De izquierda a derecha: los líderes del autonomismo Rafael Montoro, José María Gálvez y Fernández de Castro
Elier Ramírez Cañedo Desde hace ya algún tiempo, el autonomismo, corriente política de la centuria decimonónica cubana, se ha convertido en un tema de interés en la producción historiográfica española, y también ha pasado a ser tópico predilecto para algunos elementos hostiles al proceso revolucionario cubano actual. Sin embargo, entre los primeros y los segundos existen diferencias marcadas, pues en los autores españoles, a pesar de que podemos discrepar con muchas de sus hipótesis, y percibir en algunos de sus criterios cierta carga política adversa al sistema político de la Isla, se observa seriedad investigativa, nada comparable con los epidérmicos y extremadamente politizados análisis de ciertos detractores de la Revolución Cubana.
La mayoría de las aportaciones sobre el autonomismo en la historiografía española, en donde se destacan autores como Marta Bizcarrondo, Antonio Elorza, Luis Miguel García Mora, Inés Roldán, Antonio Santamaría y Consuelo Naranjo, han partido del cuestionamiento del tratamiento que le ha dado a esta corriente política la producción historiográfica de la Isla después de 1959. Basados en este presupuesto, y en aferrada cruzada por revertir los criterios en torno al tema, que de manera general se han esgrimido en la historiografía cubana, estos investigadores españoles han caído en las mismas deficiencias que critican en la historiografía marxista cubana, con los consecuentes juicios torcidos sobre la corriente autonómica. Por lo general, sus estudios han partido de hipótesis que reflejan cierto desconocimiento de la realidad colonial de la Isla en la segunda mitad del siglo XIX, y en su férrea intención demostrativa, no han logrado más que anquilosar y restarle calidad y alcance a sus resultados investigativos. Esto ha sido así, a pesar de la amplia gama de fuentes primarias y secundarias consultadas, y de los interesantes elementos que han proporcionado al estudio del reformismo decimonónico cubano.
Entre los historiadores españoles que han pretendido encumbrar esta opción política, se destaca Luis Miguel García Mora, quien ha realizado numerosas investigaciones y publicado artículos y ensayos referentes al Partido Autonomista Cubano. García Mora, en su artículo “Quiénes eran y a qué se dedicaban los autonomistas cubanos?", prefiere ver en el autonomismo "un nacionalismo conservador y moderado, más preocupado en profundizar la práctica política, que en lograr la independencia, por lo que no está dispuesto a coger las armas”.
Pero sin dudas, la obra de mayor amplitud en torno al tema, que discrepa con los tradicionales enfoques de la historiografía cubana, es Cuba/España. El dilema autonomista, 1878-1898, de los profesores españoles Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza. Esta obra, dirige su atención a la biografía política del Partido Liberal Autonomista de la isla de Cuba, y parte de la hipótesis de que el autonomismo encarnaba una fórmula de “construcción nacional cubana”. Desde el principio los autores adelantan a los lectores en que sus páginas contienen “la historia de un fracaso”, pero también la historia del esfuerzo de una elite insular “por configurar un país, una patria, sin renunciar al vínculo con una Metrópoli opresiva y obtusa”.
Tanto García Mora, como Bizcarrondo y Elorza, procuran señalar los puntos de contacto entre independentismo y autonomismo, criticando a la historiografía cubana que, según ellos, ha tendido por lo general a ver estas corrientes políticas como dos fuerzas totalmente contrapuestas. También han resaltado el papel de la crítica sistemática autonomista, como contribución a la construcción de la conciencia cubana y el criterio de que los autonomistas no se opusieron a la materialización del estado nacional cubano, pues a su juicio, esto era posible dentro de los marcos de la soberanía española a través de una vía más moderada y conservadora.
