Jorge Ángel HernándezEl artículo
“Sobre libertad y liberalizaciones”, de Orlando Márquez, (
Palabra Nueva, Revista de la Arquidiócesis de La Habana, No. 198, julio-agosto de 2010) estuvo a punto de seguir el tobogán de la carpeta de elementos eliminados sin que le dedicara una somera lectura. Pero la conjunción de azares lo retuvo en mi buzón de correos hasta que hallara en el blog
La Isla desconocida, del ensayista Enrique Ubieta,
una contundente réplica. ¿Es posible que una publicación seria deje pasar afirmaciones a tal punto carentes de sustento, no ya procedente de las Ciencias Sociales, sino del conocimiento general, enciclopédico? Al leerlo, comprendo que Ubieta sólo se dedicó a revelar una arista básica del problema: su intención de recuperar la legitimación del capitalismo mediante maneras de aprehensión popular que como saber se expresan. El artículo de Márquez se enfrasca, como lo demuestra con exactitud Ubieta, en confundir. Y no sólo confunde en cuanto a su proyección ideológica, camuflada de la desideologización tópica de la vertiente posmoderna que se ha fagocitado, sino que cambia las piezas en el tablero de la historia y altera la esencia de los conocimientos.
Y aunque ello es evidente sólo con pasarle la vista, dado que la asistencia a pobres y mendigos tienen en la historia inglesa un curso ineludible, me detuve a revisar el índice y algunos subrayados de la
Historia del Trabajo Social, de Ezequiel Ander-Egg, manual con varias ediciones en España, América Latina y, en específico, Cuba. Allí está todo el proceso, desde las “protoformas” hasta la década del 70 del siglo XX en nuestro continente, pasando por las obras de Juan Luis Vives, San Vicente de Paul y Mary Richmond, ninguno sospechoso de “dogmas del materialismo”.
De inmediato, y previendo que acaso un punto de vista que con tanta singularidad se presenta optara por la libre elección de no tener en cuenta semejante fuente, me fui a la
Wikipedia, donde abundan los datos, explicaciones y facilitaciones de enlaces externos para saber un poco del asunto. Lo curioso es, incluso, que la mayoría de esas fuentes son raigalmente weberianas, antimarxistas, de las que hubiera podido beberse con tranquilidad científica. Obviamente, un ejercicio de esa índole hubiese mutilado la intención de trastocar los símbolos y de resignificar los hechos en un contexto más amplio del saber. Se hubiera puesto en riesgo, desde luego, el ejercicio directo de la contrapropaganda política, que no socioeconómica. Para visiones con este grado de inspección, es importante concentrarse en síntomas, no en causas, ni, mucho menos, en circunstancias concretas de la historia global.
Así que, sin salirme de las fuentes apuntadas, aunque con un inevitable fondo marxista, método básico de composición de mi propio, individual y libre punto de vista, me detuve a pergeñar al menos otra arista del caso.
En
De subventione pauperum, conocido como
Tratado del Socorro de los pobres, el humanista español Juan Luis Vives (1492-1540) afirma que los pobres “han de considerar que la pobreza se la envía un Dios justísimo por un oculto juicio, que aun a ellos es soberanamente provechoso, quitándoles el sebo de los vicios y dándoles ocasión para practicar más fácilmente la virtud. De modo que no solamente debe ser sobrellevada con resignación, sino abrazada con alegría, como un don de Dios. Vuélvanse al Señor, que les ha tocado con una clara prueba de su amor, pues a quien ama castiga”. Para este humanista español la causa de la pobreza se hallaba en el pecado, motivo de la inversión que, por castigo divino, la constitución humana emprendiera. No obstante, y aun para Vives en 1526, la necesaria misericordia que debía ser llevada a los pobres sobrepasaba el concepto del dinero para extenderse hasta los de consejos, presencia corporal, palabras, fuerza, trabajo y asistencia. O sea, que la ayuda a los pobres, a pesar de que eran considerados un inevitable afeamiento del ornato, respondía a una cristiana necesidad de socorrer, antes que a un libre albedrío que en potencial de libertad se ejerce.
