sábado, 11 de septiembre de 2010
Dios salve a América.
El 11 de septiembre de 2001 yo me encontraba en Washington D.C. Viajaba en el metro cuando se produjo el impacto (o la explosión) en el Pentágono, y me dirigía como cada día a la Biblioteca del Congreso. Salí a la calle, y empecé a encontrar señales extrañas a mi alrededor hasta que pude saber lo que sucedía. Esta crónica la redacté en esos días y fue publicada entonces en la prensa cubana.
Enrique Ubieta Gómez
Estoy en un extenso campo de gravilla y césped recortado que llaman el Mall. Al fondo, en un extremo, el Capitolio. Al otro, el monumento a Washington. Frente a mí, el edificio que acoge el Museo de Ciencias Naturales, en cuyas salas se exponen los orígenes de la civilización humana. Bush ha anunciado la guerra por una justicia infinita, es decir, la guerra santa. Los transeúntes, despreocupados, esta tarde de sol bueno, portan la bandera estadounidense en alguna prenda de vestir, colgada a la mochila, o en la antena del auto. A mi lado, a la entrada de la Smithsonian Station del Metro, una señora lee en voz alta la Biblia. Un letrero a sus pies nos conmina: vuelve a Dios. ¿A qué Dios se refiere? Ella no invoca ciertamente al temido Alá, ni al inescrutable Buda. Pero, ¿a qué Dios debe volver la humanidad, dos mil años después de que Cristo, según la Biblia, expulsó a los fariseos del templo y al falso dios que se aliaba al poder y al dinero? Yo estuve el fatídico 11 de septiembre aniversario, por cierto, del sangriento golpe de estado en Chile, -auspiciado por el gobierno norteamericano-, en los alrededores del amenazado Capitolio, cuando evacuaban a los congresistas. Iban en fila, circunspectos, graves, dignos representantes del imperio. La imagen que guardo en mi memoria tiene, sin embargo, un fallo técnico: a veces, los veo en batas blancas y sandalias romanas. Washington, entre mármoles y columnatas, nos recuerda que es la Roma moderna. Y un cubano en Washington es un hijo de Espartaco en Roma. Aquel día, las calles aledañas al Capitolio se llenaron de jóvenes funcionarios, hombres de corbata y mujeres de trajes formales a la moda, repentinamente expulsados de sus oficinas, en las que aprenden las reglas del juego y luchan por abrirse paso hacia posiciones de más rango político. Todos, paralizados, miraban al cielo. No buscaban a Dios, nada esperaban de Él. En sus rostros había confusión y estupor. Hollywood, ese gran astrólogo del siglo XX, lo había previsto: vendrán extraterrestres, o árabes perseguidos, o africanos hambrientos, envidiosos, a quitarnos el pan. Pero las imágenes trasmitidas en vivo por la televisión, sobrepasaban cualquier expectativa: paralizado frente al pequeño receptor de un bar, compartí con aquellos funcionarios el asombro y el dolor del pueblo norteamericano.
Si no existe una explicación racional, habrá una irracional.
Hacía mucho tiempo que no morían tantas personas inocentes en el Primer Mundo. Las campanas doblan hoy en el imperio y doblan por supuesto por mí, por ti, por todos. Para el norteamericano común -a pesar de las advertencias de Hollywood y de las guerras periódicas de baja o alta intensidad que desata el Pentágono a muchas millas de distancia- este fue un ataque inesperado e inexplicable. Los caminos de cualquier explicación racional -aceptando que la violencia es un acto irracional que puede ser racionalmente explicado-, no son abordados. Esos caminos son peligrosos, podrían darle la vuelta al mundo, pasar por cualquier país o región y terminar en el corazón del imperio, como un avión secuestrado. Si no tiene acceso a una explicación racional, el pueblo norteamericano debe suponer que el origen es el fanatismo religioso, el absurdo enfrentamiento entre civilizaciones -¿será por eso que el famoso Museo antes mencionado separa cuidadosamente las supuestas diferentes civilizaciones (estancadas en el tiempo) por zonas geográficas, como si el ser humano no fuese uno en su diversidad, mientras que la evolución del homo sapiens, desde las cavernas hasta las torres gemelas, se expone en salón aparte, como itinerario de la llamada civilización occidental?-, o cualquier otro sentimiento irracional o diabólico. Siguiendo la tradicional pauta hollywoodense, el mal amenaza al bien y este, después de innumerables avatares y sufrimientos, obtendrá la victoria. ¿Por qué nos odian?, se preguntó el Emperador ante el Senado. Y todos los súbditos, bárbaros y romanos, esperaron ansiosos la respuesta. Porque somos libres, dijo. Antes, la televisión había repetido una toma insinuante: en un primer plano, el brazo levantado con la antorcha de la Estatua de la Libertad y tras él, las columnas de humo de las torres destruidas. Los bárbaros atacan a Roma. Pero resulta que esos bárbaros habían sido entrenados y financiados por las milicias romanas. El norteamericano común no sabe, no sabrá, que él es el agresor. La televisión se ha encargado solo de que llore y jure venganza ante su bandera. Y está dispuesto a pelear... ¿contra quién? Rápidamente se dio un nombre: Bin Laden; y un país: Afganistán. Mañana serán otras las personas y las naciones que recibirán la ira divina. Los transeúntes creen que disponen de más información que cualquier ciudadano de cualquier otro país y aceptan la no-explicación. En realidad, solo el 15% de ellos lee la prensa. No saben y no quieren saber. Dicen que son libres.
Dos hombres de pueblo y una consigna.
Todos los días, en mi camino hacia la Biblioteca, veo a George, un policía sesentón de la guardia del Capitolio. Hombre simple y bueno, indica con cierta torpeza y en voz alta a los transeúntes perdidos las direcciones de los alrededores, impide o facilita el parqueo de los vehículos, cuenta anécdotas de los congresistas que ha visto pasar o cuyos carros debe cuidar y hasta del mismísimo Presidente, a los turistas de otras ciudades o países. De buen carácter, severo en el cumplimiento del deber, orgulloso de su misión: cuidar el senado romano. En estos días, ciertamente, parece desconcertado. La sola idea de que el Congreso pudo haber sido atacado, lo sobrecoge. Conozco a otro hombre de peblo, un bibliotecario de Filadelfia que duerme en la residencia donde me hospedo, flaco, de barba canosa y sombrero de pescador. Es un activista social que conoce bien la pobreza de los pueblos latinoamericanos. Se levanta muy temprano en la mañana y regresa en la noche: "Estamos organizando una marcha por la paz y contra el racismo", me dijo. No sabe cuántos asistirán, probablemente unos miles. "Ahora quizás muchos no nos entiendan, pero mañana entenderán"-aseguró. La vida sigue. Los habitantes de la capital imperial prosiguen sus actividades habituales. Algunos portan la bandera norteamericana. Esperan en lo más íntimo una guerra que los proteja, no que los involucre, no que los exponga para siempre. El señor Donald Montagne, presidente de la Sociedad Ética de Washington, ha contradicho al Presidente: "No fue un ataque contra la democracia y la libertad, sino contra el modo en que usamos nuestra riqueza y nuestro poder". En la televisión -¡ah, siempre la televisión!-, y en muchas pancartas públicas, los ideólogos de la guerra aseguran: "Dios bendice a América". Pero a la entrada de la Smithsonian Station del Metro, una señora no cesa de leer en voz alta fragmentos de la Biblia, y de pedirle a sus compatriotas que regresen a Dios.
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