Otro texto más sobre la relación industria del cine - poder en los Estados Unidos, como comentaba en el post anterior
Luis Matías López
El mundo es un volcán
El cine (con películas como Argo y La noche más oscura, bien situadas en la carrera de los Oscar), y su versión televisiva (con Homeland, flamante ganadora del Globo de Oro a la mejor serie del año) salen al rescate de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), cuyo prestigio fue socavado durante décadas por sus numerosas muestras de incompetencia y abusos y que, en los ocho años de presidencia de Bush, sufrió además el estigma de una injustificable guerra sucia para combatir el terrorismo.
Aquella política no ahorró ni las cárceles secretas en el extranjero con barra libre a la tortura, ni la vergüenza alegal de Guantánamo (aún abierta), ni la violación sistemática de los derechos humanos que escondía el eufemismo de los “interrogatorios mejorados”. Prácticas como el submarino (ahogamiento simulado), la privación continuada de sueño, la humillación constante a los detenidos y las amenazas de ejecución no fueron hechos aislados obra de incontrolados, sino resultado de órdenes ejecutivas emitidas desde lo más alto.
La tortura ha dejado de ser política de Estado, pero muchos prisioneros sufren aún condiciones penosas de detención y se ven privados de todos sus derechos. La situación está aún lejos de responder a la promesa de Obama hace cuatro años de que en su mandato regiría el “imperio de la ley” y serían compatibles “la seguridad y los ideales”, así como a lo que afirmó en su segunda toma de posesión: “La paz y la seguridad verdaderas no requieren una guerra perpetua”.
El problema estiba en su pecado original: que cuando accedió a la Casa Blanca consagró la impunidad de quienes autorizaron o perpetraron los excesos, y dotó a la CIA de mayores atribuciones en la guerra contra el terrorismo, sobre todo en el control de los asesinatos selectivos con drones, aviones sin piloto que eliminan el riesgo de bajas propias, aunque no el de víctimas inocentes. En la ficción de Homeland, por cierto, es uno de estos ataques, que causa una matanza de niños en una escuela coránica de Irak, lo que lleva a un marine norteamericano prisionero de los yihadistas a pasarse al otro bando para colaborar con un jefe de Al Qaeda en un contragolpe que culmina con el mayor golpe propinado a la CIA en toda su historia, en su mismísimo cuartel general.
A la agencia de espionaje, y al propio Obama, les interesa que la CIA recupere su perdido prestigio, que sus agentes vuelvan a ser presentados como los héroes que luchan por la seguridad del país y por propagar los valores norteamericanos. Y nada mejor para conseguirlo que un puñado de buenas películas, protagonizadas por fotogénicos superagentes y realizadas con profusión talento y dinero, convertidas en lucrativos negocios y difundidas por todo el mundo.
En ocasiones, la agencia colabora con las productoras: información a cambio de no pasarse de la raya y de no salirse de la línea oficial. Ni siquiera sería necesaria tanta cautela. Con muy contadas excepciones, la industria cinematográfica de Estados Unidos siempre es patriótica, aunque permita ocasionales disonancias que sirven de coartada de objetividad. El puro y grosero panegírico suele evitarse, entre otras cosas porque no es bueno para la eficacia de la propaganda. Conviene dejar cierto margen a la polémica. Así, en La noche más oscura -donde rechina que ni siquiera se cite el 11-M entre los principales atentados yihadistas- se insinúa que la localización y ejecución sumaria de Bin Laden fue posible por las torturas a prisioneros islamistas. Y, si bien la heroína no participa directamente en esas prácticas e incluso pone mala cara al contemplarlas, en ningún momento las critica ni se opone a ellas.
En Homeland, pese a la negativa expresa de la protagonista de que se cometan abusos (“aquí no hacemos esas cosas”), otro agente de la CIA, en el papel de policía malo, clava un cuchillo en la mano al marine sospechoso durante un interrogatorio. En Argo, la tortura no juega papel alguno, pero llama la atención la ausencia de cualquier atisbo de autocrítica, y la novelesca operación montada por la Agencia para sacar de Irán a seis norteamericanos que escaparon al inicio de la ocupación de la Embajada en Teherán se presenta como un prodigio de planificación, eficacia y heroísmo. Ni siquiera se ofrece el contrapunto del fracaso estruendoso de la posterior misión de rescate de la totalidad de los rehenes que luego ordenó Jimmy Carter.
La noche más oscura es una glorificación del principal logro exterior de Obama, la eliminación de Osama Bin Laden. Kathryn Bigelow la vende como la muestra perfecta de cómo el análisis, el trabajo de campo, la planificación, la pericia de los ejecutores y la iniciativa individual (personificada en una joven agente) puede conducir al resultado deseado. Por supuesto, aparte la tortura a prisioneros en cárceles secretas, se pasa de largo sobre otros aspectos polémicos, como la violación de soberanía de Pakistán, cuyo gobierno no fue informado de la operación.
Se repite en Homeland el mismo truco, convertir en eje de la trama a una joven agente, en este caso con síndrome bipolar y alérgica a la rutina y la disciplina. Todo un hallazgo, desde el punto de vista cinematográfico. La serie tiene más complejidad que los dos filmes. El protagonista masculino entre la traición y el patriotismo, se señalan errores de apreciación de altos responsables de la CIA, se desnuda la mala fe de todo un vicepresidente y se exponen sin exceso de maniqueísmo algunas motivaciones del enemigo yihadista. Sin embargo, y como cabía esperar, al final queda el poso de que la agencia tiene gente muy preparada, dedicada y abnegada para cumplir su misión.
En resumen: que el cine y la televisión sirven de heraldo al regreso de la CIA heroica. Hay que ver lo que se llega a entender por heroísmo.
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