Estaba Vives tan claro del alcance y consecuencia de las diferencias de clase, que en esa misma obra, extendiendo su ayuda hasta los ricos, escribió:
“Ni tampoco conviene que midamos nuestras necesidades de tal manera, que contemos entre las necesidades el lujo y el desperdicio, como vestir sedas y brocados, resplandecer de oro y pedrerías, andar rodeado de una gran muchedumbre de sirvientes, comer opíparamente todos los días, jugar intrépidamente largos caudales. Y porque nadie se lisonjea a sí mismo de que si tiene mucha hacienda, también dé a los pobres mucha limosna, debemos estar avisados de que no es aceptable a Dios la limosna que del sudor y hacienda del pobre arrebató al rico. ¿Qué significa el que tú, por medio de engaño, de impostura, de robo, de violencia, hayas despojado a muchos de lo que esparces sobre pocos y que hayas sustraído mil por dar ciento? En este punto, piensan mucho satisfacer cumplidamente si con todas sus grandes presas o fraudes redímense con dar a los pobres una migaja o con ella edifican alguna capilla, poniendo allí su escudo de armas, o adornan algún templo con vistosas vidrieras o, lo que es más ridículo, entregan una cantidad al confesor para que los absuelvan.”
De acuerdo con Vives, aquellos mendigos sin casa que no expusieran una clara, justificada causa de su ejercicio de mendicidad, debían ser compelidos a trabajar y, de negarse a hacerlo, ser encarcelados. Así, la libertad de los mendigos se ve coartada, bastante antes del marxismo, por la decisión de un humanista que se preocupa por transformar la sociedad en que vive. Enfermos, ancianos, niños y ciegos, tienen destinos que cumplir en la visión de Vives. Es decir, y teniendo en cuenta que, hoy mismo, la libertad llega a ser entendida como la posibilidad de comportarse a libre instinto, son privados de su libertad de no aportar a la sociedad. Basándose en Platón, Vives acusa a la propiedad de ser la causa principal de la pobreza y supone ideal eliminar de las relaciones humanas los conceptos “tuyo” y “mío”. Se defendía, precisamente, de aquellos que asegurarían que, con sus medidas, a los pobres se les estaba expulsando, arguyendo que de lo que se trataba era de que fueran “tenidos como hombres”. Tanto los pobres que no quieren salir de su desidia, como los que manejan el dinero de los pobres, aparecen como opositores a sus ojos. Las clases sociales no son, pues, una sugerencia de ningún analista, sino un fenómeno vivo que se desarrolla aceleradamente gracias a las condiciones del capitalismo. O sea, al crecimiento de la separación entre productor y medios de producción que ha de conducir a la cada vez más creciente acumulación y concentración de capital.
De entre las ventajas que Juan Luis Vives asegura alcanzar con su sistema de atención, apunto dos: la reducción de robos, maldades, latrocinios, agresiones, asesinatos, tercería y hechizos; y dar “religión” y “libertad” a muchos. La revolución industrial, que trae aparejado un nuevo concepto de libertad y una más justa valoración del pensamiento individual, sustentado por las concepciones burguesas revolucionarias, lo cual fue investigado, demostrado y explicado, (que no sugerido) por Marx, implica también una profunda escisión de las clases sociales, una en posesión de los bienes de producción, “gozando casi todas las ventajas que los inventos modernos proporcionan tan abundantemente; la otra, en cambio, compuesta de indigente muchedumbre de obreros reducidos a angustiosa miseria”, como lo consigna, no Marx, ni Engels, sino el Papa León XIII (1810-1903; papado: 1878-1903) en la Encíclica Rerum Novarum.
La Ley de Pobres, creada precisamente en Inglaterra en 1601, bajo el reinado de Isabel I, devenida de sucesivas leyes anteriores, como la de la peste negra, de Eduardo III (1350), o la Tudor (Enrique VII, 1495—Enrique VIII, 1535) responde a la necesidad de “crear, controlar y proteger los fondos asignados o donados para caridades”. Se creaba con ella un sistema administrado a nivel parroquial, cuyos pagos provenían de la recaudación de tasas locales. Así, los mendigos que fueran considerados capaces, y que a trabajar se negaran, eran a menudo ubicados en Casas de Corrección, o golpeados con el objetivo de enmendarlos.
¿Por qué la repentina, equivocada idea, de forzar a los sin casa a pernoctar en el lugar de asistencia, corresponde a una lastrante concepción marxista? ¿Por qué el totí, es decir, el materialismo revolucionario cubano, paga las culpas de esas quince personas (nótese: son muy pocas, lo que avala el modelo, contrapuesto, de país libre) que por propia voluntad son vagabundos en York, Reino Unido? ¿Por qué se obvia que tampoco aquí son obligados a permanecer en los asilos?
Justo la práctica del capitalismo deja sin efectividad las medidas para que la ley isabelina consiga feliz aplicación, al punto de que, para algunos, era negocio seguir ejerciendo de mendigo. ¿Cómo no recordar la antigua película (aunque no tan antigua como para ser del siglo XIX) Dios se lo pague, en la que el personaje interpretado por Arturo de Córdova se enriquece con la mendicidad? Virtudes del sistema, a qué dudarlo.
