y demente de George W. Bush”». Las comillas
del articulista en este caso son irónicas, es evidente que el autor está
convencido de que lo que Bush hacía era lo que «todo el mundo
moderno piensa,
dice y hace». «Chávez quiere provocar una guerra entre estos mundos (el moderno
y el antimoderno). Armará a un millón de venezolanos con rifles rusos “para
defender la patria”». Rifles rusos, apelación a la memoria histórica de los
lectores que permanece encadenada a los tiempos de la Guerra Fría. Rowan fija
el año 1804 como fecha de inicio de la rebelión «izquierdista» latinoamericana.
Y tiene razón. Las primeras sacudidas que recibió la Modernidad —según la
entiende Rowan—, fueron nuestras guerras de independencia. Una Modernidad que
había establecido «el predominio de los blancos» como fuente de jurisprudencia.
El chileno-alemán
Fernando Mires, por su parte, en un artículo que reprodujo la prensa
antichavista venezolana, considera que América Latina es «un tercer Occidente»;
no lo dice en el sentido en que Fernández Retamar rescata el término, no como
conciencia y defensa de su otredad histórica, constructora de una nueva
occidentalidad que se funda en la justicia ecuménica, sino en el de una simple
reproducción de valores.
Por ello reclama
que esa guerra de civilizaciones, que los «tanques pensantes» del imperio nos
venden como novedad, sea asumida por los latinoamericanos… ¿a favor de quién?
«Un presidente occidental comete por lo tanto una traición —y obviamente se
refiere a Chávez y a Fidel—, si visita a un Jefe de Estado del Islam que está
por declarar una guerra a todo Occidente. Occidente es nuestra familia, aunque
algunos de sus miembros no nos gusten».
El Universal
reveló en abril de 2006 la identidad y el oficio de su colaborador Michael
Rowan: estratega político norteamericano, consultor de las campañas electorales
de Clinton y de Carter —a quien acusa ahora, por «refrendar» la democracia
bolivariana—, interventor desde 1970 en catorce naciones, y desde 1993 en
Venezuela, expresidente de una Asociación Internacional de Consultores
Políticos. Este neocon —no importa si demócrata o republicano— es autor de un
libro francamente injerencista, Cómo
salir de Chávez y de la pobreza, y en la última campaña presidencial de
Venezuela fue asesor de estrategia de Manuel Rosales, el contendiente de
Chávez.
La década de los
noventa engendró una «nueva izquierda» intelectual: culta, moderada,
«democrática», antirradical, capaz de situarse siempre «por encima» de las
ideologías, en el punto medio, y de espantarse ante los «radicalismos» de
izquierda, aunque tolere comprensivamente los de derecha. Es una «izquierda
democrática» que se opone más a la llamada izquierda revolucionaria, que al
capitalismo; que mira «hacia la cultura dominante, como fuente de veracidad,
objetividad, prestigio y reconocimiento», en palabras de James Petras. Mientras
más moderada es en sus afanes reformistas, más agresiva y fundamentalista es la
derecha que la creó. Mientras más se abraza a los conceptos abstractos de
democracia y libertad, más los vacía de contenido la derecha. Es una izquierda
que cree en un capitalismo que los diseñadores del capitalismo ya declararon
obsoleto.
Carlos Alberto
Montaner, otro «místico» de la derecha, escribe:
"Naturalmente, hay diferencias
entre Piñera y Frei, como las hay entre Obama y McCain, entre Thatcher y Blair,
entre Aznar y Felipe González, pero son diferencias de matices. Esencialmente, discuten
y discrepan sobre la intensidad de la presión fiscal y la asignación del gasto
público, o sobre la tasa de interés, o sobre el volumen de la masa monetaria
—temas extremadamente importantes, por cierto—, pero no cuestionan el corazón institucional
del sistema, basado en la separación y equilibrio de poderes, ni los
fundamentos filosóficos de la democracia liberal, ni el principio básico de que
todos los ciudadanos deben colocarse bajo la autoridad de la ley [burguesa],
comenzando por los gobernantes, porque están de acuerdo [con] ese modelo,
acompañado por la libertad para producir y consumir".
En realidad,
plagiaba a Mario Vargas Llosa, su maestro en temas políticos, quien había
escrito con respecto a la contienda electoral precedente:
"En el debate entre Michelle
Bachelet y Sebastián Piñera, que tuvo lugar pocos días antes del final de la
segunda vuelta, había que ser vidente o rabdomante para descubrir aquellos
puntos en que los candidatos de la izquierda y la derecha discrepaban de manera
frontal. Pese a sus respectivos esfuerzos para distanciarse uno de otro, la
verdad es que las diferencias no tocaban ningún tema neurálgico, sino asuntos
más bien cuantitativos (para no decir nimios). Piñera, por ejemplo, quería
poner más policías en las calles que la Bachelet”.
Excelentes pasajes
para respaldar la tesis de que la alternabilidad de los gobiernos en el
capitalismo es solo de forma, no de contenido. Su verdadero fin es corregir en
cinco años cualquier posible accidente del sistema.
