Hay embarcaciones y sueños de diferente calado. Hay utopías y anti-utopías. Se parecen tanto que pueden mover a los seres humanos a su destrucción. Hay utopías que inflan las velas del barco. Hay anti-utopías que lo paralizan, aún cuando los tripulantes crean avanzar en la espesa neblina. A veces, para aceptar una utopía, se necesitan largas y aburridas explicaciones. Y en ocasiones una simple imagen repetida, un deseo sutilmente provocado, nos lanza tras la anti-utopía. Me complace mucho proponer un relato del excelente escritor y amigo Jorge Ángel Hernández.
ÚLTIMA AGONÍA DE LA GARZA
Jorge Ángel Hernández
—Se llamará La Garza —dijo, con tal fuerza que nadie lo objetó a pesar de que ninguno recibió muy bien el nombre.
Suyos eran los tanques de sostén, las cuerdas, la brea, las planchas de plástico vidrioso, la madera preciosa, los avíos principales, la brújula, los mapas adecuados. Lo respaldaba una historia nebulosa de experiencias de pesca más allá de las aguas permitidas. Bajo sus órdenes la embarcación fue cobrando una forma definida.
—No habrá motores —advirtió, desde el inicio—; son un lastre inservible, de fácil detección por los radares.
Con finas cuerdas de nylon resistente y bien tejido ajustaron los tanques. Fue un esfuerzo tenaz y demorado, una y otra vez repetido, porque él les exigía que no quedara el más mínimo roce, que la tensión fuera exacta, precisa en la medida más sutil. Mientras, con madera preciosa se tallaba la quilla, el mástil y los remos, y unas planchas de plástico que parecían vidrio soplado conformaban el piso. Varias camas del pobre vecindario quedaron sin sus sábanas, orgullosos sus dueños de aportar para las velas. Habían inundado la calleja, cerrando toda posibilidad al poco tráfico posible. Una botella de alcohol rebautizado pasaba de una mano a otra, dejaba su marca en cada aliento, estimulaba chistes y piropos, convocaba míticas hazañas y futuros gloriosos, de insaciable abundancia.
Los paseantes, acostumbrados a contemplar las artesanías monumentales de las fiestas, paso a paso construidas, se detenían a mirar el laboreo. Algunos, desde luego, habían venido sólo para verlos, para comprobar con sus ojos lo que el rumor propagaba por el pueblo. El permiso de hacerse a la mar sin restricciones había lanzado al país a una febril actividad, mezclados todos, unos queriendo y otros dudando, mandando algunos y otros mandados a correr con tanta prisa, con ansiedad de escapar de la crisis insufrible. En las noches, algunas velas resistían el apagón y develaban pasajes de aquella singular embarcación que parecían fantasmas cansados de vagar entre las ruinas del mundo. Se narraban historias, invocaban a orishas e imágenes marianas y, cada vez, antes de irse a dormir, envueltos en el olor persistente del alcohol, lanzaban su oración a la virgen de la Caridad, patrona inestimable que debía guiarlos a buen puerto.
Siempre alguna idea, un previsor consejo, un presagio, un asunto pendiente, demoraban la orden de partida. Lista por fin, la embarcación recibía bendiciones, santiguos, despojos, y asombrados elogios por su ingenio. Más de un automóvil, lleno de curiosos en plena función de aprendizaje, había llegado hasta el barrio marginal, desde otros pueblos, a contemplar la obra. Sólo detalles faltaban y, en principio, los entusiastas constructores se aprestaron a vencerlos. Pero la desesperación cundió, y la exigencia de partir fue insostenible.
—Habrá que hacerse a la mar con favorables presagios —respondió a las primeras presiones.
—Si queremos perder, y encerrarnos quizás de por vida en ese paraíso de alimañas, podríamos partir en este instante —se enfrentó a las segundas exigencias—; pero, para llegar a la costa deseada, La Garza zarpará en el tiempo justo.
La desconfianza ganó fácil terreno. Lo tildaron de loco, de ateo, de aristócrata falso, de engreído. No una, sino varias botellas de alcohol de cruda alquimia recorrían los bordes de la embarcación, un coloso de viva artesanía en medio de la pobre calleja. El calor de la noche obligaba a salir de las precarias viviendas, todos muy ligeros de ropa y, no obstante, insistiendo en borrar la atroz temperatura con la fuerza del alcohol. En lo alto, más allá del lindero que cerraba al barrio, la casa de dos pisos se dormía en silencio, protegiendo la fe del caprichoso cuya leyenda le permitía demorar la partida hasta quién sabe cuándo.
