Sofisticado,
espectacular. Dos adjetivos esperados para la inauguración de unos Juegos Olímpicos –de
un meganegocio, en el que se invierte mucho y se espera obtener más–, que debe
atrapar en sus asientos a mil millones de telespectadores. Unos Juegos de la
Era Anti-olímpica, post amateur. Los ingleses se detuvieron poco en sus
tradiciones nacionales; más que un pasado, querían mostrar un presente. Soberbia
de imperialistas venidos a menos, con poder económico. La primera
parte del guión fue una escandalosa reducción histórica: del idílico y bucólico
paisaje campestre de la geografía británica, rudo y simpático, emerge la
Revolución industrial, el capitalismo.
La trama es esta: llegan
al estadio, convertido en territorio metropolitano, miles de obreros “sucios” y
concienzudos, que trabajan con perseverancia, y hacen surgir chimeneas, ruedas
de hierro, fundiciones de acero. La riqueza, el desarrollo, se obtienen del trabajo creador. La pobreza de los otros, ¿se debe a
su vagancia, a su falta de constancia? En realidad, como escribiera Carlos
Marx, precisamente desde su mirador londinense, la acumulación originaria del
Capital se produce “chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza
hasta los pies”.
Un
grupo de señores de frac, capitalistas avezados, señalan, orientan, conducen el
destino del Reino. Entre ellos, inexplicablemente, un capitalista negro. De las
colonias de Asia, África y América, que aportaron materias primas, mano de obra
barata, riquezas esquilmadas –y también tradiciones culturales rotas,
monumentos robados–, solo aparece una diversidad étnica integrada. Una breve
manifestación de mujeres que reclama su derecho al voto, es la muestra elegida
para zanjar el capítulo de las contradicciones sociales; de la lucha de clases,
nada. Ya sé que se trata de un espectáculo al que no se le puede exigir
honduras filosóficas, pero quizás entonces, el tema debió ser otro. Porque el
mensaje, ideologizado y simplificador, es una burla histórica.
Para
rematar, el actor que interpretara a James Bond, el Agente 007, que
combatió los "tentáculos" del comunismo durante la Guerra Fría, llega al Palacio
de Buckingham para trasladar hasta el Estadio Olímpico en helicóptero, a la
Reina Isabel II. La hace saltar en paracaídas –a una doble, por supuesto–, equiparándola
al superman que representa (ella es la superabuela), para transferir quizás esa
imagen al desgastado Reino, y la pone en ridículo. Pero la anciana se presta al
dislate, y entra al Palco Real después del “salto” de su doble. Lo que no
impide que la sorprendamos –inoportuna cámara–, distraída o despistada, arreglándose
las uñas, en el instante en que su delegación desfila.
La
segunda parte del espectáculo no es menos obvia. Todo
el derroche tecnológico pretende conquistar la mirada de los jóvenes: de la
gran tradición británica de narraciones infantiles, el guión pasa a recrear
simples historias “modernas”, en diálogo con exitosas series de televisión (una
familia multiétnica, por ejemplo, exhibe su coche, su casa, su felicidad de
clase media, su “sueño británico”), mientras se escucha una banda sonora
mayoritariamente rockera –los Beatles y Paul Mc Cartney en persona, los Rolling
Stones, Queen, Pink Floyd, entre otros–, que juega con el mundo digital de
Internet. Amor (beso incluido) de jóvenes mestizos, televisivo o cinematográfico,
rockero, con mensajes de web y guiños al comics, que estalla en luces de colores, fuegos
artificiales y coreografías multitudinarias: todo un derroche de códigos
juveniles. Y un
señor
británico, un Sir, presentado como el creador de la web.
Me
gusta sin embargo el simbolismo del encendido de la antorcha. Cada delegación
traía un pequeño pebetero, que era depositado en el centro del terreno, en
forma circular, sujeto a una larga vara de metal. Los encargados pusieron las
llamas en los primeros, y enseguida se contagiaron los restantes. Entonces,
todas las varas se alzaron, para juntar las llamas y conformar un único fuego
olímpico. Un fuego que solo arde si es alimentado por todos los pueblos del
mundo, con independencia de su poder económico o militar. Un cuento infantil,
quizás en la mejor tradición británica, y su final feliz.
exactamente don enrique, ni mas ni menos
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