Antonio Rodríguez Salvador
Tomado de Escambray
En 1943, José Ángel Buesa publicó
Oasis, un poemario menor que
devino extraordinario fenómeno de ventas. No había bar, boda, fiesta de
quince donde no se recitara: “Pasarás por mi vida sin saber que
pasaste/ pasarás en silencio por mi amor, y al pasar/ fingiré una
sonrisa como un dulce contraste/ del dolor de quererte… y jamás lo
sabrás”.
Ese mismo año, Virgilio Piñera publicó un poemario medular:
La isla en peso.
Apenas 120 ejemplares numerados que casi íntegramente debió regalar.
Dos años antes, José Lezama Lima también había publicado otro libro
imprescindible para la literatura universal:
Enemigo rumor, e, igualmente, fue un desastre de ventas.
En los años 50, cuando Angelito Valiente y Jesús Orta Ruiz
improvisaban décimas en abarrotados estadios de béisbol, Eliseo Diego,
muy deprimido, no sabía qué hacer con los 300 ejemplares de ese gran
libro que es
En la calzada de Jesús del Monte. Lezama, que ya
tenía bastante experiencia en materia de bancarrota literaria, lo
aconsejó: “Divide los ejemplares en tres grupos: en el primero estarán
los libros para los amigos y los poetas que admiras. En el segundo, los
de la gente que te interesa que los tenga. Y en el tercero, los de la
gente que no te interesa, pero que es conveniente que sepan, al menos,
que publicaste un nuevo título”.
En cambio, el poeta griego Constantino Cavafis se tomaba a bien ser
un autor de pocas ventas. En 1907 escribió: “Cuando un escritor tiene
certeza de que se venderán pocos volúmenes de su edición, obtiene una
gran libertad en su trabajo creador. El escritor que tiene ante sí la
seguridad de vender toda su edición, es a veces influido por la venta
futura… Y no hay nada más destructivo para el Arte (tiemblo con solo
pensar en esto) que cierto fragmento sea redactado de manera diferente o
sea omitido”.
A este influjo se resistió Luis de Góngora y Argote, un grande del
Siglo de Oro español. En 1623 intentó publicar su obra, sin lograrlo,
porque no quiso cumplir exigencias del patrocinador.
Traigo a colación estas anécdotas por dos razones. Primero, porque la
comunión de las palabras venta y arte no siempre convergen con la
combinación calidad, trascendencia y genio —incluso, diría que la
divergencia es mayor cuando se habla de poesía—. Y segundo, porque
recientemente leí en
Escambray un artículo titulado
Líneas a fuego lento, donde este asunto no parece quedar claro.
Hay una diferencia significativa entre vender arte y vender pan. El
pan tiene un valor inmediato: lo consumes ahora o se pone duro; pero el
arte reta al tiempo: si es de ley, su valor crece con los años. Creo que
el campeón de esta máxima es Van Gogh. Apenas vendió un par de cuadros
en su vida y, sin embargo, hoy cualquiera de sus obras vale millones. De
Cervantes se podría decir otro tanto: su Quijote siempre será
contemporáneo.
Desde luego, no seré yo quien diga que no es bueno vender muchos
libros. También hay excelentes poetas muy comerciales: Neruda, por
ejemplo; Benedetti en menor medida; pero el mencionado artículo fue
publicado en la página 6, cuyo tema es la cultura, y no en la 5, donde
se abordan asuntos de la economía.
De tal modo, creo que el verdadero valor de un poemario no debe
medirse por su venta inmediata, sino por su originalidad e interés
estético, su trascendencia y capacidad de poner cotas altas al ser
humano. La cultura es nuestra gran riqueza, el invaluable tesoro que nos
distingue y, como Cavafis, tiemblo cuando la veo sometida a las leyes
de oferta y demanda.
Pero bien, ya que otro es el rumbo, vayamos entonces por él.
Mecanismos para vender más, hay muchos. De entrada, descender la
literatura a lo que el común de los lectores quiere leer es un buen
artilugio. Emita un libro de burlas a la gastronomía, o a los precios
del agro, y verá. Escandalice, proponga ideas menores; como dice el
eslogan: “lenguaje de adultos, violencia y sexo”, y su libro competirá
con otros fenómenos de mucho ruido y pocas nueces como el
thriller o el reguetón.
Así el autor tendría muchos lectores, pero en igual medida se
alejaría del arte. Naturalmente, el reto es lograr que el libro
despierte interés, pero sin acudir a sacrificios de estilo,
trivialidades o “tecniquerías” (según Borges, esta palabra es de
Unamuno).
En cualquier caso, Ediciones Luminaria suele publicar pocos
ejemplares: unos 500 por título. Esto nos lleva a dos razonamientos.
Primero: considerarse muy leído porque 500 personas compren tu libro es,
cuando menos, una presunción. Segundo: en Cuba hay más de 200 librerías
—los 30 ejemplares que tocan por provincia caben en una bolsa—; de modo
que no hay razón para que se acumulen los libros de Luminaria en una
sola de ellas. Decir entonces que se ha promovido bien al autor es otra
presunción.
El libro en Cuba está fuertemente subsidiado. Hace unos meses pregunté a Senel Paz cuánto costaba en Europa su novela
En el cielo con diamantes. Veinte euros, respondió. Sin embargo, aquí se vendió a 20 pesos.
Ahora bien, ya sabemos que rentabilidad y subsidio son dos palabras
que se riñen por opuestas; de modo que si el Estado cubano decide
subsidiar el libro, no es porque precisamente lo vea como una mercancía.
En cualquier caso, vale la reciente precisión de Zuleica Romay,
presidenta del Instituto Cubano del Libro: “En Cuba el libro nunca será
mercancía en primer lugar, sino siempre en último”.
Y esto porque nadie tiene derecho a malgastar los recursos que el
país dispone para la producción de libros: un derroche que no solo
ocurre cuando la tirada es excesiva, o no se distribuye bien, o se
sobredimensiona la plantilla de una editorial, sino también cuando se
tuerce el concepto literario y se publican libros con evidente intención
mercantilista.
Por último, me detengo en la palabra traza (polilla) empleada por el
autor del artículo. Como imagen de poca venta me parece inexacta,
porque, a fin de cuentas, las trazas tampoco perdonan los libros
comprados por el cliente, ni aun aquellos que se atesoran en las
bibliotecas. Pero cuando se habla de arte hay otro tipo de traza a la
que sí debemos temer. Una polilla metafórica que se come y reduce al
olvido todo lo que huela a mediocridad.
En fin, para cerrar con algo de poesía este asunto de tan poco favor
poético, quizá aquí quepa el concepto expresado por José Martí: “Poesía
es poesía, y no olla podrida, ni ensayo de flautas, ni rosario de
cuentas azules, ni manta de loca, hecha de retazos de todas las sedas,
cosidos con hilo pesimista, para que vea el mundo que se es persona de
moda, que acaba de recibir la novedad de Alemania o de Francia”.