miércoles, 24 de noviembre de 2010

PARA QUE SEA LA MUERTE HERMOSA Y ÚTIL.

“…lo que queremos es saludar con inefable gratitud, como misterioso símbolo de la pujanza patria, del oculto y seguro poder del alma criolla, a los que, a la primer voz de la muerte, subieron sonriendo, del apego y cobardía de la vida común al heroísmo ejemplar.”
José Martí
Los pinos nuevos

Discurso en el Liceo Cubano, Tampa, 27 de noviembre de 1891


Carlos Rodríguez Almaguer

Cada 27 de noviembre la juventud cubana, encabezada por miles de estudiantes de medicina, se reúne en los parques y plazas de todos los pueblos de la Isla, para rendir homenaje a aquellos ocho adolescentes que sucumbieron en tiempos terribles “a manos de la inhumanidad y la codicia”, como diría Martí. Es hermoso ver a un pueblo entero recordar agradecido a los que con el sacrificio de sus vidas, cegadas en flor, le hicieron comprender que la felicidad no es un destino, sino el propio camino que recorremos cada día, y que la vida es breve, frágil, y puede escurrirse silenciosa a nuestro lado si nos entretenemos.
No en balde los poderes mundiales, a los que interesa que los hombres no se enteren de esta verdad elemental, han creado una industria del entretenimiento y pagan a las mentes más brillantes que puedan encontrar para buscar modos cada vez más sutiles de domesticación con que tenernos distraídos en el aquí y ahora, porque dejarnos mirar a la historia puede traerles grandes complicaciones, pues solo ella nos dice de qué somos capaces. Por eso, si no pueden borrarla ni falsearla, tratan de reducirla a una fría cronología de hechos sazonada con unos cuantos nombres célebres.
La cotidianidad es abrasiva. Desgasta poco a poco la materia y el espíritu, y de esas dos cosas estamos hechos los seres humanos. Por eso solía decir Martí que era doblemente bueno dar pan al cuerpo y darlo al alma, porque “los pueblos que no creen en la perpetuación y universal sentido, en el sacerdocio y glorioso ascenso de la vida humana, se desmigajan como un mendrugo roído de ratones”. De ahí que conmueva tanto ver año tras año a las sucesivas generaciones de cubanos asistir a la tumba o sentir en el alma el recuerdo de aquellos que siendo inocentes supieron mirar de frente a la infamia y entrar en la muerte con la frente alta. “¡Cadáveres amados los que un día/ ensueños fuisteis de la patria mía…” recordaba Fidel en La Historia me absolverá las estrofas del treno sublime que dedicó Martí a los niños mártires en el primer aniversario del horrendo crimen, y pedía multiplicarlo por diez para tener una idea de los abominables asesinatos perpetrados por la tiranía de Batista luego del asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953. Recordemos también que aquellos jóvenes guiados por Fidel habían ido a impedir, con esa acción de desagravio, que la memoria del Apóstol se extinguiera en el alma de la patria en el año de su Centenario. “¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!”, exclamaba Fidel, solo, rodeado de bayonetas en el pequeño local donde lo juzgaban.
Es bueno recordar a los héroes, y dedicarles encendidos discursos, y escribirles canciones y poemas, porque crece espiritualmente quien es capaz de amar a aquellos a quienes tiene algo que agradecer, pero ya estamos avisados de que el mejor modo de honrar a los que se sacrificaron por nosotros es imitarlos. ¿Qué habremos de imitar de los jóvenes del 71? Lo mismo que de los del 10 de octubre, el 24 de febrero, los de la lucha antimachadista en los años 1930 y los del 26 de julio de1953 o el 13 de marzo de 1957: la firmeza con que supieron enfrentar el reto que su época les puso enfrente, sin temblar. La capacidad para entender que la dignidad de la patria no es más que la suma de nuestras dignidades personales, que una idea, un país, una nación, valen lo que valen los hombres y las mujeres que los representan y que cada uno de nosotros es responsable de crecer y ayudar a crecer a los demás desde esa misma cotidianidad corrosiva, en busca de aquel sueño martiano seguido por Fidel de alcanzar para nuestro pueblo “toda la justicia”. Ser cubano es algo más que haber nacido en Cuba: es querer serlo con toda la voluntad que ello implica.
De ahí que lo que inicia la educación pública, tendrá que terminarlo la educación personal. Cada uno es responsable de la senda por donde decide dirigir sus pasos y las señales que habrá de seguir. Por tanto, es indispensable para la sociedad mantener el equilibrio, y a la par que trabajar en el fortalecimiento de la economía, porque “en pueblos, como en hombres, la vida se cimenta sobre la satisfacción de las necesidades materiales”, no descuidar un segundo la formación ética y el crecimiento espiritual de los cubanos, pues el mismo Apóstol alertó que “Importa poco llenar de trigo los graneros, si se desfigura, enturbia y desgrana el carácter nacional. Los pueblos no viven a la larga por el trigo, sino por el carácter.”
Y ha sido, precisamente, el carácter cubano el que ha impedido que, a pesar de las tantas crueldades de las que hemos sido víctimas a lo largo de los últimos dos siglos en los que se ha venido forjando nuestra nacionalidad, no vayamos por el mundo llenos de remordimientos y rencores, sino sembrando paz y concordia, llevando vida a los mismos lugares a los que nuestros matadores siguen llevando muerte, porque sabemos que el odio no es propio de cubanos. No es extraño entonces que en los más recónditos parajes del mundo, junto a la lobreguez de los fusiles y las caras oscas de los soldados del imperio, brillen las batas blancas y las sonrisas de nuestros hombres y mujeres de la medicina, herederos legítimos, no solo en la poesía y la remembranza heroica, sino en la verdad cruda y sublime del día a día, de aquellos jóvenes estudiantes fusilados en 1871. Porque ellos siguen siendo raíz e inspiración, no hay que llorar su muerte útil, sino que, con Martí, “Cantemos hoy, ante la tumba inolvidable, el himno de la vida”.

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