Tomado de La Calle del Medio 26
El mundo tiene límites; la fantasía no. Genios voladores, transformaciones mágicas, mesas que se llenan solas de comida, duendes que atraviesan las paredes, hadas que hacen desaparecer gigantes (o profetas que separan las aguas del mar con un bastón): los mitos y los cuentos apartan, con un sésamo o un abracadabra, los obstáculos que la geología y la historia colocan en el camino de los humanos. Perrault, los hermanos Grimm, Andersen, Hoffmann, eran grandes fantasiosos que se sacudían las estrecheces del mundo sublunar con ensoñaciones al galope. Pero hay que tener cuidado, porque también Jerjes, que mandó azotar el mar, era un fantasioso, y también lo era Tze Huan-Ti, primer emperador de China, que castigó a una montaña por cortarle el paso; y lo eran Hernán Cortés y Napoléon y Cecil Rhodes. También lo fue Hitler: “un Estado que en la época del envenenamiento de las razas se dedica a cultivar a sus mejores elementos raciales, tiene un día que hacerse señor del mundo”. Y un gran fantasioso es también, claro, el presidente de la multinacional Monsanto: “el glisofato es 100% biodegradable e inocuo para la salud”. Y lo es asimismo -grande, inmensa fantasía- Dominique Strauss-Kahn, el máximo dirigente del FMI: “es posible conciliar la protección social con el crecimiento económico”.
Olvidamos a menudo, en efecto, que vivimos en un mundo dominado, y no liberado, por la fantasía. Hace 70 años, el delirio de la pureza racial y la superioridad aria desbarató Europa y mató a 60 millones de obstáculos en todo el planeta. ¿Y qué pasa hoy con el capitalismo? ¿Derretir los glaciares, descorchar las montañas, perforar los fondos marinos cada vez más deprisa e ilimitadamente? ¿Liberar los vicios individuales para que produzcan bienestar general? ¿Confiar en una solución tecnológica que repare retrospectivamente todos los daños que los “medios de destrucción” ocasionan en su búsqueda de “crecimiento”? ¿Tener siempre un carro nuevo, una casa nueva, un cuerpo nuevo? ¿Estar a favor al mismo tiempo de la igualdad y la desigualdad, de los pobres y de los ricos, del derecho y de la tortura, de la democracia y de la dictadura? Cuando la fantasía, que ignora los límites, pedalea en el aire, sin medios para materializarse, recurre a la magia, como en los cuentos, y hace reír de gozo liberador. Cuando la fantasía, que ignora los límites, dispone de dinero, armas, policía -y aplica cálculos matemáticos y procedimientos racionales de organización y penetra en la tierra como los dientes de una excavadora- el mundo mismo, con sus árboles, sus montes y sus niños, cruje de dolor. Con medios grandes, como los que poseía Hitler, un sueño abstracto puede suprimir millones de criaturas concretas antes de chocar contra la pared; con medios enormes, como los que posee el capitalismo, la pared última, condición de toda existencia y también de toda ensoñación, está a punto de venirse abajo. A esta intervención material de la fantasía, a través del poder o la riqueza, los antiguos griegos la llamaban hybris , el exceso sacrílego, la insubordinación blasfema contra los límites humanos, y era castigada por los dioses con una catástrofe -una “revolución”- que devolvía el mundo a su equilibrio original. Los tiranos, los ricos, los fantasiosos ejecutivos acababan en el Hades haciendo rodar piedras o girando en ruedas de fuego.
El problema de la fantasía capitalista es que apenas si genera una fantasía contraria de justicia automática. Nos gusta, nos parece seria, nos resulta apetecible. Se nos antoja real. Es normal: el capitalismo, que gasta 1 billón de dólares en armas, gasta la mitad de esa cifra en publicidad -con sus carros circulando libremente por carreteras desérticas, sus imperativos terroristas de inmediatez pura y sus accesos mágicos a la salud, la belleza, el prestigio, la felicidad.
Lo contrario de la fantasía, que no reconoce límites, es la imaginación, encadenada a los guisantes y los pañuelos, una facultad muy antigua, muy modesta, muy doméstica, que ha sobrevivido en las circunstancias más adversas (¡incluso bajo el nazismo!) y que, como la memoria, está a punto de sucumbir a la fantasía mercantil. Mientras la fantasía vuela, la imaginación va a pie; mientras la fantasía pasa por encima de todas las criaturas, la imaginación tiene que enhebrarlas una por una para llegar más lejos. En sus trabajosos recorridos horizontales, de un guisante a un guijarro a un pañuelo a un juguete a un niño, empieza desde muy cerca y, por así decirlo, interesadamente: “ese niño podría ser mi hijo”. Luego, de cuerpo en cuerpo, vasta red ferroviaria, ya no puede detenerse y sigue rodando a ras de tierra hasta abarcar potencialmente el conjunto de los seres, que son incontables pero no infinitos .
