Abelardo Rafael Cueto Sosa
De pie frente a nosotros, con evidente emoción en la voz, el subteniente nos comunicó que el objeto de la citación era conocer nuestra disposición para cumplir una misión internacionalista de combate en un país africano, de carácter absolutamente voluntario y que si nuestra respuesta era afirmativa debíamos presentarnos al otro día a las 08.30 horas con una muda de ropa interior, una toalla y los útiles de aseo personal.
Pienso que si en aquella estrecha oficina hubiera aterrizado un marciano no hubiera provocado en los citados una sorpresa mayor. En mí caso todos los posibles argumentos que llevaba para resistirme a una movilización se esfumaron como por arte de magia y entre la estupefacción y la alegría se abrió paso también un sentimiento de orgullo y de preocupación por la responsabilidad que en mí se depositaba.
Pero no hubo tiempo para muchas meditaciones trascendentales. Había pasado si acaso un minuto de que nos comunicaran el asunto y el subteniente planteó que quienes estuviéramos dispuestos a ir levantáramos la mano. Hasta hoy, a la distancia de más de veinticinco años de aquel instante vital, conservo la satisfacción de que diez hombres, diez cubanos del montón, lo hicimos como uno solo, incluido un compañero cercano a los cincuenta, del que más tarde supe que había combatido en Girón y el Escambray y en aquel minuto se desempeñaba como cocinero. El Segundo Jefe del Comité Militar nos dijo, con la parquedad del militar de carrera teñida por un sentimiento que se le transparentaba en los ojos, que era muy estimulante una respuesta tan unánime, y sin perder más tiempo nos puso en manos de los compañeros de los pupitres.
Por azar, yo fui ubicado con el que conocía, quien ya con toda cordialidad, me felicitó para luego llenarme la planilla de rigor con todos los datos clásicos, incluido quien debía cobrar mi salario y a quien se debía avisar en caso de un “problema”.
A partir de ese momento yo sumé la palabra “problema” al rosario de expresiones eufemísticas, caballerosas y criollas con que los cubanos calificábamos a la muerte, pero no pensé mucho en eso, no por guapo, sino porque cuando se es muy joven, aún ante la inminencia de participar en una guerra, la Vieja de la Guadaña se ve como algo tan lejano que no te concierne.
El camino de regreso a la casa lo hice pensando en cómo dorarle la píldora a mí madre y en buscar la fórmula de imponer al viejo de la verdadera esencia del asunto.
Nos habían advertido que estaba absolutamente prohibido decir el tipo de tarea que íbamos a cumplir y que justificáramos la movilización con maniobras, pasar escuelas u otro pretexto que fuera plausible.
La disciplina y el secreto militar eran preceptos que yo conocía bien pues con ambos tuve que lidiar en la Marina, pero no decirle la verdad a mi padre me parecía un insulto a su trayectoria como revolucionario y estaba seguro que se dejaba cortar en pedacitos antes que traicionar una confidencia de la que fuera depositario. No se me escapa tampoco que yo era su único hijo, y que si le avisaban de algún “problema” conmigo, la cuestión iba a resultarle difícil y había que prepararlo.
Con la vieja no hubo mayores dificultades. Si yo no fuera bajito, cabezón y feo, hubiera dado un actor de alto calibre. Le hice un cuento de una movilización por dos años en Camagüey, como maestro de los soldados del EJT y salí del atolladero. Pero la tarea difícil era buscar el instante para quedarme solo con el viejo y hablarle; aunque como veterano conspirador, frente a mamá simuló que se tragaba el bulo camagüeyano, yo sabía que eso le había parecido un cuento chino.
Antes de que el viejo diera la orden de ir a la cama, el tiempo me alcanzó para hacer una llamada a una novel bailarina de una prestigiosa compañía cubana, con la cual tenía una tormentosa relación. Dueña de unos ojos que parecían de miel y terciopelo y de un cuerpo que provocaba vértigos, me tenía franca y totalmente loco.
A ella también le conté la mentira de los tinajones, pero con ese sexto sentido de las mujeres para adivinar cuando el hombre que les gusta miente, no me lo creyó. No podía yo sospechar en ese momento que pocos meses después de mi regreso aquello se acabaría lastimosamente, y que más tarde ella se iría para siempre rumbo al Norte revuelto y brutal que nos desprecia, porque nos teme.