La reforma de la Ley de pobres, en 1834, también heredera de sucesivos intentos de mejoría, se fundamenta en dos aspectos: la norma de menor elegibilidad y el internamiento obligatorio en las workhouses. Y esta línea asistencial duró hasta la creación del estado de bienestar, en 1948.
La idea de llevar a los asistenciados a las casas que controlan la asistencia proviene, entonces, de prácticas continuas que surgen en la historia inglesa, de modelos de operatividad social que, aun reconociendo el crecimiento de las diferencias clasistas, no se atrevían a imponerle un vade retro, y no de la teoría marxista de la división clasista, gracias a la cual se llama a la emancipación de los pobres y a la progresiva eliminación de la pobreza. Es decir, a construir —construir, edificar, modelar humanamente, y no levantar por arte de magia o divina creación— una sociedad que busque el equilibrio, que imponga la responsabilidad social conjuntamente con la solución de las necesidades y las diferencias individuales, que no condene a determinados estatutos matrimoniales, o a determinadas renuncias en este sentido, a quienes la defienden y la impulsan, por poner solo un jemplo. La construcción de una sociedad justa, sistémicamente opuesta al crecimiento de las diferencias de clase (lo cual no implica, insisto, que por arte de magia se eliminen las diferencias sociales, ni tradiciones culturales que como clase se desmarcan), lejos de ser un objetivo caduco, es una meta a alcanzar con sacrificio, con buena voluntad, capacidad de renuncia y, ¡ojo!, con la superación del egoísmo y de la suplantación colectivista. No depende, entonces, de errores de apreciación, sino de concepciones de trabajo. No obstante, la ilusión de libertad que el empleado adquiere justo en los marcos del capitalismo es a tal grado fuerte, que el electorado cree que en verdad cambia a su antojo presidentes y partidos. Las fórmulas alienatorias sazonan la felicidad de vivir en complaciente alienación. Por eso es posible hablar de libertad, de libertad de expresión, de democracia, sin que se interrogue la esencia del concepto. Por eso, por demás, las ilusiones perdidas no se pierden.
En fin, que el verdadero antónimo de saber es ignorar, tanto para el empleado como para quien en analista se convierte. Desconocer la historia de un país, y del fenómeno específico que de momento y en relatoría apremiante se observa, acaso deslumbrado por el desarrollo, no lleva si no a un galimatías en el que los efectos y las causas ni se buscan ni se encuentran, algo en lo que Marx, por lejos que estuviese del acierto, tuvo la decencia de no incurrir. Si el capitalismo condiciona el crecimiento de las diferenciaciones sociales, sobre todo entre empresarios y empleados, mercantilizando a destajo el trabajo y la cultura, y el socialismo impone, con su dictadura del proletariado, un inmediato despliegue horizontal de las posibilidades de acceso a los recursos de todos, para avanzar hacia la eliminación de las contradicciones antagónicas de clase, la diferenciación clave sí está entre capitalismo y socialismo, entre libertad para vender la condición de asalariado y productor que forma parte de la sociedad que de los medios de producción dispone. Son conceptos esclarecidos, en efecto, desde el siglo XIX, pero hasta hoy no resueltos por las democracias electorales ni por los publicitados estados de bienestar. Conceptos cuyo avance mayor corresponde justo a las satanizadas repúblicas comunistas, con todo y sus errores. La seguridad social, que hoy se elimina a bocanadas por causa de la crisis cíclica del capitalismo en expansión imperial, que reedita y a paso ligero va superando a la de 1929, en el también lejano siglo XX, se redistribuye en el interior de un socialismo bloqueado, hostigado por guerras de invasión del tipo de generación cuarta. Y esto se hace, justamente, porque lo que sí importa, porque lo único que importa cuando se enfocan síntomas sin causas, es no acentuar las diferencias entre capitalismo, socialismo y comunismo. ¿Qué extraños lazos conectan la libertad de los mendigos de York con las restricciones del cuentapropista cubano? El final de este misterio se halla, se declare o no, en la añoranza del neoliberalismo, modelo con el que se cierra, por declive insalvable, la expansión imperialista a escala global. La vocación de empresarios de un 11% de los ciudadanos del planeta, les ha llevado a poseer nada menos que el 80% de todos los recursos mundiales.
¿Debe regresar, para nosotros, los cubanos de dura cabeza, de anticuadas concepciones marxistas, la libertad de esparcir pobres por las calles, de rendir culto a la libertad de no tener otra opción que ser desposeído, de desangrarse por un salario nominal que cada vez adquiere menos categoría de real, de entregar la mayoría de nuestros recursos a una contada minoría?
La respuesta es, por supuesto, libre. Pero la elección condiciona, quiérase o no, los presupuestos éticos, morales, y la capacidad humana misma, de quien se coloca a un lado u otro.