En un rumor muy tenue vibró la decisión: se comenzó a conspirar. Para cada uno de ellos, los alistados y los no, sería imposible continuar la espera. La construcción era perfecta y en ella podían alejarse de todo, escapar de la crisis, gritar, a pleno antojo, Me cago en cualquier cosa. Lo importante era huir, porque huir se erigía en frase de orden, en verbo salvador, en perspectiva más real. No importa el riesgo, señores, nos iremos nosotros, y si ese loco no viene, allá él. Un susurro la voz, pero también una muestra de ebriedad.
En un puro secreto lo apoyaron. Lo siguieron. Tiempos de huir, parodiaban la consigna tomada de Martí.
La embarcación se llenó de tripulantes henchidos de entusiasmo, dispuestos a romper la adversidad de la espera. Debía partir, en ese instante, desde la misma tierra, travesía también los veinte kilómetros de remolque hasta la costa. Aperos y vituallas, bolsas de alimentos y vasijas con agua subieron en el acto, olvidando el silencio para siempre porque el palenque de salida, conservado por días de la humedad y la pura tentación, había emprendido su trayecto hacia el cielo en desafío perfecto al apagón.
De pronto, desde la casa de dos pisos, un reflector enorme iluminó la escena. La demasiada luz, atravesando las paredes que ella misma formaba con el polvo, sorprendió a todos, imponiendo un silencio inimitable. Por entre el chorro de luz divisaron la silueta, el cuerpo cuya sombra les permitía fijar allí la vista y sospechar que sus contornos venían del infinito.
—Es la señal —dijo.
Fue enorme el júbilo, su explosión justo antes de que la luz del reflector se retirase. Una zaranda de fuegos de artificio brotó de algún costado de la vía. El remolque emprendió su recorrido hacia la carretera, el reflector por delante, convertido en el faro de la tenaz embarcación cuyo nombre brillaba en los costados, cada letra adornando los extremos de un tanque. Los vecinos salieron a mirarlos, aquel torrente de luz a lo largo de las calles oscuras. Algunos aplaudieron, fanatizados ante el riesgo, otros gritaron insultos e improperios, reclamaron sus vívidos principios de patria aunque con hambre. Los menos, se burlaron, alejaron de sí los extremos tirantes de la lucha. El remolque avanzaba con paso de ritual, hacia la costa.
La madrugada se abría cuando por fin arribaron a la playa. La voz del audio pedía que desistiesen, en dudosa virtud de disuasión. Los primeros curiosos llegaron con sus cámaras, ansiosos de un nuevo reportaje. Cada balsa, cada bote, de remos o motor, se erigía en suceso. Los paseantes miraban, aplaudían, opinaban,... Algunos, repletos de entusiasmo, se lanzaban a atrapar la embarcación en el último momento, impulsados quién sabe por qué rabias.
La Garza, no obstante, era un suceso más; por la imponencia de su aspecto, por la mezclada multitud que la ocupaba, por la visión del capitán siempre mirando al horizonte, por lo ingenioso de la forma en que la harían avanzar sólo con fuerza humana. Su partida fue lenta, de tan precaria apariencia, que ninguno de aquellos fortuitos emigrantes se decidió a abordarla. Abundancia de fotos y tristes vaticinios la escoltaron. Esperaban, opinión casi unánime, que apenas en lo hondo se hundiría y que podrían filmarlos, retratarlos, dibujarlos, apresarlos con la visión del testigo y la esperanza del narrador espontáneo, en su regreso a nado, angustioso, tal vez en lanchas de rescate, no habría que exagerar. Pero La Garza creció en velocidad y muy pronto su estela se hundió en el horizonte. Cada uno, en ella, conocía su función, la había ensayado en los días de prepararse y deseaba, en verdad, hacerlo en vivo, sobre el mar, tan tranquilo ese día de la partida. Muy pronto, en la corriente, varias toninas saltaron jugando con la sombra del barco.
La voz del capitán se alzó para aplacar el miedo.
—Importante será cruzar esta corriente —advirtió.
