Estupefacto, he leído la noticia: ya navega hacia la Florida, el crucero más grande y lujoso del mundo. El "Oasis de los mares", construido en un astillero finlandés --propiedad de una compañía sudcoreana--, para la naviera norteamericana Royal Caribbean a un costo de cerca de mil millones de euros, es cinco veces más grande y pesado que el mítico Titanic. Tiene una longitud de casi cuatro cuadras --360 metros--, y en sus 16 pisos sobre cubierta (65 metros de altura sobre el nivel del mar), puede albergar a 6.300 pasajeros y 2.160 tripulantes. ¿Qué no tiene en su interior? Hay una pista de patinaje sobre hielo (para pasear por el Caribe), campo de golf, cuatro piscinas --una con olas artificiales para practicar surf--, un anfiteatro en la popa con espectáculos acuáticos, teatros, tiendas, bares, parques ambientados con vegetación exótica y muchos etcéteras que exceden mi imaginación. Los camarotes para el crucero de una semana costarán por persona desde 729 dólares el más económico, que es el interior, 889 dólares el exterior, 989 dólares si posee balcón y 1.789 dólares la suite. Hay suites de 150 metros cuadrados y balcones al oceano. En medio de la crisis económica internacional más severa de las últimas décadas, el "Oasis de los mares" parece una broma de mal gusto. Pero ninguna otra "maravilla" de la tecnología expresa mejor la esencia del capitalismo.
Al leer la noticia y ver las fotos del buque, recordé el crucero que vi pasar en el año 2000 por el estrecho que separa en Haití a la isla de la Tortuga de la de Santo Domingo. Reproduzco el fragmento de mi libro La utopía rearmada (2002, Premio de la Crítica) donde narro ese episodio:
UN SOLO MUNDO DISTINTO.
Sí, el haitiano es sentimiento, ritmo, expresión corporal, es música. En marzo de 2000 se desata como un huracán en Port au Prince el último carnaval del siglo XX. Un millón de personas se concentra cada noche en las principales avenidas del centro. Tras las carrozas, avanza la compacta masa de danzantes. No hay escapatoria, se baila con alegría, con furor, o se perece en la multitud, que no permite la evasión a lo largo de kilómetros. Dicen los “blancos” que éstos son carnavales sangrientos. Los urgencistas cubanos recorren sus calles en las ambulancias que ofrecen cobertura. Hay pocos fallecidos: un accidente un día, una venganza otro. En realidad, es un espectáculo cultural auténtico que no necesita oropel; las carrozas pobremente adornadas conducen a las orquestas. El espectáculo es ver al pueblo sacarse el alma en el baile, sin violencia, sin necesidad de alcohol. Y dejarse contagiar. De la multitud emerge a lo lejos el bello Palacio Presidencial, impolutamente blanco. Parece más bien una casa de hacienda. Allá los dueños, acá los esclavos en día de fiesta. Ha vuelto la democracia a Haití, dicen, al menos la clásica, la representativa. Haití quiere ser libre, en esa masa compacta de danzantes hay otros Toussaint Louverture, otros Dessalines.
Jacqueline Telemaque, periodista haitiano que preside la Sociedad de Amistad con Cuba me acompaña al carnaval y me conduce después en su desvencijado vehículo, siempre a punto de expirar, a un simpático y bohemio hotel de la capital, una casona de madera del siglo XIX, de amplios y cuidados jardines. Un grupo de músicos haitianos interpreta algunas piezas más elaboradas, igualmente originales, de raíz popular. El público sí es diferente: todos visten con descuidada elegancia y se comportan con suficiencia de dueños. Hay artistas, escritores. Y dispersos, como manchas blancas en la noche, grupos de americanos ojiazules. Los precios son excesivos para nosotros y mi amigo y yo “estiramos” la única cerveza que podemos adquirir, durante dos horas de buena música. En Port au Prince hay dos mundos: el de la plaza del mercado, el de los tac-tac, pequeños transportes de colores chillones y música estridente, el de los hospitales públicos y el de los altos cerros, más cercano al cielo, sí, y más alejado de Dios, el de los palacios modernos, a imagen y semejanza de los que promueve el american dream. Los millones de haitianos sin futuro no pueden sostener enteramente ese otro mundo ideal: a estos semidioses negros también se les va la electricidad y la sustituyen con plantas particulares, y las blancas murallas que los rodean en calles sin asfaltar, siempre están llenas de fango. Dentro, usted ha llegado a París. Dentro, encontrará un país congelado. La sangre que circula por las venas de Haití, la que lleva y trae la vida, la bombea el pueblo afuera. Esos dos mundos internos duelen más, pero son sólo una triste réplica de las desigualdades que dividen a los humanos de este planeta, en los albores del tercer milenio de una era que se cataloga de cristiana.