Sin embargo, hay que destacar que, bajo el dominio colonial español que los autonomistas querían reformar sin desprenderse de él, era imposible que brotara la nación cubana. En todo caso, aunque nunca fue posible en la manera que lo desearon los autonomistas, dada la terquedad española y los intereses económicos que se ponían en juego, la aspiración y lucha legal autonomista tenía como meta convertir a Cuba en una región especial con intereses y leyes propias; pero representada siempre por su madre patria: la nación española. La mayoría de los autonomistas, en su imaginario, solo apreciaban esta región especial española, y no una nación que emergía buscando su realización fuera de los contornos coloniales. Para ellos, Cuba no estaba madura para la independencia y el pueblo antillano no tenía capacidad para sostenerse individualmente en caso de romperse la “vital unidad nacional”. Por tal motivo, defendieron con patriotismo la primera alternativa, mientras que la segunda, no pasó de ser una idea pavorosa a la cual había que combatir denodadamente. La opción política autonómica se oponía, tanto a la tozudez española, como a la insurrección armada mambisa, colocándose así en el medio de dos fuegos encontrados, pero a la hora del estallido revolucionario, optaban por plegarse, en definitiva, a quien era en realidad su más cruento y verdadero rival: el colonialismo español. El propio Rafael Montoro dejó claro en uno de sus discursos, hasta donde llegaban sus anhelos políticos:
“La política local, en Cuba, no encierra peligros para la nacionalidad española, como no los encierra para la nacionalidad británica en sus libres y prósperas colonias. La nacionalidad española, como ha demostrado elocuentemente el señor Govín, es presunción necesaria y base verdaderamente inconmovible de la política local,....”
La principal limitante de estos autores españoles, es que al empeñarse en la búsqueda de los nobles aspectos del autonomismo, para contraponerlos a las valoraciones tradicionales del tema en historiografía cubana revolucionaria, obvian que Cuba autonómica, como ambicionaban sus partidarios, significaba únicamente la continuación reformada de la coyunda colonial. Descartan que ya no solo la distancia y los intereses económicos separaban a España y Cuba, sino también una grieta espiritual insalvable resultado de la epopeya del 68, y que la ideología mambisa había devenido en autoconciencia de las masas oprimidas y baluarte de la identidad nacional. Olvidan que nuevos contornos nacionales habían surgido en la manigua durante la Guerra Grande, marcando la psiquis social de los cubanos y el orgullo nacional, y que la independencia no era para aquel tiempo un “capricho pasajero, sino un sentimiento natural y profundo que se trasmitía con la sangre de generación en generación”. En suma, era imposible pensar en una perpetuidad armónica cuando las autoridades españolas e incluso algunos sectores de su población, veían únicamente a la Isla como una de sus posesiones ultramarinas, de la cual se obtenían significativos beneficios económicos, y por tanto, había que seguir explotando sin misericordia. Es absurdo pensar que el pueblo cubano, pueblo en sí y para sí después de la Guerra de los Diez Años, no aspirara a sacudirse radicalmente de un yugo tan asfixiante. Consiguientemente, no era posible defender el orden colonial reformado, sin negar la nacionalidad. Para ver nacer definitivamente al estado nacional cubano, libre y soberano, la única vía probada y posible estaba en dirigirse con vigor a la raíz del problema, y este se hallaba, a todas luces, en el colonialismo español, pero no podía extirparse con utópicos remedios intermedios y líricos, sino con soluciones radicales. José Martí entendió perfectamente esta realidad que no vieron los autonomistas: “Rudo como es el refrán de los esclavos de Luisiana –escribió en 1892-, es toda una lección de Estado, y pudiera ser el lema de una revolución: “Con recortarle las orejas a un mulo, no se le hace caballo (…) Ni dentro de la ley, ni dentro de su esperanza agonizante, ni dentro de su composición real, podría más el partido autonomista, ni insinúa más, que reconocer la ineficiencia de impetrar de España, con la sumisión que convida al desdén, una suma de libertades incompatibles con el carácter, los hábitos y las necesidades de la política española”.
