Atilio A. Boron
No es un milagro, pero casi. Contra todos los pronósticos la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) se va consolidando como institución “nuestroamericana” y está a punto de celebrar en La Habana su Segunda Cumbre de Presidentes. Decimos “milagro” porque ¿quién habría podido imaginar, hace apenas cinco años, que el sueño bolivariano de Hugo Chávez –sueño fundado en un impecable diagnóstico de la geopolítica mundial- por construir un organismo regional sin la presencia de Estados Unidos y Canadá rendiría sus frutos? Para ello Chávez y quienes lo acompañaron en esta empresa patriótica tuvieron que vencer toda clase de obstáculos: la resignación de algunos gobiernos, la claudicación de otros, el escepticismo de los de más allá y la sistemática oposición de Washington, dato nada menor en la política de nuestros países. Eppur si muove, diría Galileo al contemplar la concreción de este proyecto bolivariano que por primera vez en la historia nuclea a todas las naciones de América Latina y el Caribe con la sola excepción-¡por ahora!- de Puerto Rico. Sin dudas, el fortalecimiento de la CELAC -como el de la UNASUR en el plano sudamericano- son muy buenas noticias para la causa de la emancipación de la Patria Grande.
La Casa Blanca intentó primero impedir el lanzamiento de la CELAC, realizado en Caracas en Diciembre del 2011 con la presencia de su incansable promotor y mentor, ya atacado por el cáncer que le costaría la vida. Al fracasar en su intento el imperio movilizó a sus aliados regionales para abortar –o por lo menos, posponer para un futuro indefinido- la iniciativa. Tampoco resultó. La siguiente estrategia consistió en utilizar algunos de sus incondicionales peones en la región como caballos de Troya, para malograr desde adentro el proyecto. No avanzó demasiado, pero consiguió que el primer gobierno que ejerció la presidencia pro témpore de la CELAC durante el 2012, el Chile de Sebastián Piñera, declarase por boca de Alfredo Moreno, su canciller, que “la CELAC será un foro y no una organización, que no tendrá sede, secretariado, burocracia ni nada de eso”. ¡Un foro!, es decir, un ámbito de amables e intrascendentes pláticas de gobernantes, diplomáticos y expertos que ni por asomo pondría en cuestión la dominación imperialista en Latinoamérica y el Caribe. Y la Casa Blanca también logró, a través del militante activismo de sus principales amigos de la Alianza del Pacífico: México, Colombia y Chile, que todas las decisiones de la CELAC debieran adoptarse por unanimidad. Parecería que la “regla de la mayoría” –tan cara a la tradición política estadounidense– sólo funciona cuando conviene; cuando no, se impone un criterio que de hecho le confiere poder de veto a cualquiera de los treinta y tres miembros de la organización. Pero esta es un arma de doble filo: Panamá u Honduras podrán vetar una resolución que exija poner fin al status colonial de Puerto Rico, pero Bolivia, Ecuador y Venezuela podrán hacer lo mismo ante otra que proponga requerir la colaboración del Comando Sur para combatir al narcotráfico.
El segundo turno presidencial de la CELAC, durante el 2013, recayó en Cuba, y el presidente Raúl Castro Ruz dio pasos importantes para desbaratar las maquinaciones del canciller chileno: se avanzó en la institucionalización de la CELAC y se creó el embrión de una organización que para esta próxima Cumbre pudo elaborar 26 documentos de trabajo, algo que ningún foro hace. Algunas propuestas, como la declaración de América Latina y el Caribe como una “Zona de Paz” serán objeto de un sordo debate porque no se trata sólo de evitar la presencia de armas nucleares en la región –¿cómo saber si ya no las hay en la base de Mount Pleasant, en nuestras Islas Malvinas?– sino también de utilizar el recurso de la fuerza para dirimir conflictos internos. Este tema hace subrepticia alusión a la tradición intervencionista de Washington en Latinoamérica y a la presencia de sus 77 bases militares en la región, cuyo propósito es exactamente ese: intervenir, cuando las condiciones lo aconsejen, con su fuerza militar en la política interna de los países de la región complementando la abierta intervención que ya Washington realiza en todos ellos.
