domingo, 21 de febrero de 2010

Prólogo al libro Y seguimos filosofando (Editorial de Ciencias Sociales, 2010)

Enrique Ubieta Gómez
Este es, en primer término, un prólogo para lectores cubanos, pero confío en que ese énfasis inevitable, no me distancie demasiado de otros posibles lectores. Como prologuista cubano de Horacio Cerutti Guldberg, un filósofo argentino – mexicano que se apropia críticamente de la filosofía de la liberación y de la historia de las ideas y las rebasa, debo empezar por exponer el breve itinerario personal que me acercó a su ya copiosa obra: cuando en 1983 culminé los estudios de filosofía marxista en la Universidad de Kiev, capital de la actual República de Ucrania, entonces parte del territorio de lo que fue la Unión Soviética, había leído muy poco –y por cuenta propia--, de la tradición latinoamericana de pensamiento.
Mi vocación me condujo sin embargo en 1985 al habanero Instituto de Literatura y Lingüística, que entonces presidía el doctor José Antonio Portuondo, y mi participación en la investigación colectiva de la historia de la literatura cubana, a la lectura de sus principales ensayistas –escritores, artistas, filósofos, políticos, revolucionarios--, de los siglos XIX y XX. Casi diez años duró ese período de aprendizajes. La ironía de ese itinerario es que no fue hasta 1987, en Moscú, durante una beca de investigación concedida por el Instituto de Literatura Mundial Máximo Gorki, que descubrí y leí a Leopoldo Zea, no sin cierto deslumbramiento, un autor más cercano al poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar –autor del archiconocido ensayo Calibán (1971)--, que a los filósofos cubanos del período revolucionario. Precisamente Zea (como también Retamar) era estudiado por los “latinoamericanistas” soviéticos –críticos de arte y de literatura, especialistas en política exterior--, y no por los filósofos.
Así que cuando en 1988 recibí otra beca de investigación, esta vez en El Colegio de México, llevé conmigo una carta de recomendación dirigida al maestro Zea escrita por el bondadoso amigo y maestro Portuondo. Fue entonces que conocí a Horacio, quien desde 1987 se desempeñaba como Coordinador del Colegio de Estudios Latinoamericanos que fundara Zea en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y era por entonces un cercano colaborador suyo. Por supuesto que aproveché todo lo que pude la excelente biblioteca que tenía El Colegio de México, pero no me sentí nunca a gusto con su aséptico concepto de “excelencia académica”, ya para entonces muy alejado del espíritu de sus fundadores; me atraía en cambio el ambiente rebelde que imperaba en los pasillos de la UNAM y su vocación latinoamericanista.
Horacio, un argentino exiliado durante los años de la dictadura, me acogió en su grupo de trabajo. A pesar de su apariencia de hombre circunspecto, de “cuello y corbata” según decimos en Cuba, Horacio es un ser humano muy asequible, cuya amabilidad nunca es impostada, un espécimen raro en el mundo académico, capaz de propiciar el triunfo ajeno y disfrutarlo como propio. Su liderazgo surge naturalmente de su tesón por aunar voluntades y propiciar el diálogo mediante proyectos colectivos, de su vocación de promotor y su naturaleza de maestro. Organizador de innumerables congresos latinoamericanistas –fue presidente de la Asociación Filosófica de México, país en el que se nacionalizó y fundador de la Sociedad Iberoamericana de Filosofía y Política--, de revistas, antologías de homenaje y libros colectivos, es un consecuente hombre de “izquierda”, abierto por igual a la obra de los autores más diversos, reconocidos o no, y del texto mayor que es la propia vida. Solidario con la Revolución cubana –fue también protagonista del encuentro de intelectuales que lanzó en México la Red de Redes En Defensa de la Humanidad--, y con la Revolución venezolana, sin dejar de analizar a su modo, con sumo respeto, las naturales contradicciones de esos procesos. Nunca –en ambos casos--, su acercamiento ha sido “profesoral”: las preguntas que le formula a las revoluciones reales no son para enseñar, sino para aprender.