En la Isla de la Tortuga, antiguo asiento de piratas y punto de partida de los primeros embates colonizadores de Francia sobre un territorio “español” abandonado a su suerte, luchan los médicos cubanos contra la pobreza. Un crucero blanco surca cada martes el canal de la Tortuga. Algunos pobladores detienen la marcha para verlo pasar. Es un edificio insólito que aparece y desaparece cada semana en las encrespadas aguas que separan la pequeña isla haitiana de la mitad de isla mayor que constituye el territorio nacional. No se ven pasajeros, sólo luces en las escotillas. Abajo, a nivel de la cubierta, nos parece distinguir un gran salón de baile o un restaurante o un casino de juego. Nada une a los que probablemente nos miran sin vernos desde sus escotillas y a los que miramos sin verlos desde la costa. Son dos mundos que conviven sin mezclarse. Los brigadistas cubanos, Félix, Elena y Juana --que sustituyen ahora a los colegas de vacaciones en Cuba--, están en la costa junto a los pescadores humildes que diariamente cruzan el canal en precarias embarcaciones. Pero saben que es posible, y necesario, un solo mundo distinto. Ellos esperaron sin luz eléctrica, llenos de nostalgia por los suyos y orgullo de ser cubanos, el año 2000. Un fin de año que no pudo vaticinar JulioVerne. Hasta bien avanzada la madrugada escucharon, en las sombras nocturnas, cantos religiosos y toques de tambor. No sabían, pero podían imaginar lo que pedían. Otros hombres y mujeres esperaron dos veces el 2000, en Nueva York y en París, gracias al vuelo supersónico del Concord, el avión de pasajeros más rápido (y más caro) del mundo.
Peguy Joseph, un joven haitiano que estudiaba español en Port au Prince con el profesor cubano Alfredo Buján, escribía en su texto de examen: “Nadie debe pensar que en el 2000 todo nos va a llegar como maná caído del cielo (...) Nos toca unirnos en nombre de este siglo para luchar en grande con vistas a lograr la felicidad del mundo”. Él, que es pobre, no hablaba de su felicidad personal, ni siquiera de la de su pueblo, hablaba de la felicidad del mundo. Peguy y otros jóvenes compatriotas suyos estudiarán medicina y otras carreras universitarias en Cuba. Entre las pocas pertenencias que desean salvar del siglo que termina, llevan la esperanza.
Sí, el haitiano es sentimiento, ritmo, expresión corporal, es música. En marzo de 2000 se desata como un huracán en Port au Prince el último carnaval del siglo XX. Un millón de personas se concentra cada noche en las principales avenidas del centro. Tras las carrozas, avanza la compacta masa de danzantes. No hay escapatoria, se baila con alegría, con furor, o se perece en la multitud, que no permite la evasión a lo largo de kilómetros. Dicen los “blancos” que éstos son carnavales sangrientos. Los urgencistas cubanos recorren sus calles en las ambulancias que ofrecen cobertura. Hay pocos fallecidos: un accidente un día, una venganza otro. En realidad, es un espectáculo cultural auténtico que no necesita oropel; las carrozas pobremente adornadas conducen a las orquestas. El espectáculo es ver al pueblo sacarse el alma en el baile, sin violencia, sin necesidad de alcohol. Y dejarse contagiar. De la multitud emerge a lo lejos el bello Palacio Presidencial, impolutamente blanco. Parece más bien una casa de hacienda. Allá los dueños, acá los esclavos en día de fiesta. Ha vuelto la democracia a Haití, dicen, al menos la clásica, la representativa. Haití quiere ser libre, en esa masa compacta de danzantes hay otros Toussaint Louverture, otros Dessalines.
