domingo, 24 de agosto de 2014

La guerra y la Ucrania que yo conocí

Edificio principal de la Universidad Taras Schevchenko de Kíev, donde radicaba la Facultad de Filosofía. Vista desde el parque del mismo nombre.
Enrique Ubieta Gómez
Durante los últimos meses he seguido con angustia la guerra fratricida en Ucrania. Muchas personas me han preguntado si no me animo a escribir sobre esos acontecimientos. Pero no había podido distanciarme lo suficiente, la tristeza me paralizaba. Soy uno de los miles de jóvenes cubanos que estudiaron su carrera universitaria en ese país, cuando formaba parte de la Unión Soviética. Aunque fui, como todos, novio por un tiempo de una  kievlana (de nacionalidad rusa, aunque había nacido y vivía en Ucrania; una manera de entender la nacionalidad “por la sangre”, que es propia de los estados del Viejo Mundo y muy diferente a la nuestra), me uní después a una estudiante cubana con la que tuve mi primer hijo, que nació por cierto en Kíev.
La capital ucraniana fue el centro de la civilización que engendró a los modernos rusos, bielorrusos y ucranianos, la capital de una federación de tribus eslavas orientales denominada la Rus de Kíev, que existió desde mediados del siglo IX hasta el siglo XII. Durante mis años de estudio, la vieja capital celebró su cumpleaños 1 500 (cuando se fundaron las primeras villas en Cuba, ya Kíev tenía una historia de más de mil años). Sus iglesias y monasterios son las edificaciones más antiguas, porque las construcciones civiles de aquella lejana época eran de madera, el mejor antídoto al frío, y sucesivas guerras incendiaron y destruyeron ese legado. Pero la ciudad es hermosa, amable.
Los estudiantes cubanos supimos allí lo que son las estaciones del año. Recuerdo la euforia de la primera nevada de nuestras vidas, el descubrimiento de que la nieve cae en pequeñísimos cristales de múltiples formas –hay veces la temperatura no es aún la suficiente y se derriten al caer, mojándonos como la lluvia, pero otras, puede uno capturarlos y observarlos con detenimiento–; la decepción inicial con la primavera que se presenta como fango, provocado por la lluvia y el deshielo, pero que luego sorprende al distraído que no se ha fijado en los retoños, pequeñísimos, con una súbita irrupción de hojas y flores por doquier; los veranos, de un calor seco, desconocido, alegre porque se acaba el curso escolar y las personas caminan mirándose a los ojos, con ropas ligeras, descubriendo en el entorno urbano los detalles arquitectónicos de los pisos superiores de cada edificio, que hasta entonces no se habían visto (en invierno se camina contraído, mirando a los pies) y por fin, las siluetas auténticas de las muchachas que nos han acompañado en las horas de estudio; pero los otoños eran particularmente hermosos en Kiev: una ciudad llena de alamedas y de parques, que estallaba en los colores de la muerte, singularmente bellos en los matices del dorado, el amarillo y el marrón, y llenaba sus aceras de hojas gigantes. Dos sonidos duermen en mi memoria como tesoros de juventud: el de las pisadas en la nieve (que es como pisar maisena) y el insistente graznido de los cuervos. Un monumento en una de sus plazas homenajeaba a un ucraniano quizás polémico: Bogdán Jmelnitsky. Fue un líder cosaco que se rebeló frente al dominio polaco-lituano, y firmó un pacto de integración con el zar ruso. Es decir, que un año después de finalizados mis estudios, la ciudad y todo el país celebró –más allá de cualquier opinión favorable o no sobre la decisión de Jmelnitsky y sus seguidores– el 300 aniversario de la unión moderna de Rusia y Ucrania. La llamada Gran Guerra Patria frente al nazi fascismo, hay que decirlo, había sellado también la unión, en la muerte y en la victoria, de rusos y ucranianos.
Kiev era ruso parlante, aunque un por ciento no despreciable de su población se entendía en ucraniano. En el mercado agropecuario los vendedores que llegaban de las zonas rurales del oeste, solo se expresaban en ese idioma. Pero a pesar de que los letreros de los establecimientos públicos no oficiales en la ciudad estaban en ucraniano (los oficiales, en los dos idiomas), el ruso dominaba. La no confiable Wikipedia, sin embargo, lo ratifica: “Según una encuesta del año 2006, el ucraniano se utiliza en los hogares de Kiev por un 23%, frente a un 52% que dice utilizar la lengua rusa y un 24% que utiliza ambos idiomas”. El ruso y el ucraniano –discúlpeseme el símil, probablemente absurdo– son lenguas tan parecidas y tan diferentes como el castellano y el portugués. Las clases en la Universidad se impartían en ruso, aunque algunos profesores nacionalistas lo hacían en ucraniano –a contrapelo de las indicaciones del Rector–, para disgusto de muchos estudiantes soviéticos (y de nosotros, claro) que apenas hablaban esa lengua. Entre los estudiantes, también había nacionalistas ucranianos.