Este libro, integrado por ensayos, conferencias e intervenciones de tono confesional es casi una propuesta autobiográfica. Introducción y mapa de su obra. No solo porque incluye un texto en el que aborda críticamente su propia trayectoria –humana y profesional, porque en Horacio el hombre y el filósofo se funden--, sino porque desnuda sus más íntimas preocupaciones y obsesiones teóricas, calzadas a pie de página por los numerosos estudios anteriores de su bibliografía personal. La primera, quizás no desde el punto de vista cronológico, pero sí lógico, es sobre el sentido de su profesión –en el que se imbrican forma y contenido--, que Horacio desarrolla aquí en una minuciosa crítica de la propuesta canónica de Francisco Romero sobre la llamada “normalidad filosófica”, excluyente de cualquier “impureza” no teórica (política). Horacio reclama para la filosofía además de rigor, trabajo y asimilación de un pasado teórico, pasión, sensibilidad, y compromiso político. Porque lo conozco personalmente, sé cómo sufre –y cómo busca y se busca--, esta conclusión que comparto: “En momentos como los actuales, en que hay movimientos sociales, emergencia social, apertura de ciertas posibilidades en nuestra región –incluso me gustaría usar la metáfora de lucecitas al final del túnel--, ¿qué están haciendo quienes se dedican académicamente a la filosofía? En la mayoría de los casos producen trabajos interesantes y hasta bien escritos, que no les interesa a nadie, que no lee nadie…”. Y advierte: “la filosofía es demasiado importante para dejarla en manos de los profesionales de la filosofía… Es lo mismo que ocurre con la política”. Con rigor, pero también con pasión y compromiso político, escribe Horacio Cerutti Guldberg. Por eso (se) pregunta: “¿Qué es filosofar en serio? ¿Lo que prescribe la academia? ¿Lo que las rutinas académicas han sancionado? ¿Lo que pretenciosamente se presenta como tal? ¿Lo que está de moda cada vez? (…)”. Esta angustia se enlaza a otros temas, no menos importantes: el de la identidad del ser y del filosofar latinoamericanos, el del Otro (el oprimido) y su liberación, entendidos de forma histórica, nunca ontológica, no como algo dado, sino como un proyecto que incluye la dimensión utópica, que “concibe al ser como siendo”; y consecuentemente, el tema de los estudios filosóficos en América Latina, y de forma especial, sobre América Latina: “Lo que dificulta la labor formativa y el reconocimiento académico es que intentamos formar un profesional que no sea especialista en una disciplina, aunque deba dominar muchos de los elementos básicos de cada una de ellas, sino un/a experto/a en una región socio-histórico-cultural que incluye, para complicar más el asunto, muchas variantes sociales, históricas y culturales y que es ‘una’, más por decisión, voluntad política, antecedentes más o menos comunes –imaginario a compartir--, que por la homogenidad, presunta sustancialidad o esencialidad del objeto estudiado”.
Pero Horacio tiene que enfrentar numerosos escollos. Es un hombre de la Academia, y a la vez un impugnador de la Academia. Al lector cubano podrá parecerle, por eso, que pelea contra fantasmas; sus aproximaciones a ciertos temas de la teoría política se (de)baten contra una madeja de conceptos y definiciones (de obstáculos académicos) que enrarecen la comprensión. Su misión no es llegar (meta por demás siempre renovable), sino allanar el camino de la comprensión. A veces también, y por la misma causa, el lector echará de menos en el análisis una mirada más explícita a situaciones y procesos que son colosales ejemplos abiertos al estudio, desde la relación “aérea” de Hugo Chávez y las capas más humildes de la población venezolana –uso esa palabra para significar la ausencia de intermediarios--, y la rearticulación de la participación popular en las misiones sociales, al margen de una institucionalidad y de un funcionarato que actúa como rémora, hasta el precario liderazgo de Zelaya en Honduras. Un análisis que debe llevarnos no a situaciones ideales, sino a la comprensión de realidades prácticas: sin el liderazgo de Chávez --o de Fidel, o de Martí en su momento--, ¿hubiese sido posible el avance del proceso revolucionario?, ¿hoy por hoy, es posible una revolución bolivariana sin Chávez? La teoría política contemporánea –al servicio de cierta política, porque no hay teoría política sin sujeto político--, ha puesto de moda términos generales (abstractos) que eluden la descripción de las motivaciones, de los intereses de clase que subyacen y determinan las apariencias, como los de totalitarismo o populismo. Con la manga al codo, Horacio acepta el difícil reto de aceptarlos para rebatirlos.