Recuérdese, para poner un ejemplo bien didáctico, el decisivo papel de “la embajada” para determinar el ganador de la reciente elección presidencial en Honduras. El tema, como se ve, será uno de los más urticantes y divisivos porque hay gobiernos, y no son pocos, que no sólo toleran la presencia de esas bases militares norteamericanas sino que, como Colombia, Perú y Panamá, las reclaman. Otro tema potencialmente disruptivo es la aprobación de la propuesta venezolana de integrar a Puerto Rico a la CELAC –lo cual es absolutamente lógico teniendo en cuenta la historia y el presente de ese país, así como su cultura, su lengua, y sus tradiciones– pero que probablemente suscite reservas entre los gobiernos más cercanos a Washington para quien Puerto Rico es un innegociable botín de guerra. Una guerra cuya victoria les fue arrebatada a los patriotas cubanos y merced a lo cual con la apropiación de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas la Roma americana iniciaría su ominoso tránsito de la república al imperio. Se descuenta, en cambio, un apoyo unánime para el reclamo argentino en relación a las Islas Malvinas, al levantamiento del bloqueo a Cuba y para otras propuestas tendientes a reforzar los vínculos comerciales, políticos y culturales.
Se sabe que Ecuador presentará una propuesta de repudio al espionaje que realiza los Estados Unidos y de desarrollo de una nueva red de comunicaciones en la Internet a salvo de la interdicción de Washington; y que es probable que se aprueben propuestas concretas en relación al combate a la pobreza y que se examinen alternativas para consolidar el Banco del Sur y, eventualmente, para crear una gran empresa petrolera latinoamericana, tema sobre el cual el presidente Chávez había insistido una y otra vez. La transición geopolítica internacional en curso, y que se manifiesta en el desplazamiento del centro de gravedad de la economía mundial hacia el Asia-Pacífico; la declinación del poderío global de Estados Unidos; el irreparable derrumbe del proyecto europeo; la persistencia de la crisis económica estallada a fines del 2007 y que sólo parece acentuarse con el paso del tiempo y la permanencia de un “orden” económico mundial que concentra riqueza, margina naciones y profundiza la depredación del medio ambiente han actuado como poderosos alicientes para remover la inicial desconfianza que muchos gobiernos tenían en relación a la CELAC. El acuerdo logrado en Caracas en 2011 establecía que una troika se haría sucesivamente cargo de la presidencia durante los primeros tres años: comenzó Chile, siguió Cuba (ratificando el repudio continental al bloqueo estadounidense y su propósito de aislar a la Revolución Cubana) y al terminar esta Cumbre la presidencia se trasladará a Costa Rica. Este país, incondicional aliado de Washington, deberá afrontar unas decisivas elecciones el próximo 2 de Febrero, cuando por primera vez en décadas la hegemonía política de la derecha neocolonial costarricense estará amenazada por el ascenso de un nuevo y sorprendente actor político: el Frente Amplio. La actual presidenta, Laura Chinchilla, por largos años funcionaria de la USAID, garantizaba con el triunfo del oficialismo la “domesticación” de la CELAC y el retorno al proyecto acunado por Sebastián Piñera y expresado con total descaro por su canciller. Pero todas las encuestas dan por sentado que habrá una segunda vuelta y allí el discurso y las propuestas bolivarianas del candidato del Frente Amplio, José M. Villata, podrían catapultarlo a la presidencia de Costa Rica. Por supuesto, al igual que ocurriera pocos meses atrás con las elecciones presidenciales en la vecina Honduras todo el aparato de inteligencia, manipulación mediática y financiamiento de los partidos amigos ha sido ya puesto en marcha por Washington, para quien una derrota de la derecha neocolonial costarricense sería un revés de amplias repercusiones regionales. Si tal cosa ocurriera la CELAC podría dar un nuevo paso hacia su definitiva institucionalización, algo que América Latina y el Caribe necesitan impostergablemente.
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