El domingo en la noche, mi amiga Arleen me entrevistó en su
programa de Radio Rebelde. La excusa era mi libro sobre el ébola y la epopeya
cubana en los tres países africanos afectados por la epidemia, pero la entrevista
se tornó más personal en su último segmento. Quedé insatisfecho con mis
respuestas: no es que algunas de sus preguntas fueran inesperadas –toda buena
entrevista las trae–, es que, sencillamente, algunas de esas preguntas no me
las había hecho yo antes.
¿Cuando me convertí en revolucionario?, preguntó. O más
exactamente, ¿cuando decidí que el sentido de mi vida sería la Revolución?
Fidel se hizo revolucionario en la Universidad, recordó, y el ejemplo me
sobrepasaba en todos los sentidos: a mí me hizo revolucionario Fidel, su
generación, que es la de mi padre. Desde mi adolescencia discutía con Papá de
política. Entonces usaba sus ojos. Su sabiduría me parecía insuperable. Pero,
¿dedicar mi vida a la Revolución? ¿No fue eso lo que hizo todo el pueblo de
Cuba, desde su humilde y heroica cotidianidad, sin declaraciones previas, con
la naturalidad de los consensos ineludibles? Algunos, es cierto, con mayor
conciencia que otros, y con mayor vocación o predisposición natural para la
política revolucionaria. Porque, sin dudas, hay espíritus conservadores (no
contrarrevolucionarios) y sentidos de vida muy puntuales, e igualmente
genuinos. Cada persona debe encontrar y defender el suyo.
Al terminar el Pre, yo solo pensaba en ser escritor, pero
eso no me invalidaba como revolucionario. La Revolución había desarrollado
nuestras individualidades, y nos decía que “la tarea” era ser un buen
estudiante y un buen profesional. Aunque visto así, las cosas se me ponen feas:
nunca fui un buen estudiante ni ocupé responsabilidades relevantes en las
organizaciones juveniles.
Pero Arleen contraatacaba: muchos de los que se asumían por
entonces como revolucionarios, demostraron no serlo después. Además, de lo que
se trata, o de lo que trataba la pregunta, era de una dedicación plena,
conciente, a los ideales, a la ética de la Revolución, que son los de la justicia social,
en Cuba y en el mundo: no es lo mismo comprenderla y seguirla –o incluso,
ocupar cargos en el país–, que ser revolucionario. El entorno de un
revolucionario no es solo su vecindad, ni se reduce a su país, es el mundo. Cierto.
También tuve o padecí mis exabruptos de adolescencia, más
cercanos a la vocación aventurera que a la revolucionaria, como aquel que nos
hizo expresar y argumentar en una carta alucinada, redactada por mí a los 16 o
17 años, la disposición de un grupo de amigos a dar clases en Angola, en plena
guerra. Recuerdo que el delirio, o las desmesuradas ansias de aventura, nos
indujo a enumerar capacidades y saberes imposibles a nuestra edad. No existía
aún el Destacamento Pedagógico internacionalista. La respuesta fue iracunda: no
habíamos contado con la dirección de la UJC en la Escuela Lenin. En fin, si la
Revolución está en el poder, no se puede ser revolucionario por cuenta propia.
Después me fui a estudiar a la Unión Soviética –no porque
venerara el socialismo de aquel estado multinacional, sino porque quería viajar
y conocer otras tierras–, y allí tuve el pelo largo y la libertad de decidir
cada minuto de mi vida. A mi regreso cumplí el servicio social en Camagüey.
Nunca fui seleccionado para ir a Angola, a ninguna de sus
misiones. En mis primeros años como profesional, retomé el camino de la
literatura. Casi nueve años en el Instituto de Literatura y Lingüística me
sirvieron para estudiar el pensamiento cubano y regresar a Martí. Sí, porque
primero estudié a Marx –soy graduado de filosofía marxista– y después a Martí.
En mi niñez leí la Edad de Oro y mi padre
fue un martiano de corazón, pero hablo de estudios, de sistematizar conocimientos.
Cuando se llega a Martí, ya no se abandona jamás. Martí es la fuerza centrípeta
de la cultura cubana.
¿Por qué, si se evitan las preguntas manidas, algunos radiooyentes esperan las
respuestas “correctas”? No puedo decir que en mi adolescencia o en mi primera
juventud hiciera juramento alguno de entrega a una causa: mi Cuba no era la de
los años cincuenta del siglo pasado, ni la Venezuela de los ochenta. Y yo, evidentemente,
no era ni Fidel ni Chávez. Sin embargo, en la dedicatoria de mi primer libro –publicado
en 1992 y consagrado al estudio académico de las ideas en Cuba–, escribí: “A Papá, que
entregó sus mejores años a la Revolución con lealtad y desinterés. A Edi, (mi
primer hijo) que también algún día juzgará mi vida”. En 1987 obtuve la
militancia del Partido, y en los años iniciales del Período Especial, fui
secretario del núcleo en aquel centro. Acababa de recibir el Premio UNEAC de
Ensayo.
Una estancia de tres meses en la URSS a finales de los
ochenta, me hizo comprender que aquel Estado se desmoronaba. Por eso nunca fui
perestroiko. Recorría la ciudad en bicicleta, de una punta a otra, y discutía, con
pasión, en defensa de la Revolución.
Cuando en 1994 me nombraron director del Centro de Estudios
Martianos, mi vida cambió. Del sosegado tempo académico –encuentros, una vez
por semana, y la entrega de textos de veinte o veinticinco cuartillas cada seis
meses–, pasé de manera abrupta al tempo político. El nombramiento coincidía con
el nacimiento de una revista cuyo nombre marcaba un sentido: Contracorriente, a contracorriente de
las tendencias vergonzantes y desencantadas, en defensa, a nuestra manera, de
las ideas revolucionarias. Revista soñada primero en la sala de la casa de un
amigo, como necesidad de participación política en el debate nacional e
internacional, pocos meses antes de mi llegada al Centro. Entré en el huracán
de la guerra de ideas: en Cuba se discutía el pasado, y cada contendiente lo hacía desde la atalaya de su proyecto de futuro. Mi vocación se activó. Era
imposible el regreso. Empecé mi tránsito hacia el periodismo, hacia un periodismo
de opinión que lo mezclaba todo: el ensayo, el artículo, la crónica, el
reportaje, la entrevista. Sigo pensando en la pregunta de Arleen, porque ella
quería que pusiera fecha a mi entrega, y yo no me levanté una mañana siendo más
revolucionario que la noche anterior. Los noventa nos redefinieron: perdimos la
piel, y cada cubano de mi generación anduvo en carne viva, con lo que traía por
dentro. Por eso cuando dejé el Centro, no pude regresar a la Academia. Era un
combatiente. Tomé la iniciativa –nadie pudo impedirlo ahora–, y ya que no estuve
en Angola, fui internacionalista por cuenta propia; con la ayuda de algunas
personas, casi sin dinero, recorrí Centroamérica y Haití junto a los médicos
cubanos. Así nació mi libro La utopía
rearmada (2002). Escribir, mi camino en la vida, se convertía ya
definitivamente en un arma de lucha política.
Al finalizar la entrevista, todavía quiso que dijera una
edad, la edad del salto, y acorralado por la mirada inquisitiva y seductora de mi amiga,
dije: después de los 30. Pero nunca hubo un salto, sino leves corrimientos
hacia la luz.
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