A diferencia de las investigaciones de los historiadores españoles sobre el autonomismo, en los trabajos publicados en el exterior de varios opositores del sistema socialista cubano, resaltan más sus posicionamientos políticos, que sus razonamientos históricos. Algunos de ellos, han dedicado sus líneas en artículos y libros para exaltar el ideal autonomista como la opción que, de haberse materializado, hubiera resuelto los problemas de la Isla, al tiempo que catalogan a esta corriente como la fórmula que encarnaba realmente el sentimiento nacional y no un independentismo supuestamente inventado. En las exposiciones de estos “ideólogos”, también subyace el designio de loar el espíritu moderado, pausado y gradual de los autonomistas como el que debiera sustituir, en la Cuba contemporánea, el espíritu revolucionario que nos legaron los mambises. También, puede encontrarse en sus trabajos sobre el tema, la idea de la culpabilidad del independentismo del fiasco autonómico. Al mismo tiempo, otras figuras de la misma estirpe, pero mucho más reaccionarios, han volcado su mirada hacia el autonomismo, para ejemplificando sus fracasos históricos, condenar los métodos pacíficos, civilistas y evolutivos, estimulando el uso de la violencia y el terrorismo para lograr un “cambio de régimen” en Cuba.
En lo que coinciden estos exponentes es en su manipulación política en torno a la temática autonomista. Se percibe con facilidad en algunos de ellos sus ansias revisionistas de la historia oficial cubana, con el propósito bien marcado de subvertir las bases más firmes y sensibles de nuestra historia nacional, como un camino oportuno para desmontar las posturas políticas actuales de la mayoría de los cubanos. Saben que nuestra historia gloriosa, donde las reformas no tuvieron cabida y las soluciones verdaderas vinieron de la lid redentora, es sustentación ideológica de la lucha del pueblo cubano en el presente y en el porvenir, por tal motivo, han dirigido hacia ahí sus dardos venenosos. Algunos han sido más sutiles, otros más descabellados, pero ninguno ha tenido sinceras intenciones de hurgar en nuestro pasado, todo lo contrario, de ahí, las innumerables aberraciones o dislates que se pueden encontrar en los trabajos que han publicado.
Entre los cubanoestadounidenses que se han dedicado a la defensa apostólica del autonomismo cubano y al ataque a la Revolución, podemos encontrar a Rafael E. Tarragó (bibliotecario iberoamericanista de la Wilson Library en la Universidad de Minnesota, EE.UU). Su obra, Experiencias Políticas de los Cubanos en la Cuba Española 1512-1898 (Barcelona, s.a), es un intento fallido por desvirtuar algunos aspectos de la Historia de Cuba. Desde la introducción de este libro podemos percibir estos propósitos insidiosos. Tarragó aboga por la idea de que los historiadores cubanos son incapaces de analizar imparcialmente su historia, ya que según él, fueron los independentistas cubanos quienes hundieron la salida autonómica, al apoyar la invasión estadounidense en 1898. No se percata, o no lo quiere reconocer, dada su intención de manipular la Historia cubana, que la autonomía era ya una idea retardataria después de haber acontecido la Guerra Grande. Estallido revolucionario que se produjo, entre otros motivos, porque España se encargó de enterrar, entre 1866 y 1867, la posibilidad de reformas, ratificando el carácter opresivo y obsoleto de su política colonial. Y si el autonomismo pudo resurgir e incluso existir como partido político, como nunca había sido posible en las anteriores etapas reformistas, fue una consecuencia del alcance de la lucha independentista del 68, que hizo sacudir al colonialismo español en la Isla y este tuvo que acceder a ciertos acomodos. Por tal razón, aunque nunca lo reconocieron de esa manera, los reformistas que se unieron al Partido Autonomista en 1878, debieron su existencia al independentismo cubano, pues de no haberse alzado los cubanos en armas, jamás hubieran conocido la legalidad.
Así se repitió durante la farsa de 1898, pues la metrópoli solo mudaba su terca y expoliadora política, cuando la llama le quemaba los pies. Para aquel entonces, al vigoroso fuego de la Revolución se le unieron las insistentes presiones estadounidenses exigiendo reformas, enmascarando sus verdaderas intenciones de apoderarse de la Isla, lo que llevó al gobierno español, a regañadientes, a conceder la “autonomía” a Cuba.
