“Sólo la moralidad de los individuos
conserva el esplendor de las naciones.”
José Martí.
Carlos Rodríguez Almaguer
Cuando José Martí afirmó que un hombre no es más, cuando más es, que una fiera educada, estaba viendo en las esencias mismas del género humano. Si en sus repetidas y dolorosas referencias a la dicotomía hombre-bestia que marca como un estigma la azarosa existencia humana, el Apóstol advierte que esa lucha comienza al nacer y no acaba sino con la muerte, también confiesa, poniendo por delante su propia experiencia, que en vencer los poderosos desafíos que esta doble condición plantea a cada individuo, está el sentido último de la vida. Nuestra misión consiste en ir matando fieras, expresará tajante.
Para él, en la vida no hay más que un goce real: el de cavarse en la roca hueco holgado, el de triunfar de la casualidad indiferente; el de ser criatura de sí mismo. Pero declara que si bien todo hombre lleva en sí una fiera dormida, el hombre es a la vez una fiera admirable porque le es dado llevar las riendas de sí mismo; y esas riendas son la educación y la cultura. Con estas dos riendas-herramientas, cada hombre debe forjar su voluntad, que actuará como freno, junto a las leyes y a la fuerza, de los instintos naturales (biológicos) que vienen con la fiera. Y en la lucha perenne entre esta voluntad acendrada y los cada vez más poderosos instintos naturales, se forja el carácter individual que es, en suma, el sello intransferible con que cada criatura humana marca su paso por la vida. Nada, sino una fiera medio humana, o un humano medio fiera, es un hombre sin carácter.
Si partimos de la manera en que la ética cubana asume a la justicia como “sol del mundo moral”, al decir de Don José de la Luz y Caballero, entonces comprenderemos mejor por qué Martí hace tanto énfasis en que el cuidado permanente de la dignidad personal es, al mismo tiempo, el primer e imprescindible paso para el cuidado de la dignidad de la patria y el primer acto de justicia que nos debemos a nosotros mismos y a la humanidad. Nadie puede dar lo que no tiene ni defender aquello que ignora. Por eso para poner paz en el mundo debemos primero poner paz en el espíritu del hombre que promueve, prepara y desarrolla las guerras y todos los demás actos injustos que cada día comete contra sus semejantes y contra sí mismo. Así en lo militar como en lo económico, ambiental, religioso, social o político, la ética es la fuente de la decencia personal y pública, porque es la expresión de la voluntad y la fuerza individual y colectiva para embridar a tiempo las pasiones de manera que la bestia cese y dé paso a lo mejor del hombre: su humanidad, que es espíritu y razón en equilibrio.
Mucho hablan a diario los medios informativos y desinformativos de las crisis económicas, políticas, sociales, humanitarias, etc., sin embargo la principal de todas ellas es la crisis ética, porque subyace en la génesis de todas las demás. Allá en lo hondo de cada una de esas crisis están las injusticias cotidianas, pequeñas y grandes injusticias cometidas siempre por los hombres, propiciadas o alimentadas por ellos cuando intervienen las fuerzas de la naturaleza.
En el actual estado de las relaciones sociales, todo el que no haga cuanto esté a su alcance por preservar en sí y en su entorno la ética universal, esencialmente humanista, es cómplice de la injusticia que, dando riendas sueltas a su parte bestial, comete el hombre cada día contra la especie humana y la naturaleza, es decir, contra sí mismo. Crecer desde lo individual, para contribuir al crecimiento de las sociedades humanas, será quizá, la única esperanza que tenga todavía, antes de la catástrofe final a la que marcha a pasos de gigante —enajenada e impasible—, nuestra enceguecida y atolondrada especie.
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