Jacqueline Telemaque, periodista haitiano que preside la Sociedad de Amistad con Cuba me acompaña al carnaval y me conduce después en su desvencijado vehículo, siempre a punto de expirar, a un simpático y bohemio hotel de la capital, una casona de madera del siglo XIX, de amplios y cuidados jardines. Un grupo de músicos haitianos interpreta algunas piezas más elaboradas, igualmente originales, de raíz popular. El público sí es diferente: todos visten con descuidada elegancia y se comportan con suficiencia de dueños. Hay artistas, escritores. Y dispersos, como manchas blancas en la noche, grupos de americanos ojiazules. Los precios son excesivos para nosotros y mi amigo y yo “estiramos” la única cerveza que podemos adquirir, durante dos horas de buena música. En Port au Prince hay dos mundos: el de la plaza del mercado, el de los tac-tac, pequeños transportes de colores chillones y música estridente, el de los hospitales públicos y el de los altos cerros, más cercano al cielo, sí, y más alejado de Dios, el de los palacios modernos, a imagen y semejanza de los que promueve el american dream. Los millones de haitianos sin futuro no pueden sostener enteramente ese otro mundo ideal: a estos semidioses negros también se les va la electricidad y la sustituyen con plantas particulares, y las blancas murallas que los rodean en calles sin asfaltar, siempre están llenas de fango. Dentro, usted ha llegado a París. Dentro, encontrará un país congelado. La sangre que circula por las venas de Haití, la que lleva y trae la vida, la bombea el pueblo afuera. Esos dos mundos internos duelen más, pero son sólo una triste réplica de las desigualdades que dividen a los humanos de este planeta, en los albores del tercer milenio de una era que se cataloga de cristiana.
En la Isla de la Tortuga, antiguo asiento de piratas y punto de partida de los primeros embates colonizadores de Francia sobre un territorio “español” abandonado a su suerte, luchan los médicos cubanos contra la pobreza. Un crucero blanco surca cada martes el canal de la Tortuga. Algunos pobladores detienen la marcha para verlo pasar. Es un edificio insólito que aparece y desaparece cada semana en las encrespadas aguas que separan la pequeña isla haitiana de la mitad de isla mayor que constituye el territorio nacional. No se ven pasajeros, sólo luces en las escotillas. Abajo, a nivel de la cubierta, nos parece distinguir un gran salón de baile o un restaurante o un casino de juego. Nada une a los que probablemente nos miran sin vernos desde sus escotillas y a los que miramos sin verlos desde la costa. Son dos mundos que conviven sin mezclarse. Los brigadistas cubanos, Félix, Elena y Juana --que sustituyen ahora a los colegas de vacaciones en Cuba--, están en la costa junto a los pescadores humildes que diariamente cruzan el canal en precarias embarcaciones. Pero saben que es posible, y necesario, un solo mundo distinto. Ellos esperaron sin luz eléctrica, llenos de nostalgia por los suyos y orgullo de ser cubanos, el año 2000. Un fin de año que no pudo vaticinar JulioVerne. Hasta bien avanzada la madrugada escucharon, en las sombras nocturnas, cantos religiosos y toques de tambor. No sabían, pero podían imaginar lo que pedían. Otros hombres y mujeres esperaron dos veces el 2000, en Nueva York y en París, gracias al vuelo supersónico del Concord, el avión de pasajeros más rápido (y más caro) del mundo.
Peguy Joseph, un joven haitiano que estudiaba español en Port au Prince con el profesor cubano Alfredo Buján, escribía en su texto de examen: “Nadie debe pensar que en el 2000 todo nos va a llegar como maná caído del cielo (...) Nos toca unirnos en nombre de este siglo para luchar en grande con vistas a lograr la felicidad del mundo”. Él, que es pobre, no hablaba de su felicidad personal, ni siquiera de la de su pueblo, hablaba de la felicidad del mundo. Peguy y otros jóvenes compatriotas suyos estudiarán medicina y otras carreras universitarias en Cuba. Entre las pocas pertenencias que desean salvar del siglo que termina, llevan la esperanza.
EXCELENTE
ResponderEliminarBRILLANTE COMENTARIO
EXCELENTE BLOG
OIR LA NOTICIA SOBRE ESE "OASIS DEL OCEANO" ME LLEVO A ENCONTRAR UNA VISION JUSTA DEL DESPILFARRO CAPITALISTA Y UN BLOG QUE SEGUIRE ATENDIENDO!!! VIVA UN 2010 LIBERADOR PARA LOS PUEBLOS!
DESDE COSTA RICA!