Tarragó también sostiene, que los autonomistas “abogaron por la temprana supresión del sistema del patronato y la abolición completa de la esclavitud de los negros decretada en 1886”. En este caso, Tarragó falsea la historia, porque debió haber apuntado que inicialmente los autonomistas, por razones económicas, fueron más conservadores incluso que el propio Partido Unión Constitucional, al pedir la abolición gradual y con indemnización de la esclavitud y la implantación del patronato.
Llega al extremo Tarragó, al señalar que Martí y la guerra del 95 impidieron las reformas y, por tanto, fueron los máximos causantes de la crisis que llevó a la intervención estadounidense en Cuba. Al obviar que EE.UU estaba decidido a intervenir en la Isla para apoderarse de la misma, con autonomía o sin ella, Tarragó desconoce que los intereses expansionistas de esa nación con relación a la “Perla de las Antillas” se remontaban a mucho antes de 1898 y que la exigencia de reformas a España fue solo una táctica coyuntural en busca de un objetivo mayor. De cualquier forma, encontrarían siempre una justificación para entrometerse en la contienda cubano-española y satisfacer sus ansias imperiales.
Un artículo de Tarragó que apareció el 17 de marzo del 2003, en El Nuevo Herald de Miami, es otro de sus intentos por atacar el legado histórico de Cuba. En el mismo asevera que las reformas de Abarzuza habían hecho innecesaria la guerra de Martí en 1895. Según afirma, con total ignorancia, Cuba gozaba ya de todas las libertades civiles, y la guerra de Martí vino a destruirlo todo. Cualquiera que haya leído un poco de Historia de Cuba, que no sea por el lomo del libro, se puede percatar con facilidad que estas tesis no están para nada sustentadas en la realidad histórica. La llamada fórmula Romero- Abarzuza, aprobada por unanimidad en las Cortes españolas el 13 de febrero de 1895, en momentos en que la mayor parte de la población cubana, cansada ya de tantas afrentas de la metrópoli, se inclinaba por la concreción del estado nacional sin cortapisas, fue incluso más retrógrada que el proyecto presentado con anterioridad por el Ministro de Ultramar, Antonio Maura. Esto se puede corroborar con facilidad al ver que dicha fórmula mantenía incólume la autoridad del Capitán General, que podía suspender a los integrantes del Consejo de Administración que se crearía en la Isla, a pesar de que la mitad de sus miembros fuesen elegidos. Entre las facultades del Consejo de Administración no estaría la de nombrar a los funcionarios administrativos, ni la de exigirles responsabilidades, por lo que la corrupción administrativa seguiría creciendo sin grandes contratiempos. Por añadidura, los presupuestos generales continuarían aprobándose en la Metrópoli, siempre en su beneficio y en detrimento de la colonia caribeña, que continuaría cargando con una enorme deuda y los aranceles que frenaban su desarrollo. Aunque en apariencia se decía que el Consejo de Administración asumía las funciones de Diputación Única, en la práctica no era así, quedando por tanto el poder insular fragmentado y dando pábulo al caciquismo, lo que obraba en favor de lo intereses de los grupos de presión peninsulares y la oligarquía españolista de la Isla, que se beneficiaban del statu quo entronizado. Tampoco se materializaba la soñada división del mando civil y el militar. De haber hecho Tarragó un análisis exhaustivo de la fórmula Abarzuza, hubiera comprendido sin dificultad, que no representaba para nada los intereses de la nación cubana, y no llegó siquiera a cubrir las aspiraciones del Partido Autonomista, a pesar de que este, en evidente actitud oportunista, se adhirió a él, no sin fuertes discusiones en el seno de la Junta Central entre los que se conformaban con esta concesión, y los que abogaban por la total autonomía.
Pero en esa ocasión las reformas estuvieron gastadas para los cubanos; y así se demostró cuando solo once días después de aprobado este proyecto, estalló nuevamente la insurrección en la Isla, cobrando de inmediato una fuerza vertiginosa.
Está claro que después del Zanjón, Cuba siguió siendo una plaza sitiada regida por el Capitán General y por los siempre favorecidos integristas españoles. La fórmula Abarzuza, a todas luces, no revertía esa situación. De ahí que la guerra preparada durante muchos años, bajo innumerables sacrificios y vicisitudes, por José Martí y otros patriotas, fuese tan necesaria.
