Rolando Pérez Betancourt
Primero fue Tarzán de los monos (1932) y luego King Kong (1933). ¿Qué tenía que hacer un ario por excelencia como Johny Weissmuller saltando entre árboles y comunicándose lo mismo con monos que con salvajes africanos? ¿Qué significaba tal identificación civilizadora entre un ser superior y aquellos descartes raciales que ni ropas llevaban? El que preguntaba, y a la vez exigía detener el rodaje donde una bella Maureen O’Sullivan se convertiría en la compañera de Tarzán, era George Gyssling, cónsul alemán destacado en Los Ángeles y nariz constante asomada en las filmaciones de Hollywood para impedir que vieran la luz filmes que pudieran atentar contra los postulados de la Alemania nazi. Poderoso había sido el alcance chantajista de Gyssling, sustentado en el hecho de que su país era uno de los mayores consumidores de los filmes salidos de la maquinaria hollywoodense y "si la maquinaria no se ajustaba a las exigencias de la ideología nazi", pues chirrín chirrán, se cerraba el mercado. En el caso de Tarzán de los monos, sin embargo, el cónsul no pudo salirse con la suya pues estaba muy avanzado el rodaje. Eso sí, a Tarzán no se le escuchó un solo grito en los cines germanos. King Kong fue otra cosa. El cónsul ni se olió las "conclusiones metafóricas" que pudieran derivarse de la trama y tocó al mismísimo Hitler —ya en el poder y amantísimo consumidor de películas norteamericanas— detener el rodaje privado que se le hacía y ponerse a berrear contra el coqueteo entre un gorila y una muchacha blanca y (de contra) rubia.
Las anteriores son historias que se desprenden de un libro que acaba de provocar fuerte polémica en el mundo del cine, y en especial en los Estados Unidos, por cuanto se refiere a la colaboración de los estudios de Hollywood con la Alemania nazi, un asunto del cual se conocían ciertos hechos, pero no probados con la profusión de documentos que ahora salen a la luz gracias a los nueve años de investigación que le tomaron a Ben Urwand escribir La colaboración: Hollywood pactó con Hitler. Urwand es investigador y profesor de la universidad de Harvard y tuvo acceso no solo a los archivos de la parte estadounidense, sino que buceó a profundidad en fuentes alemanas, donde encontró una riqueza epistolar entre los directivos de Hollywood y la dirigencia nazi que habla por sí sola, como es el caso de una misiva fechada el 16 de enero de 1938 en que la Century Fox se dirige directamente al fuhrer en tono elogioso, y para que no haya duda de cuánto está dispuesta a consentir, estampa al final de la carta la alabanza de rigor: Heil Hitler. Conocedor de que el cine era un elemento propagandístico de primer orden, tan pronto Hitler asumió al poder en 1933 le hizo saber a Hollywood —ya de una manera oficial— las reglas del juego: diálogos, enfoques, actores, perspicacias que pudieran interferir en el ideal nazi serían censurados automáticamente en un país que anualmente estrenaba más de cien películas norteamericanas. De ahí que el cónsul George Gyssling se convirtiera en una presencia forzosa en los estudios. En todos, según da fe el libro de Urwand, aunque al final se quedarían solo rindiendo pleitesía Paramount Pictures, Metro-Goldwyn-Mayer y 20th Century Fox, que no eran poca cosa.
Una de la películas que ya filmadas se fueron al latón de la basura a causa de la censura nazi fue El perro rabioso de Europa, con guion de Herman J. Mankiewicz, y que trataba sobre la persecución de una familia judía en Berlín. A otras se les cortaban fragmentos, o se les cambiaban diálogos, como sucedió con La vida de Émile Zola. En medio de la polémica que todavía se mantiene, The New York Times entrevistó al autor del libro de marras, Ben Urwand, y este le declaró que en la década de 1930 los estudios "no solo colaboraban con la Alemania nazi", sino también "con Adolfo Hitler, la persona y ser humano". Y dijo más: la Metro-Goldwyn-Mayer, la mayor compañía de cine estadounidense "ayudó a financiar la maquinaria bélica alemana". Lo que hizo que Alicia Mayer, sobrina nieta del legendario Louis B. Mayer, protestara: su tío no era un ángel, era un tipo duro, pero de ahí a decir que era un colaborador... Pero sí lo era, como está probado lo fueron igualmente con sus capitales y negocios en la industria armamentista, gigantes como IBM o General Motors, todos movidos por el dinero.
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