Porque, ¿qué es el populismo? El autor señala dos características fundamentales: 1. “el populismo es un tipo de manipulación política donde, en nombre del pueblo, lo que se hace es intentar neutralizar el conflicto social”, de ahí su sentido explícitamente contrarrevolucionario; 2. “jamás un populista buscará –ni menos permitirá-- que se concrete la organización popular: la participación efectiva en la toma de decisiones por parte de los mismos afectados”. En consecuencia, tal como señala Manuel Corral y cita Cerutti, el problema a discernir “es si hay o no hay un cuestionamiento radical del capitalismo”. Podemos añadir algunas perogrulladas: populismo es una expresión peyorativa que alude a las tendencias políticas que enfatizan a nivel retórico –nunca práctico--, las demandas populares, para obtener el control político y luego diluirlas, lo que no excluye que se adopten medidas efectistas, de carácter superficial.
Como bien apunta Horacio, populistas fueron Collor de Melo, Menem, Fujimori y Carlos Andrés Pérez, quienes luego implementaron políticas neoliberales. Pero sucede que la oligarquía utiliza el término para desacreditar cualquier intento verdadero por satisfacer esas demandas populares. Si nos detenemos en el caso venezolano, veremos que las misiones sociales chavistas –que garantizan la participación social de los involucrados--, fueron sustituidas en Zulia por “misiones” efectistas, pero efímeras, del gobierno opositor de Manuel Rosales. La gran prensa hablaba del “populismo” de Chávez, no del de Rosales. “Barrio a Barrio” –contraparte populista de Barrio Adentro--, seguía esa lógica: grandes operativos en los que se regalaban medicinas y alimentos. Pero en la noche, al día siguiente, la población tenía que acudir, si se enfermaba, a los médicos cubanos de Barrio Adentro. Los operativos populistas de Rosales se incrementaban en época de elecciones, y desaparecían en los períodos intermedios.
Otros temas abordados por Cerutti son especialmente actuales, por ejemplo el de la violencia revolucionaria. Todo aquel que haya seguido el proceso posterior al golpe de estado en Honduras, podrá distinguir esa contradicción especialmente indigna: el golpe de estado apoyado ya de forma bastante explícita por importantes fuerzas de poder en Estados Unidos, es de por sí un acto de violencia. Desde la violencia consumada –muertos y heridos incluidos, en una represión anunciada--, Hillary Clinton le pide a Zelaya que se abstenga de convertirse en bandera. Ella sabe lo que dice, pero el pueblo hondureño sabe lo que hace. La violencia es intrínsicamente contrarrevolucionaria, pero la pasividad ante ella lo es aún más. Al cumplirse el cuarenta aniversario del asesinato del Che Guevara en Bolivia, El País –diario español que todavía algunos lectores ubican en la izquierda, aunque fue adquirido por el grupo PRISA de capital mayoritariamente estadounidense--, lo acusaba doblemente en su Editorial: de matar y de dejarse matar. En América Latina transcurren sin embargo procesos esperanzadores, que ponen a prueba caminos alternativos para la liberación. ¿Podrán consumarse plenamente sin violencia?
Este es un libro provocador, inteligente, honesto, escrito por un hombre de iguales características. El lector cubano debe dejar sus juicios-previos (o pre-juicios) en la puerta, y adentrarse en las reflexiones de Horacio Cerutti Guldberg con la seguridad de que encontrará un campo fértil para la discusión, sembrado de ideas especialmente sugerentes, hijas de una tradición de pensamiento que también nos pertenece.

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