Pero los mal intencionados planteamientos de Tarragó, se quedaron muy por detrás en comparación con los esgrimidos por Hugo.J. Byrne, lo que demuestra el grado en que ha sido politizado el reformismo decimonónico cubano. En una conferencia en la Universidad de California, que llevó por título “El Autonomismo del siglo XXI”, este cubanoestadounidense, sostiene que los “disidentes” cubanos o los nuevos autonomistas del siglo XXI como los califica, están tan equivocados como lo estuvieron los defensores de la evolución del siglo XIX cubano en su lucha legal y pacífica frente a la metrópoli española. Para Byrne, estos nuevos autonomistas cuentan con menos cartas de triunfo que sus antecesores, pues se oponen “al poder absoluto y totalitario del estado cubano”. Así, utilizando una de las farsas más burdas que han empleado los calumniadores del sistema político de la Isla, Byrne no está haciendo otra cosa que incitar a la lucha violenta y terrorista contra el sistema socialista de la Isla, sustentándose en la historia del fracaso del Partido Autonomista y sus métodos pacíficos, como un elemento histórico similar a los que emplean los “disidentes” cubanos en el presente. La adscripción de Byrne a los métodos violentos y terroristas se vislumbra cuando termina, nada más y nada menos que su conferencia, citando unas palabras del terrorista confeso Luis Posada Carriles, pronunciadas en la Florida el 13 de abril del 2005, donde llamaba a la implementación de estos recursos en la cruzada contra la Revolución Cubana. Y seguidamente llega al colmo en sus ofensas a la Historia de Cuba y a sus principales próceres, al citar unas ideas de José Martí, totalmente descontextualizadas.
Estos desatinados juicios, para nada que ver con la historia, se repiten en los que quieren sustentarse en el autonomismo, de una forma u otra, para enfrentar la Cuba revolucionaria.
El canadiense J.C.M. Ogelsby es otro de los exponentes más sobresaliente dentro de este nuevo grupo de alabarderos del autonomismo cubano. Este autor, en uno de sus trabajos, analiza el autonomismo cubano en relación con la fijación que este tuvo respecto del modelo de autonomía colonial del Canadá. Sostiene la legitimación nacional de los autonomistas, y los considera forjadores de la conciencia nacional, pero los presupuestos de los que parte le llevan a sostener que el independentismo era un movimiento minoritario, y que la república cubana fue fundada con la ayuda de los E.E.UU sobre las masas de los cubanos autonomistas y apolíticos. Si el autor hubiera revisado los documentos que se conservan en las Bibliotecas y Archivos Cubanos, se hubiera percatado con facilidad que esa tesis no se acerca en nada a la realidad, pues las propias actas de la Junta Central del Partido Autonomista, nos reflejan que una vez reiniciada la lucha independentista en 1895, el sentimiento autonomista era muy minoritario, pues la mayoría del pueblo cubano se encontraba ya, de una forma u otra, al lado de la insurrección libertadora. Asimismo, no se puede soslayar que el triunfo de la revolución emancipadora fue mediatizado por los EE.UU, que intervino en la guerra con el fin de coronar los planes expansionistas que perseguía desde otrora, y la república que se instauró, subyugada al imperio del Norte, no fue en verdad el sueño de los cubanos que vertieron su sangre en la manigua.
Los razonamientos de Ogeslby pasan por exculpar al autonomismo y culpar a España en su política colonial. Pero los autonomistas también erraron. Aunque la mayoría eran brillantes intelectuales, no comprendieron que la opción política que defendieron durante años, era imposible bajo la tutela española.
