Mis padres, en los años 90
Enrique Ubieta GómezSe fue mi Mamá. Antes se había achicado, física y mentalmente. En los días finales, cuando decía que no podía respirar, sentía alivio si acariciaba su cabellera, blanca y sedosa. Entonces se recostaba en mi pecho, como una niña chiquita, a veces traviesa y tierna, a veces majadera o iracunda, todavía intuitivamente generosa, como madre al fin y al cabo. Sus ojos ya no veían bien, pero todo lo adivinaban. Se fue diez años después que Papá, casi exactamente. Pero esa década no cuenta, fueron años de sobrevida. Encontraba fuerzas en su hija necesitada, y se consumía necesitando.
A Mamá la educaron para ser ama de casa, con una preparación de resguardo: la de secretaria bilingüe. No tuvo más instrucción. Papá en cambio, ocho años mayor, estudió periodismo, leyes y economía. Ella no conoció más hombre que él: se hizo mujer y revolucionaria desde sus paradigmas. Crió a sus cuatro hijos mientras Papá brillaba como profesional y tardó en vencer los límites de su formación, pero cuando salió a la calle se transformó en huracán. Pese a su educación burguesa, no tenía para vender más que su fuerza de trabajo. Por eso fue absolutamente radical, impaciente e incansable. De recepcionista, llegó a ser en pocos años secretaria ejecutiva. Perteneció por muchos años a la dirección del CDR de su cuadra, y al de la Zona. Mi Papá, que provenía de una familia de clase media profesional, era sin embargo menos popular: un dirigente medio muy respetado y brillante, pero poco visible. Evidenciaba “rezagos pequeño-burgueses”, como se decía entonces. Se comunicaba de manera abierta con su familia ida, algo que siempre advertía a los jefes nuevos que sin embargo, le confiaban las tareas más sensibles. Nos bautizó a los cuatro, aunque el último de mis hermanos nació en 1966, no porque fuese un creyente devoto –era profundamente anticlerical–, sino porque “si uno de sus hijos se bautizó, se bautizan todos”, decía. Mamá tenía un hermano en México, pero este había roto con todo, incluso con ella.
Ambos (nos) formaron a sus hijos como revolucionarios: Papá desde la reflexión, Mamá desde la pasión. No significa que Papá no fuese apasionado, pero en él primaba el elemento racional. Cuando polemizo y aflora la parsimonia analítica de Papá, triunfo; la pasión de Mamá me pierde. Ninguno de los dos militó en el Partido, pero nos educaron a sus hijos para militar. Cuando ya estaban jubilados –Mamá en tareas cederistas, Papá en las comisiones voluntarias de los procesos electorales de base–, el núcleo zonal quiso hacerle el proceso de admisión a Mamá. Ella puso una condición: aceptaba si se le hacía también a Papá. Hubo acuerdo. El resultado fue sorpresivo: Papá arrastraba el veto de sus relaciones familiares y fue rechazado; Mamá, en cambio, recibíría el ansiado carné. Entonces ocurrió un hecho que tipifica y enaltece a Mamá: en la reunión en la que se le comunicaba el acuerdo expresó su emoción de militar, y de inmediato, su decisión irrevocable de renunciar a la militancia. Argumentaba que su formación revolucionaria se la debía a Papá, y que ella no podía acceder al Partido si él no estaba en sus filas. Cuando éste se enfermó, dejó todas las responsabilidades cederistas (que en determinado momento se convirtieron en el sentido de su vida) para dedicarse a él.
Fue una pareja unida que se amaba –Papá falleció unos días después de que el matrimonio celebrase el medio siglo–, aunque eran dos personas muy diferentes. Mamá fue una mujer práctica, explosiva e hiperquinética, y siempre lamentó que su esposo y sus hijos no fuesen personas hábiles para los oficios domésticos (carpintería, plomería, etc.). Llegó a entender a Papá (y por extensión, a mí), pero en el fondo de su alma, trabajar, lo que se dice trabajar, no era leer o escribir. A veces traté de imaginar su vida con otro hombre más apegado a su ideal. Pero esa era una idea que no pasaba por su mente: su amor era como ella, absolutamente pasional, alejado de cualquier reflexión. Y sentía orgullo de Papá y de nosotros, sus hijos, a quienes valoraba siempre como seres perfectos.
Mamá se consumió en el cuidado de su hija enferma y en la frustración de no tener a una compañera plena salida de sus entrañas. Ella y Lili se querían y necesitaban cada vez más, aunque peleaban por cada minucia de su cotidianidad. Quiso dejar todos los cabos atados para asegurar su vida. La noche anterior a su partida, larga y difícil, se quitó el anillo de bodas y el de Papá, que había usado a partir de su fallecimiento, y se los entregó a ella, “para que los guardes tu”, dijo, y no comprendimos que se despedía. Ya no está, aunque es difícil no verla caminar impaciente de un lado al otro de la vieja casa familiar. Ya no están, ninguno de los dos. Ahora son lo que somos.
Admirado Ubieta: Me ha conmovido al límite esta bella semblanza que devino homenaje a tu madre. Cuando un hijo es capaz de expresar tanta admiración, tanta ternura y amor por ese ser único que nos da la vida, la obra de una madre está cumplida.
ResponderEliminarTe abrazo fuerte, desde mi vacío huérfano, hubiera querido tener la oportunidad de decir, igual que tú, lo que fue y significó mi madre.
Una crónica salida de alma. Estamos a tu lado
ResponderEliminarHermosas palabras, amigo!!! ... Cuánto siento saberlo tan tarde!!! !Cuánto lo siento!!! Nunca es el tiempo de perder a quienes amamos, nunca!!! Lo único que puedo decirte: aquí estamos para tí...
ResponderEliminarQuerido Enrique, hace tiempo que no te leía y esta tarde he podido dedicar un rato a repasar los escritos que me perdí.
ResponderEliminarQuisiera expresarte el mucho bien que me ha hecho volver. Estamos escasos, en estos tiempos agitados, de reposo, calma, claridad, serenidad, pasión, bondad. Todo esto he encontrado aquí, como volver a respirar un aire limpio de naturaleza, como mojarme las manos en ese agua transparente y sencilla que tanto necesitamos a veces.
¡Gracias!