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Este flaco con uniforme de comandante de la Revolución cubana y cara de músico es mi papá. La gordita soy yo. Ya ven: en algún momento desayunamos juntos con mami y mi hermanita Deby que era un bebé. Algunos pocos días fuimos una familia feliz que olía el café que hacía la abuela, el pan con mantequilla y el jugo de mango. Pero mi papá se tenía que ir. Rápido, por razones de Estado, por urgencias médicas, por disciplina, por tozudez, por sueños compartidos, por obras que terminar. Acababa de cumplir 30 años. Probablemente este haya sido uno de los pocos días en que estuvimos juntos como una familia "normal". Mi papá tenía demasiadas cosas que hacer. Se fue a la Sierra Maestra a crear una escuela utópica y alucinante, con planetarium y campos deportivos, libros de textos de Herminio Almendros, talleres de pintura y cerámica, escuelas de ballet y un enorme gimnasio. Era el año 1960. Y no volvió nunca porque un día como hoy, 29 de noviembre hace 46 años, le pegaron un tiro y se quedó recostado a una mata de tamarindo en la carretera de Trinidad. Dicen que tocaba el piano y lo que le pusieran por delante, sobre todo una lata y un palo y que se reía con estas carcajadas que me dejó como herencia. Piti fue un gran cirujano, un excelente médico, un hijo enamorado de su madre y de su mujer. Y de sus niñas, claro. Le dejó a Deby la coherencia y puede que a mí un poco de relajo. Bueno... a las dos. Lo del relajo. Me hubiera encantado conocer a mi padre. Yo no me acuerdo, pero creo que me curó de una tos ferina subiéndome a un helicóptero para cambiar de atmósfera, y que como yo pensaba que las nubes se podían coger, mi padre se moría de la risa cuando yo decía "es meyengue" Nada, merengue. Es una tontería pero es lo que sé. No quiero hacer apologías inútiles porque a estas alturas hablar de mi padre sin tópicos va siendo difícil. Total, papá, como decía Borges: "La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene". Un beso donde estés, comandante.
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