Atilio A. Boron
La prensa hegemónica se ha solazado en estos días con una nota del semanario británico The Economist en la que se acusa al gobierno argentino de ser “el Luis Suárez de las finanzas internacionales”. En ella se sostiene que al no respetar las reglas que rigen la economía mundial el gobierno argentino incurre en una actitud adolescente: “las reglas están para ser rotas”. De esto también acusa al presidente oriental José Mujica por sus comentarios en torno a la sanción aplicada al futbolista uruguayo. Pero si hay un país que ha hecho de la transgresión de las reglas y las normas del orden mundial un verdadero culto ese país es Inglaterra, y no los díscolos vecinos del Plata. Repasemos unos pocos ejemplos. Gran parte de la tragedia que hoy se vive en Oriente Medio tiene que ver con la criminal irresponsabilidad con que el Reino Unido violó los acuerdos y los usos y costumbres internacionales para preservar su influencia en la región después de la Segunda Guerra Mundial. No se puede comprender, por ejemplo, la tragedia del conflicto árabe-israelí sin esa actitud “adolescente” de la corona británica. Otro tanto ocurre en el caso de Irak, en donde la complicidad de Londres con la aventura criminal de la Casa Blanca es el origen de la crisis que actualmente desangra a ese país. Otro ejemplo, más cercano: la terca negativa de Londres a obedecer lo que exige la resolución Nº 2065 de la Asamblea General de Naciones Unidas que instó al Reino Unido a iniciar conversaciones con la Argentina para poner fin a la condición colonial de las Islas Malvinas. Esa resolución es del año 1965 y casi medio siglo después Londres persiste en desobedecerla. O el hecho que de los 16 territorios coloniales reconocidos por el Comité de Descolonización de las Naciones Unidas, 9 se encuentren todavía, al día de hoy, sometidos al dominio británico, en abierta violación al mandato de la organización internacional. Por lo tanto, si de violar las reglas se trata la evidencia sobre la condición de “eterna adolescente” de Inglaterra es abrumadora, lo que debería ser un incentivo (palabreja tan del gusto de The Economist) para imponer cierta mesura a sus diatribas sobre los gobiernos del Río de la Plata y mirar un poco más hacia adentro, para evitar aquello de descubrir la paja en el ojo ajeno ignorando la viga incrustada en el propio.
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