Una leve, casi imperceptible –para ojos no avisados– tensión, se respiraba entre los de uno u otro origen. En mi grupo no eran pocos los estudiantes nacidos en Kiev u otras ciudades de Ucrania, cuyos pasaportes indicaban que pertenecían “por sangre” a otras nacionalidades soviéticas o europeas (el pasaporte soviético marcaba varios acápites para nada congruentes: lugar de nacimiento y de residencia, nacionalidad y ciudadanía, de manera que usted podía haber nacido en Georgia –y haber vivido su niñez allí–, ser alemán y ciudadano soviético, pero residir en Ucrania, con esposa ucraniana e hijos que heredaban una nacionalidad ajena al lugar en que nacían); para estos, el idioma ruso era el elemento unificador. Lo que podía ser mal percibido en las ex colonias del imperio ruso. Y mal asumido por algunos nostálgicos ex colonialistas (el llamado nacionalismo ruso, que en la actualidad juega un importante papel unificador en esa gran nación, no es ajeno al espíritu imperial). ¿Qué acápites diferenciadores marcarán en la actualidad los pasaportes de la nueva Ucrania?
Pero el nacionalismo ucraniano, frente al nacionalismo ruso de matriz cristiano ortodoxa, se refugiaba en una pretendida occidentalidad. En la época soviética se expresaba en muchos casos –y era alentado así por Occidente– como oposición al socialismo. Cuando la Unión Soviética se desintegró, Ucrania alcanzó una independencia que nunca había disfrutado, más que en brevísimos períodos de su historia moderna. Heredaba espacios de territorio que habían pertenecido a Polonia y a otros estados limítrofes –algo usual en el contexto europeo–, y la península de Crimea, cedida en 1954 por Rusia, obsequio de un Secretario General ucraniano del PCUS. En mis años de estudiante visité la hermosa ciudad de Lvov, al oeste del país, y comprobé en su cementerio que las lápidas mortuorias más antiguas están escritas en polaco. Una vez constituida en República independiente, el ucraniano se convirtió, como era lógico, en la única lengua oficial y obligatoria del país, aunque en las calles una gran parte de la  población seguía hablando en ruso.
Unos economistas cubanos, condiscípulos de la Universidad de Kiev, regresaron a la ciudad como representantes de una empresa cubana. Me contaron a su regreso que en las reuniones oficiales estaba prohibido hablar en ruso. A duras penas se entendían con la contraparte ucraniana en un inglés chapucero que ninguno –de aquí o de allá– hablaba bien. Cuando finalizaba la reunión eran invitados a tomarse unos tragos en un ambiente distendido y extraoficial; entonces, al fin, todos se explayaban en ruso, y en esa lengua se aclaraban las dudas. A diferencia de la embajada rusa en La Habana, que mantiene una relación estable con las decenas de miles de ex estudiantes cubanos que pasaron por sus universidades, la de Ucrania nunca se interesó por convocar a sus discípulos. La situación resultaba ambigua: habíamos estudiado en territorio ucraniano, guardábamos hermosas vivencias de juventud en aquel país, muchos incluso se habían casado con ucraniano(a)s, pero hablábamos ruso, no ucraniano.
Guardo una última foto en Kiev, a dónde regresé por unos días antes de que dejara de ser parte del sueño soviético: me encontraba entre las fuentes de la hoy Plaza de la Independencia –entonces era Plaza Lenin y su estatua, frente al entonces hotel Ucrania presidía la explanada–, donde se iniciaron los motines auspiciados en plena calle por emisarios estadounidenses. La guerra entre los nacionalistas del oeste (instigada por los magnates ucranianos cuya fortuna está en Occidente y el imperialismo norteamericano, que desea acorralar a Rusia) y los pro rusos, en su mayoría de ese origen nacional (cuyos representantes en el Gobierno eran también magnates cuya fortuna se encuentra en Rusia), es fratricida. El ruso y el ucraniano son pueblos de una misma matriz cultural que han convivido durante siglos. La economía de las dos naciones está íntimamente relacionada. No puedo diferenciar a mis condiscípulos como rusos o ucranianos: sus rostros jóvenes, apresados en fotos de aquellos años, solo revelan el candor, la alegría, el carácter, de unos estudiantes con hondas raíces históricas y biográficas en el territorio de Ucrania. Duele prever la desintegración o la parcelación de ese país rico en recursos naturales y en gente de bien. Parece difícil que vuelva a pisar sus calles, que alguna vez regrese a los rincones de mi primera juventud. Que vuelva la paz y la fraternidad a Kiev, la ciudad donde nació mi primer hijo.

1 comentario:

  1. Uno se recuerda cada vez con mayor frecuencia de aquella historieta dada a conocer por B. Brecht en 1930, del ciclo de sus Historias del Sr. Keuner, en la que el protagonista se percata de que se ha convertido en un instante al nacionalismo cuando un nacionalista le ha obligado a descender de la acera. Sorprende asimismo la actualidad de la conclusión de Brecht:"Pero por eso es que hay que erradicar la estupidez, porque vuelve estúpidos a quienes se la tropiezan."

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