H. Romo Sigler
Las
jornadas recientes los amantes del béisbol en Cuba hemos estado de plácemes,
con la realización del Tope entre las selecciones nacionales de nuestro país y
Estados Unidos. Luego de dieciséis años de espera –el último intercambio en la
mayor de las Antillas se produjo en 1996 aunque desde 1993 ningún elenco del
patio ha visitado, para intercambios de esta naturaleza, suelo estadounidense-
este tipo de confrontación amistosa pudo rescatarse.
Desde
que se anunció que estos encuentros surgidos en 1987 se reanudarían, alternando
anualmente la sede, la conocedora afición cubana tuvo claro que se trataba de
una propuesta de gran calidad, que a la postre devendría beneficiosa para ambos
combinados.
La
combatividad exteriorizada sobre la grama del legendario parque Latinoamericano
(inaugurado el 26 de octubre de 1946 con un choque ente el Almendares y el
Cienfuegos de la Liga Cubana Profesional) no deja margen a dudas de lo
provechoso que resultaron los cinco desafíos pactados, tanto para los
defensores del uniforme de las cuatro letras como para los universitarios estadounidenses.
Algunos
apasionados sin embargo, acostumbrados a presenciar desde hace una década la
invariable participación de profesionales
con sus respectivas naciones, creyeron que la confrontación significaría un
manjar para los experimentados jugadores de casa, teniendo en cuenta
especialmente la juventud de los visitantes.
Quienes
pensaban así inconscientemente establecían una analogía entre la poca edad de
nuestros huéspedes y la carencia de fortaleza competitiva. De esa manera
desconocían que antes de la entrada en 1999 de los jugadores profesionales al
calendario de la IBAF, los elencos de mayor potencia del gigante norteño eran
conformados empleando similares conceptos a los utilizados por ellos en esta
ocasión.
Cómo
olvidar la potente nómina que enfrentamos en los Juegos Panamericanos de
Indianápolis ´87 y en el Mundial de Parma, un año más tarde, donde sobresalían
Robin Ventura, Tino Martínez, Jim Abbot, Greg Olson, Cris Carpenter, Ty
Griffing, Scottt Servay y muchos más. En la justa continental, por solo traer
un pasaje a colación, el camarero Griffin despachó durante la ronda preliminar la
pelota sobre las cercas, desde los dos lados del rectángulo de bateo, ante los envíos de los estelares serpentineros Rogelio García y
Pablo Miguel Abreu.
En
la cita italiana nadie olvidará los cuadrangulares de Lourdes Gourriel, en la
clasificatoria y la final, como tampoco el bambinazo del inicialista
villaclareño-avileño Alejo O´Reilly en el primer choque ante los yanquis, y la
conexión entre right y center de Lázaro Vargas, que sirvió para
coronarnos como monarcas del orbe.
El
conjunto cubano que se titulo en aquellos Panamericanos, el duelo conclusivo
frente a los anfitriones devino
contienda épica, estuvo comandado por Higinio Vélez, mientras que al certamen
europeo concurrimos de la mano de Jorge Fuentes, designado con justicia jefe
técnico de la preparación al III Clásico, que inició de esa forma un reinado
con las formaciones caribeñas que se prolongó hasta la Copa Intercontinental de
Barcelona, en 1997, donde sucumbimos en la disputa por el oro ante los
japoneses.
Para
que se tenga una idea de la valía de aquellos otrora “colegiales”
norteamericanos, vale la pena recordar
que la inmensa mayoría de ellos brillaron más tarde en la Major League Basseball. Únicamente refiriéndome a los casos de Tino
Martínez y Robin Ventura diré que el primero ocupa el escaño 90 de los
jonroneros de todos los tiempos dentro de la Gran Carpa -empatado con D. Parker
y B. Powell- con 339 películas de cuatro esquinas. Anotó 1008 carreras e
impulsó 1271; con 1925 inatrapables, de ellos 365 dobles y 21 triples.
