¿Cuántos años
deben pasar antes de que desaparezcan de la tierra las personas, las cosas, las
canciones, los paisajes que amamos en vida? ¿Durante cuántos años sobrevivimos en
los seres queridos y en las cosas que tocamos o nos tocaron, a nuestra propia
muerte? Mis padres recién casados viajaron a Río de Janeiro, y mamá aún guarda
emocionada el recuerdo de aquellos días, pero ¿queda algo en Río que haya
tocado o amado en 1955? Yo viví y estudié en Kiev de 1978 a 1983; los mismos
edificios estudiantiles, ¿son los mismos? Regresé en 1987, apenas cuatro años
después de mi graduación y otras generaciones se habían apropiado ya del
espacio físico. Sé que hoy es una ciudad extraña, y una eventual visita solo
podría depararme un placer arqueológico. En Río y en Kíev mi mamá y yo vivimos
otra vida que ya carece o conserva pocos referentes humanos; nuestra vida y
nuestros referentes se trasladaron de espacio. Pero a veces mueren a nuestro
lado, unos tras o otros, hasta que deshacen la vida que nos hicimos. Mi abuela
sobrevivió a sus hermanos, a su esposo, a sus amigos y a sus hijos; agotó cada
minuto de sobrevida –inventándose un sentido nuevo o renovando el viejo sobre
nuevas bases–, hasta que la ausencia de los demás la mató, aún antes de morir a
los 104 años.
Hay cosas que
perduran más; por ejemplo, las canciones, la música de una época. Mi padre
cantaba las canciones del suyo mucho después de su partida, y yo las de él,
aunque ya no esté. Pero las cosas no nos retribuyen el amor; son indiferentes
ante la muerte. Las cosas pueden humanizarse, pero no se domestican; las calles
que otrora transitamos, se abren cada mañana, sin recato, a los nuevos transeúntes.
Sin embargo, la vida parece ser una perenne repetición. Los adolescentes que
ahora mismo caminan frente a mi casa, no solo se comportan como los muchachos
de mi adolescencia, sino que se parecen a ellos. Puedo colocar en cada uno el
apodo de mis compañeros de entonces; son los mismos rostros o casi, y sin
saberlo, ellos ya utilizan aquellos sobrenombres –los mismos que utilizaron mi
padre y sus amigos–, con leves variaciones. Un día, hace algunos años, pasaba
frente a la casa de una novia de mi adolescencia. De repente apareció tras la
puerta, y fui a saludarla emocionado. ¡Gladys!, exclamé. “Mi mamá no está en
casa”, respondió la muchacha. La imagen de la madre en mi memoria se había
enquistado, al punto de hacerme ignorar el paso de los años.
La vida eterna
lo tendría todo, menos la pasión. Nada sería importante, porque podría repetirse;
nada sería urgente, siempre podría hacerse; nada tendría sentido, porque el
sentido lo otorga la finitud de la experiencia humana. ¿Cuántas vidas
alcanzamos a tener en el breve tiempo que nos toca? Algunas personas viven solo
una, y no es malo, porque conocen todos sus colores, todas sus estaciones y
pequeños placeres. Otras no conocen reposo: se pierden entre la infinitud de
vidas posibles y la irremediable finitud de las suyas. Las que no agotamos nos
persiguen siempre, se acuartelan en la nostalgia; pero las hay que se agotan, y
si no las abandonamos, nos congelan. Vivir mucho, sin embargo, no es pasar por
muchos lugares o sentidos: es hacerlo con la pasión, la conciencia y el deseo
de los que conocen la muerte.
La gente buena
la conoce. La bondad crece en su cercanía. La vida grande es aquella que
triunfa sobre la pequeña muerte; esa que llaman fracaso, soledad repentina, traición
o partida. Volver a nacer después de cada pequeña muerte es un acto heroico, y
en ese tránsito se descubren amigos y auténticos amores. Pero solo se vive
bien, si se muere bien. ¿Qué es el tiempo de una vida?, ¿qué significan 50 o
100 años en la insondable infinitud? No solo la vida necesita de un sentido, también
lo exige la muerte. “No me pongan en lo oscuro a morir como un traidor”, decía
Martí. Morir 10 años antes o después no extiende o disminuye la vida; pero
puede anularla. Morir en vida no es estar preso, como lo están Gerardo, Tony o
Ramón, como lo estuvieron René y Fernando. Otros murieron al pactar, al
abandonar la cárcel. Yo quiero morir bien, no importa si antes o después. Que
otros, entonces, canten mis canciones y calcen mis zapatos.
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