Aún no llegaba la hora de dejarse arrastrar hasta el lugar preciso. El trabajo, la confianza en el hombre, y el oportuno ciclo del alcohol, les permitieron adaptarse con mucha rapidez al medio natural e, incluso, no perder la habitual velocidad. Los relevos entraban justo a tiempo, protegida la piel con cremas y sombreros, y el tiempo de descanso era exigencia. Sólo él, como un coloso, como un Ulises por siglos mejorado, parecía no dormir, siempre en su puesto de mando, siempre atento a cada peripecia, a cada tic de la brújula en el mapa.
En la rutina precisa transcurrieron los días y las noches, sin que el tiempo cambiase no más que hacia un chubasco o a una gasa de nubes de sombra agradecida. Al parecer, los guardacostas los habían ignorado totalmente y marchaban al puerto deseado, a la tierra de grandes promisiones, el capitán en su puesto, cumplidor en verdad de sus promesas. Los días y las noches; sin que el agua faltase; sin que ninguna reserva se agotara; sin que la intensa rutina les permitiera caer en la locura y, de ahí, en el envilecimiento. En las noches, el faro infatigable proyectaba su luz hacia delante, anunciando el avance, avergonzando a los fuegos de San Telmo que mal se dibujaban en el mástil.
—Es un viaje perenne —se dijeron a un tiempo, después de cien años de trayecto—; y él maneja las rutas en secreto.
—Se cree Moisés el muy cabrón —dijo un negro robusto, en un susurro tan bajo que sólo su compañero de remo lo escuchó.
—O Jasón, el muy nenito de su madre —acotó el otro, dando un golpe de más al duro remo.
La madera preciosa se quebró y el olor ascendió por todo el barco. Una inquietud general movió los rostros; despertaron los ojos hacia el mar y, por primera vez, un ardor leve se posó en la piel de cada cual.
—Es el olor de los bosques —dijo él, impávido en el mando: —Se han perdido.
El olor de los bosques, el monte, repitieron. Para apresarlo, para que no les faltara ni el más mínimo efluvio, quebraron cada remo, hasta hacerlos añicos inservibles, inhalando el serrín como viciosos. Después el mástil añorado en cada vuelta de sus giros tallados, en cada rítmico surco, cada veloz protuberancia. Como un manto de muerte, la vela blanca cayó sobre el verde tranquilo de las aguas, espléndida hacia el rumbo interminable, una alfombra gigante delante de la proa.
Hemos llegado por fin. Hemos llegado.
Fue la alarma; la voz que los llamó desde sí mismos. La vela blanca flotaba; develaba el camino; se extendía por fin hacia el puerto deseado. Nos esperan aquí, con esta alfombra, se dijeron, y se lanzaron, ansiosos de tener recibimiento. La bonanza espejeaba, esperando por ellos, llamándolos con su rostro de brillo inestimable. Cada uno corría a lo largo de la vela, de fondo el reflector como un coloso divino e inspirado, hasta perderse en las aguas apacibles como en esos filmes de mundos paralelos, poéticos, ignotos. Pero la vela insistía, permanecía tendida en la distancia, y todos la cruzaron, hasta el vacío, hacia la nada que el ser humano temerá por siempre. No se percataban, es cierto, de que allí sucumbían. El olor de los bosques les había destrozado los sentidos. Arrojando zapatos, ropas viejas, enseres ya remotos, corrían para que la abundancia los vistiese, les dejara probar las míticas comidas, los estridentes salarios que nunca han amasado.
En La Garza sólo su dueño miraba al horizonte, la silueta cortada, majestuosa delante de la luz de reflector. Al pairo esperó el amanecer, o tal vez no era al pairo, porque la vela había hallado una corriente y jalaba la nave hacia su rumbo. El plástico del piso se había roto y algunos tanques, desprendidos por fin, flotaban a lo lejos como queriendo también seguir la ruta. En los costados las letras se alteraban; subvertían el viejo nombre.
No había nadie en la orilla cuando el último tanque se estrelló contra las rocas y el capitán, náufrago al fin, aunque sin dejar de abrazar el faro enorme, quedó tendido sobre el diente de perro. Nadie, tampoco, se acercó a recogerlo. El cuerpo desmayado, como en otra sesión de efectos especiales, se fue desintegrando; el rostro inaprensible, el tórax poderoso, las piernas, los brazos, el esqueleto todo, hecho polvo de sal sobre la roca. Sólo el faro brillaba noche a noche, como un fantasma aburrido, constante en su misión de confundir a los botes que naufragan, de alentarlos a lanzarse al vacío donde La Garza se fue, según los diarios.
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