miércoles, 28 de noviembre de 2018

El hombre que siempre acompañará a Marx

Enrique Ubieta Gómez 
Granma, 28 de noviembre de 2018
Un hombre muy nombrado y no tan conocido, cumple años hoy. Su silueta aparece junto a la de Carlos Marx en banderas e insignias comunistas. De larga y espesa barba, saber enciclopédico, aspecto burgués (las fábricas de su padre, que regenteó, no solo le proporcionaron el sustento a la familia de Marx, además del propio, sino que le permitieron conocer a fondo al proletariado) y alma inquieta, Federico Engels (1820-1895) fue amigo, colaborador  y mecenas del gigante de Tréveris. La prensa burguesa intenta deshuesarlo y lo presenta como un «gentleman comunista», de amores herejes y vida mundana, muy diferente a la de su amigo.
Sin duda, el personaje es novelesco, y su conducta podría calificarse hoy de contracultural, pero en ella no puede ignorarse el hecho más relevante: Engels fue sobre todo un conocedor de la miseria que el capitalismo engendra, un estudioso de la sociedad de su tiempo y un revolucionario inclaudicable.
Desde su magistral y temprano estudio sobre la clase obrera de Inglaterra, la redacción a cuatro manos con Marx del Manifiesto Comunista, hasta el trabajo final de completamiento y edición de El Capital, ya fallecido su autor, los aportes de Engels no terminan en los textos que escribió o ayudó a escribir, porque su experiencia de vida, sus conocimientos y su sagacidad política, influyeron en Marx. Algunos de sus contemporáneos intentaron agregar su nombre a la doctrina marxista, pero él eludió la trampa: «Marx era un genio; los demás, a lo sumo, hombres de talento. Sin él la teoría no sería hoy, ni con mucho, lo que es. Por eso ostenta legítimamente su nombre».
¿Por qué lo recordamos los revolucionarios cubanos? La historia del colonialismo se entrelaza a la del capitalismo; eso que eufemísticamente llaman Modernidad, alude al proceso de formación y consolidación del nuevo sistema económico y social. Las guerras independentistas en las Américas recogen el legado de la Revolución francesa, pero José Martí comprendió desde muy temprano la contradicción implícita en ese legado. En 1871, el mismo año en que se produce el horrendo crimen contra los estudiantes de Medicina en La Habana, sentenció: «Pidieron ayer, piden hoy, la libertad más amplia para ellos, y hoy mismo aplauden la guerra incondicional para sofocar la petición de libertad de los demás». La lucha contra el colonialismo y contra el neocolonialismo, conducirían al anticapitalismo y al antimperialismo. No puede entenderse el mundo que debe ser transformado sin el conocimiento de la obra de esos dos colosos.
Cuando los marxistas doctrinales, ajenos a los graves problemas que enfrenta la humanidad, renunciaron al legado de Marx, Engels y Lenin, y se avergonzaron de haber sido sus discípulos, acaso porque la práctica que había engendrado la teoría parecía naufragar, y los ideólogos del imperialismo declaraban el fin de la Historia (y el triunfo del capitalismo), olvidaban el más elemental de sus preceptos: se es revolucionario no porque nos convenció una teoría, sino porque nos duele la injusticia, la explotación de unos seres humanos y de unos pueblos por otros, la pobreza extendida que sostiene la riqueza, el lujo y el despilfarro del 1 % de la humanidad.
Los avergonzados habían olvidado la relación primigenia y esencial del marxismo con la práctica liberadora. El marxismo es un instrumento científico, y solo la práctica puede ajustar sus desenfoques y errores de interpretación o de aplicación. En una frase de hondo sentido martiano y a la vez marxista y leninista, aclaraba Fidel en 1988: «haber interpretado de manera creadora y original el marxismo-leninismo, el no habernos dejado arrastrar por dogmas, fue lo que nos llevó a la victoria, fue lo que nos trajo hasta aquí». Y estar aquí, nos obliga también a no olvidar lo que fuimos y lo que somos.

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