Parte Ogeslby de supuestos inaceptables como que el cubano era un hombre de mentalidad colonial, y por ello la autonomía y los autonomistas encarnaban su voluntad política. Como demostración de un total desconocimiento de la Historia de Cuba, Ogeslby llega a decir que los autonomistas querían formar una sociedad multirracial y libre, concluyendo que Cuba no pudo ser esa nación libre bajo España, pero cumplió bajo la dominación de los EE.UU durante los años republicanos, la aspiración de Montoro de que se subordinara a una potencia extranjera, y que irónicamente el gobierno cubano después de 1959 hizo exactamente lo que Giberga pensaba, que Cuba en la época de la independencia, debía buscar la alianza con la más poderosa nación de Europa (URSS), para contrabalancear a los Estados Unidos. En su criterio, no habiendo tenido oportunidad la Mayor de las Antillas “de evolucionar hacia fuera de su sensibilidad colonial, los cubanos se encontraron atrapados en una tradición revolucionaria que paradójicamente parecía ser absolutamente colonial”. No hay dudas de que estas extrapolaciones insensatas, reflejan las posiciones antagónicas del autor frente al proceso revolucionario cubano actual.
El cubano residente en México, Rafael Rojas, se ha sumado desde ya hace algunos años, a los enaltecedores de la corriente autonómica cubana del siglo XIX. En su libro, José Martí: la invención de Cuba (Colibrí, Madrid, 2000), el autor sustenta la hipótesis de que Martí se dedicó a crear una nación cívico-republicana, una tradición, un imaginario articulado por la epopeya de la Guerra de los Diez Años, que devino en la desactivación del mensaje aristocrático de los patricios blancos. Así el Apóstol, según Rojas, a través de sus discursos frente al auditorio cubano de la emigración y sus escritos en Patria, fue “creando los mitos, los héroes, pero también las efemérides patrióticas, el ceremonial cívico y hasta los símbolos nacionales y los emblemas políticos de su República”. En su criterio, Martí inventó una nación moderna que contemplaba la comunidad negra dentro del espacio nacional y donde solo se exaltaban las virtudes morales del pueblo cubano, pero una nación, que no tenía nada que ver con la que existía en la práctica, y que se sustentaba en el imaginario de la aristocracia blanca, en donde era discriminado el negro criollo. Está claro que, para Rojas, la real nacionalidad cubana estaba representada por los autonomistas aristócratas blancos. Sin embargo, qué respuesta daría Rojas a las siguientes preguntas: ¿por qué la mayoría del pueblo cubano optó por la liberación nacional y no por los remedios recomendados por los patricios blancos autonomistas?, ¿por qué no se detuvo la insurrección redentora de 1895, sino que su fuerza se hizo más evidente a pesar de las intensa propaganda autonomista que la caracterizaba, como guerra de razas?, ¿por qué de solo pisar tierra cubana el general negro Antonio Maceo, pudo contar con la incorporación espontánea cientos de hombres dispuestos a luchar por la independencia de Cuba bajo sus órdenes?, ¿cómo es posible que la mayoría de los cubanos abrazaran la causa de Martí organizada fundamentalmente en la emigración y no la de los autonomistas que habían gozado de la ventaja de desplegar su labor en el interior de la Isla desde 1878? Las respuestas a estas simples interrogantes demuestran que la nación cubana por la que abogaba Martí en la segunda mitad del siglo XIX, no fue una invención fortuita, sino el legado espiritual y el sentimiento mayoritario del país, no se trataba de una cuestión de atmósfera, sino de subsuelo. La abolición de la esclavitud y la lucha por la integración racial de todos los componentes de la sociedad cubana, fue cimentada por la ideología independentista desde el 10 de octubre de 1868, al poner Céspedes en libertad a sus esclavos, cuando la Constitución de Guáimaro declaró en su artículo 24 la libertad de todos los habitantes de la Isla sin distinción del color de su piel, y en diciembre de 1870, al reafirmarse la abolición de la esclavitud en todas sus formas por circular del ejecutivo. Los sectores más populares, entre los que se encontraban los negros y mulatos, asumieron al paso de los años, la vanguardia revolucionaria de la Guerra Grande que originariamente perteneció a los terratenientes centro-orientales, lo cual trajo como consecuencia la radicalización de la lucha. Esta tuvo como colofón la Protesta de Baraguá; en la cual Maceo, con su decisión de continuar el combate, devino la máxima representación de la nación, y le dio continuidad a la idea de libertad y abolición.
