Eliades Acosta Matos
En diferentes momentos de la Historia de Cuba, como obedeciendo a un conjuro ancestral o a una maldición, una extraña enfermedad suele asolar las almas de algunos nacidos sobre este suelo. Sus síntomas son notables: debilitamiento de la espina dorsal, tendencia a estar de rodillas con las manos extendidas, como rogando por un milagro, amnesia profunda, y un endurecimiento de los músculos del cuello, que obliga a los afectados a mantener la vista fija en el norte.
En otras tierras de Europa Central, incluso en la Galicia de 1871, cuando se inició un proceso judicial contra un sujeto de apellido Romasanta acusado de convertirse en hombre-lobo y matar a trece personas, la ocurrencia de enfermedades tan inexplicables y extravagantes no es puesta por nadie en tela de juicio. Se admite, por ejemplo, que bajo el influjo de la luna llena aflora la Licantropía en ciertos sujetos. Una persona civilizada puede, en consecuencia, transformarse de golpe en una bestia irracional. A la vista de Estados Unidos, incluso de España, Inglaterra y hasta México, y ante dificultades en el suelo natal, algunas almas criollas son irremisiblemente presas de una congoja parecida. También se transforman. El resultado final es un anexionista. ¿Será acaso esa oscura tendencia a no creer en el destino ni la fuerza de los propios cubanos, a desconfiar visceralmente de sus capacidades para el autogobierno, la convivencia y el desarrollo, la expresión de una secreta tendencia licantrópica nacional?
Por suerte, esa propia Historia de Cuba, que es lo primero que los hombres-lobos criollos olvidan en noches de luna llena, desmiente que el anexionismo sea la tendencia principal de nuestro devenir como pueblo. Por algo, contra viento y marea, tenemos Patria independiente, y por algo no hemos sido engullidos, ni antes, y mucho menos después de 1959. Pero dese una vuelta por Internet y encontrará detallados proyectos y glamorosos argumentos para anexar esta islita a cualquier entidad, especialmente a los Estados Unidos, con tal de acabar con la Revolución.Para cierto sector de la contra cubana, no para toda, la apostasía lejos de ser un pecado, es una virtud a enarbolar y de la que vanagloriarse. Con tal de resolver su problema político, esta camada no dudaría en echar por la borda una identidad y una cultura labradas con la sangre, el sudor, y la inteligencia de muchas generaciones de cubanos blancos, negros y mestizos, de variadas creencias religiosas y diferentes credos políticos, unidas por el mismo amor a Cuba, la fe en su pueblo y en su propio destino.
Ya hemos visto, dentro y fuera de Cuba, el triste espectáculo, como decía Martí, de “esos hijos de carpintero que se avergüenzan de serlo”. Ya se ha publicado parte de la correspondencia de aquellos autonomistas, siempre pendientes de servir al fuerte y prolongar la sujeción de la isla, con aquel otro José Ignacio Rodríguez, el “Cuban-american lawyer”, que echó contra el Apóstol la malquerencia de los políticos yanquis y murió solo y amargado, bien al norte, cuando los cubanos emancipados de España no quisieron seguir sus prédicas. Aquella “turba mulata, partidaria de la (Independencia) Absoluta” como aparece descrito nuestro pueblo en la carta de aquellos caballeros, optó por un camino propio, desde el 10 de octubre de 1868. ¿Y vendrá ahora a diluirse, pasivamente, porque se lo propongan dos fulleros, siempre hábiles para el tumbe de turno, que no tienen ni el verbo, ni el brillo, ni los conocimientos de aquellos adversarios de Martí, o se confabulen con fuerzas imperialistas foráneas para borrar de un plumazo los ideales que resistieron los rigores de la manigua, las balas españolas, las intervenciones abiertas y encubiertas, el entreguismo de algunos sectores de la burguesía republicana, la corrupción y la desesperanza?
Los problemas de la nación cubana solo podrán ser resueltos desde su Historia, jamás en contra de ella. Esta verdad de Perogrullo exige ser repetida, una y otra vez. Lo obvio es lo que algunos parecen estar incapacitados de ver. O no les conviene ver. Por ejemplo, el eminente jurista Francisco Carrera Justiz, quien publicase en 1905 una obra notable sobre los municipios cubanos, había declarado al “The New York Times”, el 21 de agosto de 1898, “que se oponía a una república cubana porque la consideraba un imposible”. Fue Ministro en Washington, durante el gobierno de José Miguel Gómez, representando a la misma quimera que años antes se había negado a apoyar. Y desde su cargo solicitó a Philander C. Knox, Secretario de Estado del gobierno de Taft, que le remitiese los records de Evaristo Estenoz, líder del Partido Independientes de Color, compilados por la Inteligencia Militar del Ejército de Ocupación bajo el mando de Charles Edward Magoon, para usarlos en el juicio que se le formaba en Cuba por sus actividades. Y este se los negó, en carta del 15 de junio de 1910, más por guardar los arcanos imperiales, que por repugnancia a contribuir al clima de linchamiento institucional y de racismo que culminó con la masacre de 1912.
Hoy, los miopes para las virtudes nacionales y los transformistas, por conveniencia, al estilo de aquel Dr. Carrera Justiz, son los que legislan en el Congreso norteamericano para endurecer el bloqueo que hace sufrir a sus compatriotas. Y lo saben. Los mismos que no pierden oportunidad para incitar una agresión, una invasión, o al menos una oleada de bombarderos enfilados contra las ciudades de esta islita, con alegaciones rocambolescas de que somos una amenaza para la seguridad de la superpotencia global, de la nación más y mejor armada del planeta; de que exportamos virus, hackers, y ahora, (no se rían) terroristas somalíes. Son los que no presentan iniciativas legislativas para ayudar a sus electores en medio del desempleo y la crisis inmobiliaria, la decadencia de la educación, la falta de seguridad médica, de atenciones a la vejez, o el auge de la violencia irracional, que se acaba de cobrar en Miami, de manos de un cubano joven, la vida de varias mujeres jóvenes, también cubanas. Pero tienen todo el tiempo del mundo para legislar y proponer cómo asfixiar más y mejor a once millones de personas, por el solo pecado de vivir en su Patria, y quererla libre e independiente.
En efecto, hay algo de maldición licantrópica sobre estos pobre seres, jubilosos apátridas por convicción y conveniencia, que miran tan insistentemente al norte. Pero Cuba no está allí, sino donde hay cubanos que la defiendan y la lleven en su alma, arraigada como una airosa palma real. Dentro o fuera de sus fronteras.
Habita, por ejemplo, en las calles humildes de la nación, en sus niños, y en la cartera de una mujer que lleva ya más de una década viviendo en España y me mostró, con ojos empañados y manos trémulas, un recorte de periódico estrujado, del que nunca se separa, con los versos del poema “Mi bandera”, de Bonifacio Byrne.
¿Serán capaces de leer los hombres-lobos?¿ De soñar? ¿Y de amar?
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Hay algunos ilusos capaces de calificar lo anterior como "propaganda castrista", y sin embargo, no hay nada más cierto que el anexionismo constituye una auténtica amenaza, pues quién duda que dadas las condiciones -poco probables, pero no imposibles- se avalancen contra el pueblo cubano prometiéndoles un "mundo mejor" a cambio de la independencia. Por suerte no créemos que Estados Unidos esté para esos trotes, al menos, claro, que la vena de oro, plata o petróleo sea inmensa. A ellos, con colocar un gobierno servil en la Habana les basta y le sobra...
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