Un amigo me recomendó la lectura del libro del intelectual venezolano Luis Britto García Elogio del panfleto y de los géneros malditos, Caracas, Fundación para la Cultura y las Artes, 2012. Quiero recomendarlo a otros amigos, y reproduzco como lectura introductoria este breve ensayo que le da título.
Luis Britto García
Vamos hacia la
sociedad sin pecados. Las heterodoxias sexuales ya no son ocultadas, sino
orgullosamente exhibidas. La corrupción no es castigada, sino exaltada como
habilidad. La ignorancia ha dejado de ser vergonzosa: la celebran o la fingen
los analfabetos que no escriben más que para atacar a los intelectuales. La
nueva permisividad sólo rechaza dos categorías de parias: los leprosos y los
panfletarios.
Pero, ¿qué es
el panfleto? Sabemos que no basta la definición del diccionario, que lo
equipara al libelo o al escrito satírico. Quizá estaremos de acuerdo en que el
panfleto es un escrito altamente personal, subjetivo y emocional, que contiene
un ataque violento sin coherente justificación científica o metodológica. Por
antítesis, podemos crear la categoría antagónica del discurso elevado, el cual
sería un mensaje altamente impersonal, objetivo e impasible que elude toda
condena o elogio en aras de la exposición rigurosa de una verdad demostrada en
forma científica. El lector avisado sabe que esta segunda categoría de mensaje
no existe. Las verdades objetivas y absolutas solo habitan en el Cielo, donde
no necesitaremos escribirlas. Pero estamos en la tierra, en el infierno de las
subjetividades. Solo el panfleto es verdad.
¿De dónde,
entonces, la universal condenación del panfleto, el unánime aplauso hacia el
discurso elevado? En un universo donde la única verdad es la subjetividad de
nuestro punto de vista, el discurso elevado permite la única mentira posible:
la ocultación de yo. Para lograrla, su emisor se eleva –es decir, se encarama–
en un parapeto supuestamente impersonal desde donde fulmina condenaciones en
nombre de la Semiología, el Imperativo Categórico, las Buenas Costumbres y todo
aquello que se escribe con mayúsculas. En la medida en que el ataque es más
abstracto, es más irrebatible, porque ¿cómo contestarle a una mayúscula? Sobre
todo porque estas no hablan. Hablan los hombres, los cuales son más minúsculos
mientras se apoyan en mayúsculas.
Tan absoluta es
la regla de la ocultación del yo, que deja en evidencia de inmediato a los
hombres minúsculos que se creen –equivocadamente– dignos de la alta gloria del
panfleto simplemente porque escriben mal. La incapacidad para el panfleto se
demuestra atribuyendo las opiniones propias a otros o absteniéndose de firmar.
De ahí esos lectores del pensamiento que saben que un público estaba disgustado
con un espectáculo porque rompía a aplaudir a cada instante, los tartufos que
denigran por escrito y sin firmar de aquellos a quienes felicitan en persona.
En uno de sus cuentos, Gabriel García Márquez inventó un hotel cuyos clientes
hacían las necesidades en la calle, previa la precaución de enmascararse. El
hombre minúsculo no vacila en arrojar su envidia vulgar mientras esconde lo único
que podría darle un sentido: ese centro de imputación que él ha reducido a un
antifaz, y que es precisamente su yo.
Como corolario
de la regla de ocultación del yo, el autor del discurso elevado trata indefectiblemente
de ocultar su opinión. Para ello sigue dos métodos contrapuestos: en los
trabajos supuestamente científicos, lo sustituye por un conjunto de indicadores
aparentemente objetivos. En los artísticos, lo disimula de manera que opere
sobre el espectador sin que este lo advierta. Ambas astucias son simétricamente
irrisorias. La naturaleza es un caos infinito de indicadores a los cuales solo
presta inteligibilidad una opinión sobre sus relaciones mutuas (toda metodología
no es más que la manera de hacer comunicable una intuición). La necesidad de
que el creador y sus pareceres estén ausentes de la obra de arte ha sido
predicada por Octavio Paz y por Jorge Luis Borges, sin visible desaparición de
sus opiniones de la de ellos mismos. La formulación exacta de este apotegma
predica que el creador debe evitar incorporar sus opiniones a su obra siempre que
sean de izquierda. Pero decir esto sería panfletario, es decir, verdadero.
Desde tal
perspectiva se comprende por qué todos los libros decisivos en la historia de
la humanidad han sido arbitrarios, atrabiliarios, emocionales, contradictorios
y desordenados: en una palabra, panfletarios. Panfletos el Evangelio y el Corán
y el Quijote y el Zaratustra; panfletos el Contrato Social, y el Decreto de
Guerra a Muerte; panfleto, ¿por qué no?, el Manifiesto Comunista, con su
fantasma que recorre Europa, sus parteras de la Historia, sus oprimidos que no
tienen que perder más que sus cadenas. Contra lo que los ingenuos creen,
nuestra izquierda no ha fracasado por panfletaria, sino porque su discurso
cientificista y economicista le ha impedido panfletear un ¿Qué hacer?, un La
historia me absolverá, unas Memorias de un venezolano de la decadencia, una
Guerra de guerrillas o una sola frase retumbante por el estilo de la planta
insolente del extranjero.
Ya no lustramos
zapatos: pulimos textos en los talleres literarios hasta que el charolado nos
deslumbra. Hemos aprendido a no poner los codos en la mesa ni el que galicado
en las oraciones: ya no saldamos las rencillas aldeanas a trompadas, sino con
citas de Todorov y de Bajtin. Por ello, en un país hirviente de temas, tales
como el homicidio político, la censura cultural, la corrupción institucional, y
el destino clausurado, estos siguen siendo preponderantemente objeto del
panfleto. Quizás porque, a fin de cuentas, el panfletario todavía cree en la
palabra. Imagina que sus fulminaciones pesarán en alguna balanza encargada de
restablecer la justicia o compensar la frustración. El panfleto es la voz que
clama en el desierto. El desierto es el discurso elevado.
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