Al contrario de los criterios defendidos muy sutilmente por Rojas, que van a las raíces más ancladas de nuestra Historia Nacional, podría señalarse que la autonomía una vez concluida la Guerra de los Diez Años, fue la invención de un imaginario no representativo de la mayoría del pueblo cubano, de ahí su imposibilidad de convertirse en una opción viable para Cuba. Ello explica el porqué a pesar de que sus exponentes actuaron en el interior de la Isla, a diferencia de Martí que lo hizo en la emigración, no pudieron jamás ganarse el sentimiento mayoritario del país. Martí no fue el inventor de una Cuba inexistente, sino el más lúcido representante de la nación cubana fraguada en la manigua. Nación que había encontrado su basamento jurídico en Guáimaro y que fuera reconocida nos solo por muchos cubanos sino también por varios países latinoamericanos. Por si fuera poco, la grandeza del Apóstol también radicó en lograr nuclear todos los elementos necesarios para alcanzar la plasmación definitiva de esta nacionalidad en efervescencia. Martí no hizo otra cosa que desarrollar, inflamar e iluminar las ideas independentistas y de integración racial, que ya existían como parte inseparable de la nación cubana.
Rojas también se ha manifestado como exaltador del autonomismo cubano en numerosos artículos, uno de ellos “Un libro que faltaba”, publicado en la revista Encuentro, es todo un elogio y la adhesión a los criterios vertidos por los autores españoles Bizcarrondo y Elorza en su obra sobre el autonomismo cubano, y que hemos expuesto y analizado anteriormente. Esto es así, hasta que entra en contradicción con el epílogo del libro donde se plantea que la supervivencia del autonomismo vino de la adaptación conservadora que asumieron sus representantes durante la República. Rojas discrepa con Bizcarrondo y Elorza, pues para él, en aquel tiempo, todos los autonomistas compartían las mismas ideas liberales, republicanas y democráticas de los separatistas y anexionistas. Al tratar de fundamentar estos criterios Rojas sostiene que según el terreno soberanista que diferencia a un conservador de un liberal, “Zayas y Fernández de Castro votaron contra la Enmienda Platt en el Congreso Constituyente de 1901” por lo que no serían conservadores.
Para contradecirlo basta con recordar que la mayoría de los autonomistas siguieron un camino conservador, entre ellos, quien había sido su ideólogo fundamental: Rafael Montoro, inicialmente militante del Partido Moderado junto a Estrada Palma, y posteriormente adscrito al Partido Conservador y candidato a la vicepresidencia con el general Mario García Menocal. Por otro lado, Rojas comete un error por ignorancia histórica, al plantear que Zayas y Fernández de Castro votaron contra la Enmienda Platt en el Congreso Constituyente de 1901. Puede ser que su dislate haya versado en confundir a los ex autonomistas, Francisco de Zayas y Rafael Fernández de Castro con Alfredo Zayas y el general José Fernández de Castro, los dos primeros no participaron en la Constituyente de 1901. En caso de haber estado refiriéndose a los dos últimos habría que aclararle a Rojas que, Alfredo Zayas militó un tiempo en el autonomismo, pero durante la guerra del 95 se había pasado al independentismo, y que José Fernández de Castro, General del Ejército Libertador, siempre perteneció a las filas separatistas. En definitiva, el único ex autonomista que participó en la Constituyente de 1901 fue Eliseo Giberga y votó a favor de la Enmienda Platt.
Ante tantas insidias y venenos contra nuestro preciado legado, la historia verdadera del autonomismo decimonónico cubano habla por si sola. Es cierto que los autonomistas ocuparon un espacio significativo en la segunda mitad del siglo XIX, que sus aportes en la literatura, en la filosofía, en la crítica estética, en el arte de la oratoria y en la lucha cívica llegan hasta nuestros días y merecen serias investigaciones. También, que el Partido Autonomista no fue una organización homogénea, y que en él militaron conjuntamente, en determinadas coyunturas, patriotas y enemigos de Cuba. Tampoco se puede desconocer que durante los años de reposo turbulento su labor política, que incluía fuertes críticas a los vicios del colonialismo español, contribuyó a exacerbar la conciencia nacional cubana. Nada de esto es desestimado.