¿Para qué sirve la imaginación? Básicamente para ponerse en el lugar exacto del otro y para ponerse en el lugar probable de uno mismo. Mediante la pedestre imaginación sentimos como propio el dolor o la felicidad de los demás: eso que llamamos compasión y amor. Bajo el nazismo, nos cuenta Tzvetan Todorov, hubo hombres y mujeres que, no pudiendo soportar el sufrimiento de los judíos, se subían de un salto a los vagones de la muerte (porque saltar al fuego puede ser también un acto reflejo) para compartir con ellos su destino. Pero la imaginación sirve también, al revés, para meter al otro en nuestro propio pellejo. En Madrid, en el año 2010, muchas personas duermen en la calle cubiertas por cartones y a medida que se agrave la crisis su número aumentará. Cuando pasamos al lado de una de ellas jamás se nos ocurre pensar que eso podría ocurrirnos también a nosotros sino que nos dejamos llevar por la fantasía absurda de que nuestros méritos o nuestros dioses excluyen por completo esa posibilidad. Para representarnos el dolor ajeno hace falta imaginación; para representarnos nuestro dolor, nuestra vejez, nuestra muerte futura hace falta también imaginación. Sin imaginación, como se ve, todo es fantasía; y la fantasía asegura los beneficios de Monsanto, la BP y el Banco de Santander, así como nuestra mansedumbre frente a su hybris destructiva.
Las leyes de la oferta y la demanda son injustas: diez hombres piden pan y el mercado da diez chocolatinas a uno solo. Pero es sobre todo una gran fantasía. Porque el mercado sueña irresponsablemente con una oferta infinita y porque -como decía Georgescu-Roegen, pionero en bio-economía- no tiene en cuenta la demanda de las generaciones futuras.
En un textito de 1908, el gran escritor hispano-paraguayo Rafael Barrett parafraseaba la famosa declaración de Montesquieu. Amar a los desconocidos, dar la vida por lo completamente ajeno, es lo más sublime a lo que uno puede aspirar. Está bien amar a la propia familia, pero es mejor el que se sacrifica por la patria, más grande y menos nuestra. Pero es mejor el que se sacrifica por la humanidad, más grande aún y más desconocida. Pero hay algo todavía mejor. Si hubiera -añade Barrett- “otra alma más alta y más profunda que en su seno abrazase el alma de la humanidad misma, el acto supremo sería sacrificar lo que de humano hay en nosotros a la realidad mejor”. Lo cierto es que esa realidad existe y no es Dios: es -concluye el escritor- “la humanidad futura”, cuyas demandas, en efecto, no caben en el mercado.
Esa humanidad futura, en todo caso, no nos es completamente desconocida. A través de nuestros hijos y nuestros nietos podemos ya imaginarla y seguirla generación tras generación, de peldaño en peldaño, con nuestro propio cuerpo, hasta por lo menos (es lo más lejos que yo he llegado) el año 14.825.
Lo raro -qué raro- es que a la fantasía destructiva del mercado la llamen realismo y a la preocupación por nuestros amigos y sus hijos la llamen utopía.
Olvidamos a menudo, en efecto, que vivimos en un mundo dominado, y no liberado, por la fantasía. Hace 70 años, el delirio de la pureza racial y la superioridad aria desbarató Europa y mató a 60 millones de obstáculos en todo el planeta. ¿Y qué pasa hoy con el capitalismo? ¿Derretir los glaciares, descorchar las montañas, perforar los fondos marinos cada vez más deprisa e ilimitadamente? ¿Liberar los vicios individuales para que produzcan bienestar general? ¿Confiar en una solución tecnológica que repare retrospectivamente todos los daños que los “medios de destrucción” ocasionan en su búsqueda de “crecimiento”? ¿Tener siempre un carro nuevo, una casa nueva, un cuerpo nuevo? ¿Estar a favor al mismo tiempo de la igualdad y la desigualdad, de los pobres y de los ricos, del derecho y de la tortura, de la democracia y de la dictadura? Cuando la fantasía, que ignora los límites, pedalea en el aire, sin medios para materializarse, recurre a la magia, como en los cuentos, y hace reír de gozo liberador. Cuando la fantasía, que ignora los límites, dispone de dinero, armas, policía -y aplica cálculos matemáticos y procedimientos racionales de organización y penetra en la tierra como los dientes de una excavadora- el mundo mismo, con sus árboles, sus montes y sus niños, cruje de dolor. Con medios grandes, como los que poseía Hitler, un sueño abstracto puede suprimir millones de criaturas concretas antes de chocar contra la pared; con medios enormes, como los que posee el capitalismo, la pared última, condición de toda existencia y también de toda ensoñación, está a punto de venirse abajo. A esta intervención material de la fantasía, a través del poder o la riqueza, los antiguos griegos la llamaban hybris , el exceso sacrílego, la insubordinación blasfema contra los límites humanos, y era castigada por los dioses con una catástrofe -una “revolución”- que devolvía el mundo a su equilibrio original. Los tiranos, los ricos, los fantasiosos ejecutivos acababan en el Hades haciendo rodar piedras o girando en ruedas de fuego.