A la nueva derecha
le conviene esta izquierda. Mientras reclama elecciones libres en Cuba, coloca
a Bush o a Calderón en el poder mediante fraude u organiza golpes de Estado
contra los presidentes electos de Venezuela, Honduras o Ecuador. Algunos
autores intentan situarse por encima de los intereses de clase y proponen un
abrazo —en la orilla de un capitalismo «bueno», «humano»— que incluya a todos
los cubanos. Rojas describe mejor las intenciones veladas de la posición
«tercerista» —el abrazo nunca es en la orilla socialista ni admite la
continuidad del proyecto socialista—
que no persigue en
realidad más que la derrota del adversario, la restauración del pasado. Admira
la «moderación» del polaco Adam Michnik pero en aquel país europeo, una vez
tomado el poder, las nuevas autoridades han intentado incluso prohibir el uso
de pulóveres con la imagen del Che. Es una moderación (inicial) en los medios,
no en los fines, que pretende eliminar el embargo económico —dicho en términos
«políticamente correctos»—, no porque sea inmoral, sino porque es inefectivo y
contraproducente. Rojas escribe:
“Tiene razón [Adam] Michnik. También en
el proceso cubano es detectable una oposición maximalista, un anticastrismo
bolchevique. ¿Qué tipo de anticastrismo es ese? Ni más ni menos aquel que juega
a todo o nada, a ganar sin costos, a controlar los hilos de la transición, a
llegar al poder de un golpe. No insinúa Michnik, por supuesto, que la oposición
se estanque en un proceso de pequeños pactos irrelevantes, en los que el
gobierno solo ofrezca migajas. Se trata de llegar a una verdadera transacción con
la suficiente autoridad moral y política como para imponer condiciones.
Michnik, quien proviene de la izquierda postcomunista, usa la palabra
«bolchevismo» con plena conciencia etimológica".
¿A qué se refiere?
Rojas reivindica la moderación, el espíritu reformista, el autonomismo, incluso
el «nacionalismo suave», frente al independentismo revolucionario:
"Pero si bien el término
bolchevismo surgió de una disputa en torno a cuestiones organizativas y de una
elección mayoritaria dentro de un partido, en la historia política comenzó a
asociarse muy pronto al maximalismo, la intransigencia, el jacobismo, la
radicalidad, esto es, a una concepción revolucionaria de la sociedad y el
Estado. Frente a esa acepción, el menchevismo se resemantizó como una opción
moderada, evolutiva, centrista, gradual, templada, en suma, reformista.
Despojadas estas corrientes de la connotación marxista que le imprimían sus
actores, bolcheviques y mencheviques han devenido dos polos, similares a
jacobinos y girondinos o revolucionarios y reformistas".
Estoy seguro de
que la mayoría de los posibles lectores de este libro entendería —a pesar de
sus naturales diferencias—, que en la Cuba que queremos no caben hombres como
Posada Carriles. Pero tengo mis dudas en cuanto a otros pretendientes de
espacio: ¿volverían a mandar en Cuba los politiqueros enriquecidos del erario
público,
que se marcharon
en los primeros sesenta?, ¿regresarían triunfales a recuperar sus propiedades
confiscadas los viejos capos del Big Five, que tanto deslumbraron a Hernández
Busto?; ¿o se trataría de otra generación de grandes inversores y de políticos
a su servicio, entrenados en la corrupta escuela miamense, dispuesta a devorar
nuestros recursos, humanos y materiales?; ¿entregaríamos el país a las
transnacionales?, ¿no se dan cuenta de que tras los «pequeños intereses» de
muchos cubanos con educación y mentalidad norteamericanas, están los «grandes
intereses» del imperialismo?
Rafael Rojas
defiende la cubanidad de los autonomistas y de los anexionistas, los de la
historia, y los de «la oposición y el exilio de hoy»:
"No es cierto que haya actores
«antinacionales» en la historia de Cuba, como tampoco es cierto que haya
«anticubanos» en la oposición y el exilio de hoy. Negar la pertenencia del
autonomismo, el anexionismo o cualquier otra corriente política de la colonia o
la república, al proceso plural de construcción de la nacionalidad, no es más
que justificar el totalitarismo en el presente de la isla”.
¿Era más alemán el
humanista Marx que Hitler? Pregunta absurda. Ambos expresaron tendencias
opuestas del espíritu humano, recibieron el influjo y se nutrieron de
tradiciones germanas y universales. Sí, ambos pertenecen a la cultura alemana;
y a la cultura, sin apellidos. Pero los alemanes, y todos los seres humanos,
tenemos que cuidarnos del nazismo que se incuba en la cultura contemporánea. No
es mi propósito comparar el autonomismo y el anexionismo decimonónicos con el
nazismo. La comparación persigue solo descalificar la triquiñuela retórica de
enarbolar como justificación la cubanidad de unos y otros. ¿Y qué? La Revolución
defiende la integridad y la soberanía de la nación cubana frente al
imperialismo norteamericano, porque tiene un proyecto alternativo de país que
es orgánico con su internacionalismo revolucionario.
Rojas defiende el
«nacionalismo suave», incluso el autonomismo y el anexionismo «en la oposición
y el exilio de hoy», porque tiene otro proyecto de país que es orgánico, lo
asuma o no de forma consciente, con los intereses transnacionales. Los
revolucionarios cubanos queremos que desaparezcan algún día los estados
nacionales —estamos convencidos de que eso sucederá, si antes el capitalismo no
destruye el planeta en el que vivimos—, para construir una federación humana
más justa, más equitativa, más solidaria. Y apostamos por el ALBA. Ellos
quieren que desaparezcan los estados nacionales —o como suelen decir para
protegerse tras los cristales de la Academia: «no queremos, solo constatamos»—,
para que (o sin importarles que) los más pequeños, los más débiles, sirvan a
los más grandes, a los más fuertes. Y apostaron por el ALCA o por los Tratados
de Libre Comercio (TLC). No sé si pueda decir que con ello traicionan a «la
nación» cubana, pero sí puedo decir que traicionan a los cubanos. ¿Y ellos, son
o no son cubanos? Claro que son cubanos. Ese es el peligro que la Patria incuba
dentro de sí. De eso se trata. Lo demás es pura retórica.
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