Sin embargo, los autonomistas no estuvieron jamás dentro de la vanguardia patriótica cubana, ni en el lugar que los enemigos de la revolución quieren atribuirle en la Historia de Cuba. Los autonomistas tuvieron suficiente tiempo e inteligencia para haber rectificado sus errores y ocupado un puesto más encomiable en nuestra historia. Sus posiciones de clase, su ofuscada mentalidad proespañola, sus concepciones filosóficas donde predominaba el positivismo spenceriano, y por tanto, su adscripción a los métodos pacíficos, evolutivos y pausados, su férrea desconfianza en la capacidad de los cubanos para regir individualmente su destino, y su ojeriza hacia los sectores populares donde se encontraban los iletrados, los negros y los mulatos, fueron algunos de los elementos que llevaron a estos hombres de verbo luminoso y vasta cultura a sus posicionamientos errados y a sus continuos fracasos.
Nada lograron frente a la tozudez española, no percibieron que todas las migajas o variaciones de la política metropolitana producida en la Isla a partir de 1878, no fue otra cosa que el corolario del peligro latente que representaba otra revolución irredentista, que no dejaba de mostrar sus destellos resurgentes. No se percataron, incluso, que el propio partido desde el que desplegaban su proselitismo era uno de los mayores logros de la lucha redentora del 68. Por si fuera poco, la venda que cegaba sus ojos no les permitió comprender que fueron siempre figuras decorativas, pues España los vejaba, ignoraba todos sus reclamos, los tildaba de independentistas, los mandaba a las mazmorras de Ceuta y Chafarinas, y hacía vencer a los integristas en las elecciones, utilizando todo tipo de fraudes y subterfugios. Hasta tal punto fueron autómatas que, en enero de 1898, después de instaurado el ensayo histriónico de autonomía en la Isla, Segismundo Moret, Ministro de Ultramar, para evitar cualquier confusión al respecto, le comunicó en telegrama al recién nombrado Capitán General de la Isla, Ramón Blanco, que los secretarios de despacho del gobierno autonómico eran meros auxiliares suyos, y que él constituía la única autoridad. A pesar de todos estos ultrajes que duraron años, los autonomistas de manera equívoca, en vez de cambiar de actitud ante la tácita insolencia de la metrópoli y convencerse de la inviabilidad de su lucha, optaron por enfrentarse de manera resuelta a la independencia, la cual consideraban la más terrible de las soluciones, así pagaron los autonomistas al ideal que les había dado vida. Llegaron al colmo en sus agravios a los independentistas cubanos, al celebrar la muerte de Antonio Maceo, calificar de racistas a sus seguidores y apoyar al sanguinario Valeriano Weyler.
Mas la obstinación de la metrópoli fue tan aguda como la de los propios autonomistas que permanecieron dóciles a sus pies, hasta el último hombre y la última peseta proveniente de España. Esto fue así, pese a que el sentimiento del país se inclinaba a la ruptura definitiva, y que la historia misma había demostrado que no había otra salida, ya que eran muchos los intereses que España y los grupos peninsulares y sectores oligárquicos en la Isla salvaguardaban, y que jamás aceptarían poner en manos de los cubanos, ni siquiera compartirlos con ellos.
Finalmente, es acertado decir que si la ideología revolucionaria ha empañado en alguna medida la visión sobre el fenómeno autonomista en los estudios cubanos, obviando una serie de matices positivos que aportó dicha corriente, la no revolucionaria de ciertos enemigos de nuestro proceso los ha dejado ciegos, llevándolos incluso a la entelequia y la mentira. Los historiadores cubanos hemos partido siempre del impulso por acercarnos lo más posible a la verdad histórica, mientras que la mayoría de autores adversarios de la Revolución Cubana que hemos analizado, han tenido como principal acicate la construcción de ficciones históricas, que fundamenten sus posicionamientos políticos y atenten contra la memoria colectiva del pueblo cubano, con el ánimo de subvertir la Revolución desde sus propias raíces.
17 de enero de 2014
(Ponencia presentada en el XXI Congreso Nacional de Historia. Provincia La Habana).
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