El problema de la fantasía capitalista es que apenas si genera una fantasía contraria de justicia automática. Nos gusta, nos parece seria, nos resulta apetecible. Se nos antoja real. Es normal: el capitalismo, que gasta 1 billón de dólares en armas, gasta la mitad de esa cifra en publicidad -con sus carros circulando libremente por carreteras desérticas, sus imperativos terroristas de inmediatez pura y sus accesos mágicos a la salud, la belleza, el prestigio, la felicidad.
Lo contrario de la fantasía, que no reconoce límites, es la imaginación, encadenada a los guisantes y los pañuelos, una facultad muy antigua, muy modesta, muy doméstica, que ha sobrevivido en las circunstancias más adversas (¡incluso bajo el nazismo!) y que, como la memoria, está a punto de sucumbir a la fantasía mercantil. Mientras la fantasía vuela, la imaginación va a pie; mientras la fantasía pasa por encima de todas las criaturas, la imaginación tiene que enhebrarlas una por una para llegar más lejos. En sus trabajosos recorridos horizontales, de un guisante a un guijarro a un pañuelo a un juguete a un niño, empieza desde muy cerca y, por así decirlo, interesadamente: “ese niño podría ser mi hijo”. Luego, de cuerpo en cuerpo, vasta red ferroviaria, ya no puede detenerse y sigue rodando a ras de tierra hasta abarcar potencialmente el conjunto de los seres, que son incontables pero no infinitos .
¿Para qué sirve la imaginación? Básicamente para ponerse en el lugar exacto del otro y para ponerse en el lugar probable de uno mismo. Mediante la pedestre imaginación sentimos como propio el dolor o la felicidad de los demás: eso que llamamos compasión y amor. Bajo el nazismo, nos cuenta Tzvetan Todorov, hubo hombres y mujeres que, no pudiendo soportar el sufrimiento de los judíos, se subían de un salto a los vagones de la muerte (porque saltar al fuego puede ser también un acto reflejo) para compartir con ellos su destino. Pero la imaginación sirve también, al revés, para meter al otro en nuestro propio pellejo. En Madrid, en el año 2010, muchas personas duermen en la calle cubiertas por cartones y a medida que se agrave la crisis su número aumentará. Cuando pasamos al lado de una de ellas jamás se nos ocurre pensar que eso podría ocurrirnos también a nosotros sino que nos dejamos llevar por la fantasía absurda de que nuestros méritos o nuestros dioses excluyen por completo esa posibilidad. Para representarnos el dolor ajeno hace falta imaginación; para representarnos nuestro dolor, nuestra vejez, nuestra muerte futura hace falta también imaginación. Sin imaginación, como se ve, todo es fantasía; y la fantasía asegura los beneficios de Monsanto, la BP y el Banco de Santander, así como nuestra mansedumbre frente a su hybris destructiva.
Las leyes de la oferta y la demanda son injustas: diez hombres piden pan y el mercado da diez chocolatinas a uno solo. Pero es sobre todo una gran fantasía. Porque el mercado sueña irresponsablemente con una oferta infinita y porque -como decía Georgescu-Roegen, pionero en bio-economía- no tiene en cuenta la demanda de las generaciones futuras.
En un textito de 1908, el gran escritor hispano-paraguayo Rafael Barrett parafraseaba la famosa declaración de Montesquieu. Amar a los desconocidos, dar la vida por lo completamente ajeno, es lo más sublime a lo que uno puede aspirar. Está bien amar a la propia familia, pero es mejor el que se sacrifica por la patria, más grande y menos nuestra. Pero es mejor el que se sacrifica por la humanidad, más grande aún y más desconocida. Pero hay algo todavía mejor. Si hubiera -añade Barrett- “otra alma más alta y más profunda que en su seno abrazase el alma de la humanidad misma, el acto supremo sería sacrificar lo que de humano hay en nosotros a la realidad mejor”. Lo cierto es que esa realidad existe y no es Dios: es -concluye el escritor- “la humanidad futura”, cuyas demandas, en efecto, no caben en el mercado.
Esa humanidad futura, en todo caso, no nos es completamente desconocida. A través de nuestros hijos y nuestros nietos podemos ya imaginarla y seguirla generación tras generación, de peldaño en peldaño, con nuestro propio cuerpo, hasta por lo menos (es lo más lejos que yo he llegado) el año 14.825.
Lo raro -qué raro- es que a la fantasía destructiva del mercado la llamen realismo y a la preocupación por nuestros amigos y sus hijos la llamen utopía.
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