Atilio A. Boron
Habrá que luchar hasta el
final, pero la victoria de Jair Bolsonaro parece ya la crónica de una muerte
anunciada. Y la palabra muerte está bien usada porque eso es lo que representa
este personaje de la “lumpen-política” que durante casi 28 años pasó
desapercibido en el corrupto Congreso brasileño. Muerte cuando propuso entrar
con un “lanzallamas” al ministerio de Educación para erradicar hasta el último
vestigio de las enseñanzas del gran educador Paulo Freire. Muerte porque bajo
su égida habrá un considerable refuerzo del autoritarismo en la escuela y en la
sociedad, y se librará una guerra sin cuartel al pensamiento crítico en todas
sus variantes. Muerte porque ha prometido represión y cárcel para todos quienes
representan el pasado petista, aunque no pertenezcan a ese partido. Declaró en
varias oportunidades que va a ilegalizar al marxismo y al “gramscismo” (aunque
no dijo cómo) y que recortará
drásticamente el presupuesto de facultades e institutos de investigación en
ciencias sociales. Según este santo
varón, su gobierno invertirá en ciencias “que produzcan cosas” (lavarropas,
palas, tornillos, etcétera) y no palabras o ideologías.
Este verdadero troglodita, al que circunstancias
fortuitas y un golpe de la Diosa Fortuna lo convirtieron en el casi seguro
presidente de Brasil, fue favorecido con enormes sumas de dinero (por completo
ilegales) una vez que la clase dominante brasileña cayó en la cuenta que los
protegidos por Fernando H. Cardoso como candidatos del PSDB y la elite tradicional
de Brasil agrupada en el PMDB eran repudiados o ignorados por el
electorado. Pragmática e inescrupulosa
como siempre la derecha llegó a la conclusión que si no se podía derrotar al
lulismo con sus candidatos “democráticos” propios – tal como antes ocurriera
con José Serra (dos veces) Geraldo Alckmin, y Aecio Neves- debía hacerlo con
cualquiera que pudiera, aún cuando fuese un patético emisario rescatado de las
cloacas de la dictadura que asoló al país por más de veinte años. Se ratifica
por enésima vez que la derecha no tiene la más mínima lealtad hacia la
democracia, como lo demuestra su apoyo a Bolsonaro. Además éste
cuenta con el respaldo de Donald Trump para
reorganizar a la derecha en todo el hemisferio y el asesoramiento del equipo que dirigió la campaña
presidencial de Trump. Se dice además que Steve Bannon en persona está
colaborando en la estrategia propagandística
del “candidato del orden”.
Un dato muy significativo es que la campaña
presidencial no se nota en las calles de Río. Ni un afiche, ni un pasacalles,
una pintada en un murallón, nadie volanteando, ¡nada! Es que en esta nueva era
de la “antipolítica”, astutamente promovida por la derecha, la política fue
convenientemente apartada de la vía pública, y si bien esto es una tendencia
general y creciente, en el caso del Brasil esta despolitización de la calle fue
potenciada por el más fatídico error de la gestión del PT: confiar ingenuamente
en que el ejercicio del poder político por parte de un partido de izquierda, o
progresista, podría descansar en el rodaje de las instituciones supuestamente
democráticas (que no lo son). La consecuencia fue la suicida desmovilización y
desorganización de sus propias fuerzas políticas, comenzando por el PT,
siguiendo con la CUT y ninguneando a los Sem Terra. El resultado: una Dilma
indefensa frente a los lobos del mercado que se movían a sus anchas en las
estructuras institucionales del estado burgués, especialmente en el Congreso y
el Poder Judicial. Por eso la política no está en las calles, y los pocos que
salen son mayoritariamente partidarios de Bolsonaro. Todo circula por la
Internet y, en menor medida, por los diarios, la televisión y la radio. Un
distraído turista procedente del “cinturón bíblico” de Estados Unidos, digamos
Mississippi o Alabama, jamás se daría
cuenta que en pocos días más este país se juega su futuro, en una opción
dramática. Pero si el visitante incursionara en la telaraña de la web, allí se
percataría de lo que está ocurriendo y observaría a la lucha política librada
sin cuartel, pero en el ciberespacio. Esto plantea un enorme desafío para las
fuerzas populares porque deberán aprender a moverse en un campo minado que sus
enemigos inventaron y conocen a la perfección. No obstante, si movido por su fe
nuestro visitante asistiera a alguno de los miles de templos evangélicos
dispersos por todo el Brasil también se daría cuenta de que hay una elección
presidencial en ciernes. Comprobaría, para su mayúscula sorpresa, que los
pastores y sus ayudantes al terminar la ceremonia religiosa se dirigen a la
salida y entregan a cada uno de los feligreses un volante en donde se dice a
quién se debe votar para presidente, gobernador, etcétera, porque son esos
candidatos, y sólo ellos, los que Dios dijo que hay que votar. Deplorable
trasmutación del modelo del partido bolchevique
–con su ética militante, su organización, su conciencia revolucionaria-
puesto ahora al servicio de la reacción y de la contrarrevolución ¡nada menos
que por unas iglesias!