Luego de esta digresión erótico lacrimosa volvemos al meollo de esta historia. Esa noche memorable dormimos muy poco en casa, mis viejos con las clásicas preocupaciones de todos los padres ante la inminente partida de un hijo, aunque sea para ir de vacaciones, mientras yo soñaba despierto en realizar hazañas que dejarían chiquitos a Napoleón y a Suvorov y me posibilitaran un regreso triunfal a la patria.
Cualquiera pudiera pensar que con semejantes ideas yo era bastante inmaduro para tener veintidós años y haber pasado las escuelas del Servicio Militar y la militancia en la UJC. A esos les respondo que, el día en que el ser humano pierda la capacidad de soñar y no sea capaz de darle ocasional rienda suelta al niño que todos llevamos dentro, en ese minuto la humanidad volverá de nuevo a las cavernas. A su vez, ya aclaré que soy de pequeña estatura y todos los hombres bajitos tenemos algo de delirio napoleónico.
El momento de hablar con el viejo llegó al otro día por la mañana. El salía muy temprano para su trabajo y en un descuido de la vieja en la cocina le dije lo que había. Me miró hondo, como si me viera de muy lejos, dijo sencillamente que cumpliera con mi deber, me abrazó y se fue, no hacía falta más. Ese día admiré un poco más a mi padre.
Antes de salir para el Comité Militar, pude llamar a mi jefe en la UJC, repetí la historia del Camagüey legendario que, cuadro agalludo al fin, tampoco creyó, y nos despedimos con un hasta pronto. Como el antiguo refrán dice: “despedidas cortas lágrimas abrevian”, convertí la conversación con mi madre en algo muy parecido a la salida cotidiana para el trabajo.
Puntuales, también como si fuéramos uno solo, llegamos a O’Reilly y Cuba los diez hombres que la noche antes le dijimos que sí a las exigencias de nuestro tiempo. Nos montamos en el camión para partir, pero antes tuvimos la primera baja: mientras nos despedíamos de las respectivas familias y tratábamos de dormir, el Comité Militar hizo lo suyo y apareció que el casi cincuentón cocinero estaba muy delicado de salud y decidieron que no fuera.
En aquel momento pensaba que eso era la más horrible de las injusticias. Hoy, opino distinto. Ahí empezó también mi verdadero aprendizaje de soldado. Al mirar al viejo miliciano que se quedaba empecé a entender que los hombres, aunque sean tipos duros y muy machos, también lloran.
Pienso que si en aquella estrecha oficina hubiera aterrizado un marciano no hubiera provocado en los citados una sorpresa mayor. En mí caso todos los posibles argumentos que llevaba para resistirme a una movilización se esfumaron como por arte de magia y entre la estupefacción y la alegría se abrió paso también un sentimiento de orgullo y de preocupación por la responsabilidad que en mí se depositaba.
Pero no hubo tiempo para muchas meditaciones trascendentales. Había pasado si acaso un minuto de que nos comunicaran el asunto y el subteniente planteó que quienes estuviéramos dispuestos a ir levantáramos la mano. Hasta hoy, a la distancia de más de veinticinco años de aquel instante vital, conservo la satisfacción de que diez hombres, diez cubanos del montón, lo hicimos como uno solo, incluido un compañero cercano a los cincuenta, del que más tarde supe que había combatido en Girón y el Escambray y en aquel minuto se desempeñaba como cocinero. El Segundo Jefe del Comité Militar nos dijo, con la parquedad del militar de carrera teñida por un sentimiento que se le transparentaba en los ojos, que era muy estimulante una respuesta tan unánime, y sin perder más tiempo nos puso en manos de los compañeros de los pupitres.
Por azar, yo fui ubicado con el que conocía, quien ya con toda cordialidad, me felicitó para luego llenarme la planilla de rigor con todos los datos clásicos, incluido quien debía cobrar mi salario y a quien se debía avisar en caso de un “problema”.
A partir de ese momento yo sumé la palabra “problema” al rosario de expresiones eufemísticas, caballerosas y criollas con que los cubanos calificábamos a la muerte, pero no pensé mucho en eso, no por guapo, sino porque cuando se es muy joven, aún ante la inminencia de participar en una guerra, la Vieja de la Guadaña se ve como algo tan lejano que no te concierne.
El camino de regreso a la casa lo hice pensando en cómo dorarle la píldora a mí madre y en buscar la fórmula de imponer al viejo de la verdadera esencia del asunto.
Nos habían advertido que estaba absolutamente prohibido decir el tipo de tarea que íbamos a cumplir y que justificáramos la movilización con maniobras, pasar escuelas u otro pretexto que fuera plausible.
