lunes, 25 de noviembre de 2013

Berlín reconstruye el imaginario de su pasado

Enrique Ubieta Gómez
Berlín es una ciudad marcada por los símbolos. Se exhibe y reconstruye como museo del anticomunismo. Es curioso, porque la obsesión parece revelar una debilidad. Un reportaje reciente de la trasnacional PRISA, aparecido en El País de España, da cuenta de la inauguración de un museo público sobre “la vida cotidiana” en la desaparecida República Democrática Alemana. “Queremos mostrar cómo era la vida diaria de 17 millones de personas en una dictadura. Había cosas bonitas y amables, pero la realidad muestra una cara diferente. Todo estaba regulado por el régimen”, dijo Mike Lukash, el director del nuevo museo. “23 años después de desaparecer como país, mucha gente sigue diciendo que no todo era tan malo”, añadió. Precisamente, este último “detalle” debe preocupar, porque los acercamientos de la cinematografía alemana a ese pasado reciente se bifurcan en dos perspectivas complementarias: de un lado, la recreación de una nostalgia desideologizada que canalice y a la vez reoriente, mediante la exposición de un “algo” positivo inasible, abstracto, y la “constatación” simultánea de lo “negativo” concreto en las insuficiencias del consumo y la represión, los sentimientos de las generaciones más viejas y la curiosidad de las nuevas (por ejemplo, “Good bye Lenin”) y de otro, la feroz satanización de los mecanismos de control de la STASI (por ejemplo, “La vida de los otros”), para nada distantes de los empleados por su similar occidental, diseñados y dirigidos hasta mediados de los años cincuenta por un general nazi rehabilitado por la CIA. Si en países como Hungría o la República Checa, la estrategia de los “triunfadores” de la Guerra Fría –el olvido y el rediseño total de la historia y sus héroes–, parece avanzar sin mucha resistencia, en Alemania, la patria de Marx y de Bretch, no ha sido posible obviar un lento pero ascendente  reposicionamiento de la memoria colectiva a favor del pasado. La República Democrática Alemana podría llegar a convertirse, con los años, en un mito popular, algo verdaderamente peligroso para los arquitectos de la nueva-vieja conciencia nacional. El recién inaugurado museo, que compite con otro privado ya existente, con medio millón de visitas al año, tiene un carácter explícitamente político, a pesar de su aspecto antropológico: “ofrecer una visión interesada de lo que fue la vida cotidiana en el país inventado por Moscú”, dice el reportaje de El País, que enumera el contenido de sus salas:
La muestra está dividida en cuatro temas: “dominación y vida cotidiana”, “el colectivo y el individuo”, “consumo y carencias” y “repliegue y resurgimiento” y en todos ellos predomina una idea recurrente: la vida cotidiana en la RDA estuvo marcada por la dominación del Partido Socialista Unificado alemán (SED) que dio vida, después del fin de la segunda guerra mundial, a una dictadura copiada del modelo soviético.
Un museo no es un almacén de imágenes y objetos; unos y otros se ubican como fichas de un rompecabezas, que una vez armado (o visitado), muestran el paisaje que previamente se ha elegido. Un museo es una construcción lógica de “argumentos” que sugieren al espectador las conclusiones deseadas por el curador. No obstante, el visitante no es un ser pasivo, y sus vivencias personales o conocimientos cuentan. La batalla por la memoria histórica se define en los referentes del presente. El autor del reportaje citado lo constata pese a todo:
“Es cierto. En la RDA no había mucha libertad, tampoco podíamos comprar plátanos, ni vaqueros importados, pero todo el mundo tenía trabajo”, admitió Helga Huber, una mujer de 70 años después de contemplar la muestra. “Ahora hay libertad para viajar a Mallorca, pero no todo el mundo tiene el dinero para pagar el viaje”.
La guerra fría no ha terminado. Transcurre en el imaginario de lo que fuimos, somos y queremos ser, de las alternativas de vida, de la fe o su ausencia, que es lo que nos impulsa o detiene hacia futuros posibles. La crisis del capitalismo alimenta la esperanza y recrudece la guerra. Los ideólogos del capitalismo lo saben, y reconstruyen nuestra percepción del pasado, para controlar nuestros proyectos de futuro.

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