Cuando el terremoto sacudió la mitad de la pequeña isla caribeña, y canceló en sucesivas réplicas la vida de doscientas treinta mil personas, cuando el Palacio Presidencial y la Catedral –pequeñas joyas arquitectónicas en una ciudad mal pavimentada y de precarias construcciones--, símbolos de un Poder que pugnaba por ser independiente y que no pasaba de ser simbólico, dejaron de existir, Haití fue noticia. La muerte es noticia si se convierte en espectáculo. Yo me encontraba en Berlín, una de las ciudades más ricas de Europa. Había visitado ese día las fabulosas colecciones de arte egipcio, árabe y griego, que Alemania ha sustraído de sus pueblos originarios. Los alemanes, sensibles, se horrorizaron ante las imágenes exhibidas sin pudor. Algunos especialistas en ética discutían si la exhibición de la muerte indigna no atentaba contra los derechos del muerto. Pocos se detuvieron en las causas de la tragedia, mal atribuidas a fuerzas naturales –y hasta a fuerzas sobrenaturales, pues algunos asumieron que lo ocurrido era castigo divino--, y fueron menos los que se preguntaron si no resultaba más sensato discutir y defender los derechos de los vivos. No de los que miraban horrorizados en las salas de sus confortables hogares, sino de los que sobrevivían a la catástrofe en espera de la siguiente. De los que murieron, pero estaban vivos antes. En realidad, una muerte indigna es el lógico colofón de una vida indigna. Pero la discusión, de ribetes filosóficos, tenía más que ver con los derechos del escandalizado ojo europeo, que con los pobres seres cuyos restos aparecían ahora en las pantallas del televisor. De cualquier manera, la repentina aparición de esos seres fantasmales en las vidas honradamente burguesas de los primer-mundistas, provocaba un cisma. La honradez burguesa pasa por el desconocimiento premeditado, y no sabe qué hacer con la revelación del horror. Al entrar a la Iglesia, casi sin mirar, deja caer rápidamente unas monedas al mendigo arrodillado en la puerta.
Los estados europeos –garantes de la estabilidad emocional de sus ciudadanos--, se negaron a apoyar el programa de ayuda médica cubana durante más de una década, después de que Fidel lanzara en 1998 el reto de establecer una alianza entre los especialistas de un país pobre pero altruista, y los recursos de estados ricos y egoístas. De repente, el terremoto era espectáculo, y por tanto noticia, imagen en el ávido mercado de las emociones. Y los Estados europeos lanzaron una campaña mediática que sosegaba la desconcertada conciencia de sus ciudadanos: brigadas médicas, promesas de recursos inmediatos, extraños aviones que surcaban el cielo haitiano sin turistas. La televisión estatal española habló de estado fallido en un reportaje racista que reivindicaba la necesidad de que esa nación –que nos enseñó a todos a ser libres--, fuese ocupada permanentemente por tropas norteamericanas. Nadie mencionaba a Cuba. A los médicos y enfermeros que estaban antes del terremoto, mucho antes, a los que estuvieron cuando el huracán George en 1999, cuando los conatos de guerra civil, siempre, en las epidemias, en los tiroteos, en los deslaves, sin pedir a cambio nada. A los estudiantes y recién graduados médicos haitianos –y de otros países latinoamericanos--, que estudiaron gratuitamente en Cuba y que ahora trabajan en ese país como integrantes de las brigadas cubanas. Los consorcios de la prensa tenían que trasmitir al buen contribuyente su mensaje tranquilizador: estamos dándoles nuestra limosna, no cualquiera, sino una grande, somos muy generosos. Hasta que la noticia dejó de serlo. Entonces los aviones sin turistas empezaron a ser menos frecuentes, hasta que desaparecieron. Porque no se puede golpear la buena conciencia burguesa durante un tiempo que exceda el del hecho noticioso. Así que los haitianos quedaron nuevamente solos, y los norteamericanos –cuyo interés fundamental es impedir el éxodo masivo hacia sus costas--, han tenido que colaborar con los médicos cubanos. Los organismos internacionales solo confían en las brigadas de la isla vecina y solidaria. La muerte por cólera ha cobrado miles de vidas, pero no es espectacular. No es noticia, porque no vende.
Hace unos días una revista científica británica advertía –probablemente como chiste de mal gusto--, sobre una posible e inminente invasión de extraterrestes. Recuerdo que en los días posteriores al atentado terrorista de las Torres Gemelas, los aeropuertos estadounidenses adquirieron el aspecto de escenografías hollywoodenses. Los televisores internos advertían a los viajeros de que no dejasen sus equipajes descuidados, mientras soldados bien armados paseaban inquietos por los pasillos y los hombres y mujeres del Sur éramos requisados meticulosamente. Parecían estaciones interplanetarias, desde la que despegaban o aterrizaban futuristas expediciones a o desde otros mundos. Es que realmente los vuelos ordinarios de New York a Port au Prince producen, inevitablemente, esa sensación: se viaja en el tiempo, o en el espacio, desde y hacia otro mundo. Los haitianos son extraterrestes, mientras no aparecen con sus rostros humanos en televisión. Los terremotos son eventos inoportunos, porque nos ponen de frente a ellos, esos seres desconocidos que el Norte no quiere conocer. Por eso me sorprendió en el ya lejano1999 que Peguy, un joven haitiano que estudiaba lengua española para ingresar a la educación superior de Cuba, escribiera en su composición escolar de fin de año y de milenio: “nos toca unirnos en nombre de este siglo para luchar en grande con vistas a lograr la felicidad del mundo”. Peguy que nada tenía, hablaba de “la felicidad del mundo” y no exclusivamente de la de su pueblo, o de la suya.
Vaya muy buen post Enrique,
ResponderEliminarpero si me lo permites y sin animo de ofender se me ha hecho un poco dificil la lectura dado que no me aparecen los parrafos, no se si debido a un problema del blog o de mi navegador.
Saludos.