La disciplina y el secreto militar eran preceptos que yo conocía bien pues con ambos tuve que lidiar en la Marina, pero no decirle la verdad a mi padre me parecía un insulto a su trayectoria como revolucionario y estaba seguro que se dejaba cortar en pedacitos antes que traicionar una confidencia de la que fuera depositario. No se me escapa tampoco que yo era su único hijo, y que si le avisaban de algún “problema” conmigo, la cuestión iba a resultarle difícil y había que prepararlo.
Con la vieja no hubo mayores dificultades. Si yo no fuera bajito, cabezón y feo, hubiera dado un actor de alto calibre. Le hice un cuento de una movilización por dos años en Camagüey, como maestro de los soldados del EJT y salí del atolladero. Pero la tarea difícil era buscar el instante para quedarme solo con el viejo y hablarle; aunque como veterano conspirador, frente a mamá simuló que se tragaba el bulo camagüeyano, yo sabía que eso le había parecido un cuento chino.
Antes de que el viejo diera la orden de ir a la cama, el tiempo me alcanzó para hacer una llamada a una novel bailarina de una prestigiosa compañía cubana, con la cual tenía una tormentosa relación. Dueña de unos ojos que parecían de miel y terciopelo y de un cuerpo que provocaba vértigos, me tenía franca y totalmente loco.
A ella también le conté la mentira de los tinajones, pero con ese sexto sentido de las mujeres para adivinar cuando el hombre que les gusta miente, no me lo creyó. No podía yo sospechar en ese momento que pocos meses después de mi regreso aquello se acabaría lastimosamente, y que más tarde ella se iría para siempre rumbo al Norte revuelto y brutal que nos desprecia, porque nos teme.
Luego de esta digresión erótico lacrimosa volvemos al meollo de esta historia. Esa noche memorable dormimos muy poco en casa, mis viejos con las clásicas preocupaciones de todos los padres ante la inminente partida de un hijo, aunque sea para ir de vacaciones, mientras yo soñaba despierto en realizar hazañas que dejarían chiquitos a Napoleón y a Suvorov y me posibilitaran un regreso triunfal a la patria.
Cualquiera pudiera pensar que con semejantes ideas yo era bastante inmaduro para tener veintidós años y haber pasado las escuelas del Servicio Militar y la militancia en la UJC. A esos les respondo que, el día en que el ser humano pierda la capacidad de soñar y no sea capaz de darle ocasional rienda suelta al niño que todos llevamos dentro, en ese minuto la humanidad volverá de nuevo a las cavernas. A su vez, ya aclaré que soy de pequeña estatura y todos los hombres bajitos tenemos algo de delirio napoleónico.
El momento de hablar con el viejo llegó al otro día por la mañana. El salía muy temprano para su trabajo y en un descuido de la vieja en la cocina le dije lo que había. Me miró hondo, como si me viera de muy lejos, dijo sencillamente que cumpliera con mi deber, me abrazó y se fue, no hacía falta más. Ese día admiré un poco más a mi padre.
Antes de salir para el Comité Militar, pude llamar a mi jefe en la UJC, repetí la historia del Camagüey legendario que, cuadro agalludo al fin, tampoco creyó, y nos despedimos con un hasta pronto. Como el antiguo refrán dice: “despedidas cortas lágrimas abrevian”, convertí la conversación con mi madre en algo muy parecido a la salida cotidiana para el trabajo.
Puntuales, también como si fuéramos uno solo, llegamos a O’Reilly y Cuba los diez hombres que la noche antes le dijimos que sí a las exigencias de nuestro tiempo. Nos montamos en el camión para partir, pero antes tuvimos la primera baja: mientras nos despedíamos de las respectivas familias y tratábamos de dormir, el Comité Militar hizo lo suyo y apareció que el casi cincuentón cocinero estaba muy delicado de salud y decidieron que no fuera.
En aquel momento pensaba que eso era la más horrible de las injusticias. Hoy, opino distinto. Ahí empezó también mi verdadero aprendizaje de soldado. Al mirar al viejo miliciano que se quedaba empecé a entender que los hombres, aunque sean tipos duros y muy machos, también lloran.
saludos desde Chile.
ResponderEliminarLo felicito por su trabajo blogero.
Pero mas por el cariño y análisis intenso de estos pasados tan recientes de nuestro mundo en conflicto.
Ojalá pueda incluir mayores partes del libro del compañero internacionalista.
Los que alguna vez soñamos con esta tarea de pueblos, nos sentimos interpretados por los combatientes cubanos.
Saludos y abrazos una vez mas.
Roberto Muñoz A.