Ventura
por su parte, en un momento de su carrera llegó a ser el mejor tercera base de
los circuitos profesionales (por cierto que sin ambages confesó en una
entrevista, lo que evidencia su honestidad y sentido de la ética: “Considero
que en estos momentos ningún antesalista sobresale tanto como yo en las Grandes
Ligas. Pero no me catalogo el mejor del mundo. El mejor lo es el cubano Omar
Linares, que batea, fildea y corre más que yo. Si lo duda, le sugiero que viaje
a Cuba para que lo compruebe” ) también cosechó guarismos descollantes con 294
garrotazos –lugar 137 en la MLB-; 1885 incogibles, de ellos 338 biangulares y
14 triples, además de pisar el home en 1006 oportunidades y de traer hacia la
registradora 1182 anotaciones.
En
1979 por ejemplo, continuando la tarea
de ilustrar el talento de los rivales de ese país que encontrábamos en los
eventos internacionales aún cuando no eran profesionales, vino a la Copa
Intercontinental organizada en La Habana el toletero Joe Carter, que tuvo que
conformarse con escoltar a Pedro José “Cheíto” Rodríguez en el liderazgo de los
cuadrangulares.
El
fornido bateador se elevó después al estrellato, al extremo de que aparece en
el sitio 52 de cualquier época de la MLB, con 396 estacazos de vuelta completa;
1170 anotadas; 1445 impulsadas; 2184 hits, incluyendo 432 tubeyes y 53 triples.
Dotado de gran velocidad estafó además 231 almohadillas en 297 intentos, para
impresionante efectividad de 77,78 %. Con un batazo descomunal en el sexto
choque de la Serie Mundial de 1993 -frente al taponero de los Philies de
Filadelfia Mitch Williams, marcado con la camiseta 99- Carter, ataviado con el
dorsal 29, hizo posible que su conjunto,
los Azulejos de Toronto, se alzaran con el máximo galardón del béisbol rentado.
Afortunadamente para nosotros el cienfueguero Pedro José, siempre recordado por
el bautizo de Boby Salamanca de “Pase usted Señor Jonrón”, es el entrenador de
bateo de la selección cubana.
Otro
tanto ocurrió con Marck McGwire y Barry Bonds; en el caso del más tarde
inicialista de los Cardenales de San Luis superado por el espigado receptor
guanabacoense Pedro Medina, en la pugna por el champion bate de los Panamericanos de Caracas ´83, mientras que el
afamado guardabosque de los Gigantes de San Francisco recibía dos ponches
recetados por el vueltabajero Julio Romero, durante las sesiones del Campeonato
Mundial acontecido en nuestra capital en 1984.
Huelga
decir que, pese a estar involucrados de distinta forma en escándalos asociados
al uso de esteroides y otras sustancias prohibidas, los dos están considerados
entre los sluggers de mayor alcurnia
del firmamento beisbolero.
Baste
apuntar que Bonds conectó 2935 hits, entre los que resaltan 762 cuadrangulares,
encabeza este renglón en más de un siglo de pelota profesional en predios
estadounidenses, 601 dobles y 77 triples. Asimismo anotó 2227 carreras e
impulsó 1996. Su OBP es de 444 y su SLG de 607. Recibió la friolera de 2558
boletos. Añadió a su fuerza impresionante gran habilidad en el corrido de las
bases. Llama poderosamente la atención constatar que se estafó 514 almohadillas
en 655 intentos, para un extraordinario 78,47% de arribos safes al próximo puerto.
McGwire
no fue menos con 1167 anotadas, 1626 incogibles y 1414 rempujadas. Lo extrabases
que produjo se dividen en 252 dobles, 6
triples y 583 jonrones, que lo ubican en el décimo lugar del escalafón. Posee
sin embargo la mejor frecuencia de bambinazos de cualquier período, pues
consiguió depositar esas pelotas en las gradas en solo 6187 veces oficiales en
el cajón de bateo, o lo que es igual mandó una esférica a la estratosfera cada
10,61 visitas válidas al plato, superior incluso a Babe Ruth que lo hizo cada
11,76 comparecencias.