Las evangélicas en Brasil constituyen un aparato
político formidable –presentes en grados diversos en varios países de Nuestra
América, y de creciente gravitación en Argentina- pero su eficacia no sólo
reposa en la militancia y la labor cotidiana de sus pastores y agitadores en el
territorio sino también en la persistencia de un núcleo duro conservador –muy arraigado en los sectores
más atrasados del campo popular- pero de inestables preferencias políticas.
Según algunos analistas este sector
representa un treinta por ciento de la población y si a comienzos de siglo se
inclinaron por el PT (y se mantuvieron en ese espacio político durante catorce
años, retenidos por las políticas sociales del gobierno) ahora cortaron amarras
y lo hacen por Bolsonaro. Un factor
decisivo de esta ruptura fue la creencia, abiertamente inculcada por la prensa
canalla, de que el tsunami de la corrupción en Brasil –simbolizado en la
operación Lava Jato- sólo puede ser atribuido a la maldad del PT y sus
dirigentes. Ese vendaval de dirigentes políticos, empresarios y funcionarios
desfilando por les estrados judiciales y terminando en la cárcel tuvo un
impacto tremendo sobre la conciencia popular y potenció la insatisfacción ante
la crisis económica y el aumento de la criminalidad, o al menos la percepción
de tales cosas fogoneada impúdicamente
–como en la Argentina de la época de Cristina Fernández- por la prensa hegemónica. Es impresionante
constatar como hombres y mujeres del pueblo repiten esa letanía –el PT robó y
corrompió- cada vez que se les pregunta la razón de su voto por Bolsonaro. Si
algo demuestra esta reiterada respuesta es la escasa capacidad que tuvo ese
partido de explicar la muy larga historia de la corrupción en Brasil, quienes
fueron sus principales agentes y beneficiarios, y los mecanismos legales y judiciales
que posibilitaron su funcionamiento. Tarea que, por cierto, no fue intentada
por los gobiernos del PT. Pero, claro está que para poder hacerlo había que
tener medios de comunicación y una política para los medios. Y el PT no tuvo ni
lo uno ni lo otro.
Cuando culmine el proceso electoral y se constituya
la Cámara de Diputados muy probablemente Bolsonaro y sus aliados lleguen a
controlar los dos tercios de los votos. Con ellos podrán introducir una serie
de reformas hiper-retrógradas a la Constitución de 1988. Una de ellas,
anticipada por el candidato presidencial, figura la criminalización del
activismo social y de las organizaciones sociales cuyas acciones constituirían
un crimen contra la seguridad del estado y el orden público y sus responsables
deberían cumplir largas condenas en la cárcel. Habrá que ver si esto finalmente
logra ser aprobado en el Congreso. El tema no es si el PSL, el partido de
Bolsonaro tendrá los votos, sino la intensidad de la reacción anti-PT que
podría sedimentarse en un enorme bloque parlamentario con número suficiente
para aprobar esas reformas. Si no lo
tuviera, la tradicional corrupción de la política brasileña permitiría comprar
los votos necesarios para satisfacer las retrógradas aspiraciones de Bolsonaro
y la clase dominante de Brasil que, de este modo, constitucionalizaría los
decretos y las leyes de Michel Temer. Dicho todo esto, sólo un milagro podría
revertir esta brutal deriva autoritaria de la democracia brasileña. Pero los
milagros no existen en la vida política.
Es apabullante la situación en Brasil, las izquierdas no han aprendido a ganar espacio y tampoco tienen los recursos para enfrentar semejante embate
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