Abelardo Rafael Cueto Sosa
Nuestro país es una nación mestiza nacida de la fusión de la savia europea y africana, con algunas gotas de sangre asiática. De ese explosivo cóctel nacemos los cubanos, y de ahí nos viene la hidalguía, el valor, la inteligencia, la generosidad y la paciencia, junto con una tremenda alegría de vivir que incluye el fabuloso don de saber burlarnos de nosotros mismos y de los errores que cometemos, paso primigenio para comenzar a rectificarlos.
Por todo esto se explica por qué no nos entienden y nos odian los políticos del Potomac, y se vuelven locos los analistas de la CIA y el Pentágono, pues a nosotros no hay quien nos siga el ritmo.
En Angola estaba muy bien representado todo el variopinto mosaico racial cubano. Blancos rubios, blancos trigueños, negros prietos, mulatos de esos que llaman “de pelo”, jabados de ojos claros, mulatos aindiados y chinos, algunos bien amarillitos y otros matizados con algunas cucharaditas de chocolate en la sangre.
Esa variedad de razas la tuvo también nuestro Ejército Libertador, y como nuestro papel en Angola fue eminentemente libertario, es por eso que he titulado así esta historia en reconocimiento a nuestros mambises y sus continuadores en tierras angolanas.
En el pelotón de Comandancia estaba el Chino Chiu. Flaco como un alambre, eso parecía: un alambre de cobre permanentemente cargado de corriente, coronado por pelos lacios y rebeldes que cobijaban unos ojos negros y grandes para que por ellos entraran todos los colores y paisajes. Artista plástico de profesión, cambió paletas y pinceles por el AK, y la tranquilidad del caballete por los peligros de la exploración, la escolta y cuando hizo falta, también por la brocha gorda.
Por todo esto se explica por qué no nos entienden y nos odian los políticos del Potomac, y se vuelven locos los analistas de la CIA y el Pentágono, pues a nosotros no hay quien nos siga el ritmo.
En Angola estaba muy bien representado todo el variopinto mosaico racial cubano. Blancos rubios, blancos trigueños, negros prietos, mulatos de esos que llaman “de pelo”, jabados de ojos claros, mulatos aindiados y chinos, algunos bien amarillitos y otros matizados con algunas cucharaditas de chocolate en la sangre.
Esa variedad de razas la tuvo también nuestro Ejército Libertador, y como nuestro papel en Angola fue eminentemente libertario, es por eso que he titulado así esta historia en reconocimiento a nuestros mambises y sus continuadores en tierras angolanas.
En el pelotón de Comandancia estaba el Chino Chiu. Flaco como un alambre, eso parecía: un alambre de cobre permanentemente cargado de corriente, coronado por pelos lacios y rebeldes que cobijaban unos ojos negros y grandes para que por ellos entraran todos los colores y paisajes. Artista plástico de profesión, cambió paletas y pinceles por el AK, y la tranquilidad del caballete por los peligros de la exploración, la escolta y cuando hizo falta, también por la brocha gorda.
El Chino Chiu cumplía sus deberes concienzuda y discretamente, sin alardes, con esa mesura propia de sus ancestros para hacerle frente a las más complicadas situaciones. Buen compañero, nunca tuvo espacio para mezquindades ni pendejadas, y bastante paciencia para sobrellevar las de otros que no se le igualaban.
Del otro chino no pude retener el nombre, pues lo conocí de una manera ocasional y compleja para él.
Habíamos ido como escolta de Acosta Sosa hasta Lubango y luego de que terminó sus asuntos en la Misión Militar, ordenó ir hasta el hospital. Al llegar, el Jefe se bajó sin decir media palabra, lo cual significaba claramente: siéntate y espera. Nos repantigamos en el jeep Tejeda el chofer, en el asiento delantero, y el que suscribe en la parte de atrás.
El estar en territorio amigo y la suave brisa hicieron lo suyo, y pronto estábamos dando cabezazos, hasta que un cláxon desesperado y un chillido de gomas nos sacaron de la modorra para hacernos apear a toda velocidad.
Había entrado un camión con heridos. Los habían autorizado a forrajear y habían ido a una aldea alejada, en la que al parecer, había operado la UNITA y dejado sus habituales sorpresas.
En las afueras del villorrio estaban unos corrales con cabras y en el momento en que los combatientes compraban algunas, dos animales escaparon. Los persiguieron, ignorando los gritos de advertencia de los aldeanos, y luego de unas decenas de metros de carrera, los animales volaron en una mina y las esquirlas hirieron a los que corrían tras ellos.
De los heridos, que eran cinco hombres, cuatro presentaban lesiones de poca consideración, pero el quinto, un chino cuarentón, arrugado y con una barba rala, había recibido varios fragmentos en el vientre.
Estaba consciente, aunque hacía muecas de dolor. En el momento de meterlo dentro del hospital encontró valor para hacerle una broma al médico. Con una
mueca que quería ser sonrisa le soltó: “médico, yo creo que de esta no me salva ni el médico chino”. A pesar de la seriedad del momento, lo inesperado del hecho y la comicidad con que el chino aflojó su frase, provocó en todos una sonrisa.
Pasaron como tres horas hasta el instante en que salió a tomar aire un enfermero y le preguntamos por el chino herido. La respuesta nos animó bastante. Concretamente nos dijo: “acabaron de operarlo, aguantó sin problemas la operación. Si no se complica, la pelea entre él y la pelona está cincuenta y cincuenta, pero con las ganas de vivir que tiene el tipo, seguro gana”.
Del otro chino no pude retener el nombre, pues lo conocí de una manera ocasional y compleja para él.
Habíamos ido como escolta de Acosta Sosa hasta Lubango y luego de que terminó sus asuntos en la Misión Militar, ordenó ir hasta el hospital. Al llegar, el Jefe se bajó sin decir media palabra, lo cual significaba claramente: siéntate y espera. Nos repantigamos en el jeep Tejeda el chofer, en el asiento delantero, y el que suscribe en la parte de atrás.
El estar en territorio amigo y la suave brisa hicieron lo suyo, y pronto estábamos dando cabezazos, hasta que un cláxon desesperado y un chillido de gomas nos sacaron de la modorra para hacernos apear a toda velocidad.
Había entrado un camión con heridos. Los habían autorizado a forrajear y habían ido a una aldea alejada, en la que al parecer, había operado la UNITA y dejado sus habituales sorpresas.
En las afueras del villorrio estaban unos corrales con cabras y en el momento en que los combatientes compraban algunas, dos animales escaparon. Los persiguieron, ignorando los gritos de advertencia de los aldeanos, y luego de unas decenas de metros de carrera, los animales volaron en una mina y las esquirlas hirieron a los que corrían tras ellos.
De los heridos, que eran cinco hombres, cuatro presentaban lesiones de poca consideración, pero el quinto, un chino cuarentón, arrugado y con una barba rala, había recibido varios fragmentos en el vientre.
Estaba consciente, aunque hacía muecas de dolor. En el momento de meterlo dentro del hospital encontró valor para hacerle una broma al médico. Con una
mueca que quería ser sonrisa le soltó: “médico, yo creo que de esta no me salva ni el médico chino”. A pesar de la seriedad del momento, lo inesperado del hecho y la comicidad con que el chino aflojó su frase, provocó en todos una sonrisa.
Pasaron como tres horas hasta el instante en que salió a tomar aire un enfermero y le preguntamos por el chino herido. La respuesta nos animó bastante. Concretamente nos dijo: “acabaron de operarlo, aguantó sin problemas la operación. Si no se complica, la pelea entre él y la pelona está cincuenta y cincuenta, pero con las ganas de vivir que tiene el tipo, seguro gana”.
Pasados unos minutos Acosta Sosa entró en el jeep y arrancamos para Matala y como tantas otras veces en la guerra, no tuvimos más información de aquel suceso.
Han pasado veinticinco años de aquellos días. Estoy seguro que el chino herido también anda por estos rumbos, y debe ser un abuelo jodedor y simpático. A él debe haberlo protegido Cuang Con, el guerrero líder, al que los cubanos llamamos San Fan Con; tiene que ser así, porque un hombre bravo y con tan buen humor, como siempre les digo, seguro que le ganó la pelea a la Vieja de la Guadaña.
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