Enrique Ubieta Gómez
Regreso a uno de mis temas favoritos. La “democracia” burguesa es esencialmente antidemocrática: es una sofisticada maquinaria de leyes y artificios que modula o impide la voluntad popular y viabiliza la gobernabilidad de las oligarquías. Su tarea es la sostenibilidad política del capitalismo. En la medida en que el entramado social de un Estado se hace más complejo, acepta la existencia de una “izquierda” sistémica, con propuestas flexibles y populistas, que reorienta el descontento popular hacia la aceptación del status quo. Solo por accidente –situaciones de crisis de paradigmas políticos y conducta errática de las fuerzas del Capital trasnacional–, accede la izquierda revolucionaria al micro-poder nacional. Pero el concepto de izquierda revolucionaria es variable, y depende de la situación concreta del Estado en el que se presenta. Hugo Chávez es izquierda revolucionaria en Venezuela, y Correa lo es en Ecuador, aunque entre ambos mandatarios existan diferencias importantes. Zelaya en Honduras y Lugo en Paraguay estarían muy lejos de los dos líderes anteriormente mencionados, y sin embargo, resultan inadmisibles en sus respectivos entramados sociales.
Regreso a uno de mis temas favoritos. La “democracia” burguesa es esencialmente antidemocrática: es una sofisticada maquinaria de leyes y artificios que modula o impide la voluntad popular y viabiliza la gobernabilidad de las oligarquías. Su tarea es la sostenibilidad política del capitalismo. En la medida en que el entramado social de un Estado se hace más complejo, acepta la existencia de una “izquierda” sistémica, con propuestas flexibles y populistas, que reorienta el descontento popular hacia la aceptación del status quo. Solo por accidente –situaciones de crisis de paradigmas políticos y conducta errática de las fuerzas del Capital trasnacional–, accede la izquierda revolucionaria al micro-poder nacional. Pero el concepto de izquierda revolucionaria es variable, y depende de la situación concreta del Estado en el que se presenta. Hugo Chávez es izquierda revolucionaria en Venezuela, y Correa lo es en Ecuador, aunque entre ambos mandatarios existan diferencias importantes. Zelaya en Honduras y Lugo en Paraguay estarían muy lejos de los dos líderes anteriormente mencionados, y sin embargo, resultan inadmisibles en sus respectivos entramados sociales.
Allí
donde existe una burguesía nacional y un interés nacional (en el sentido
burgués clásico) aparecen gobiernos antimperialistas; en las condiciones
actuales, una manera altamente subversiva de ser de izquierda. Pero, ¿quedan aún
burguesías nacionales en el mundo? América Latina es ese lugar atípico, "fuera
del tiempo", donde se producen accidentes políticos en cadena (Venezuela,
Bolivia, Ecuador), y simultáneamente, actos de desacato a la autoridad trasnacional
por parte de burguesías nacionales que necesitan retomar el control de la
plusvalía interna. La confluencia en el tiempo de esas dos variantes de
rebelión –una auténticamente revolucionaria, la otra burguesa, pero ambas
antimperialistas o al menos, anti-los-imperialismos-vigentes–,
ha situado a Nuestra América, como la llamaba Martí, en el ojo del huracán.
Algunas
burguesías, como la chilena, dejaron de ser nacionales, y el amago rebelde se
diluye en retórica: ningún gobierno “socialista” tuvo en Chile la osadía de sus
pares argentinos o brasileños, y la derecha de regreso, excepto en detalles que
la afianzan, ha mantenido el rumbo neoliberal de sus predecesores “progres”. En
México, el TLC destruye cualquier ímpetu nacionalista, y la narco-corrupción
devora los entramados partidistas; en ese contexto, un hombre tan ambiguo, tan
rosado como López Obrador, puede parecer revolucionario, y los verdaderos poderes
trasnacionales se permiten el lujo, pese a todo, de considerarlo un estorbo
innecesario (lo que en ese país puede significar: poner en marcha la maquinaria eleccionaria de la "democracia", hecha para ir al seguro y ganar, o cometer fraude, o asesinarlo).
El
huracán latinoamericano ha removido discursos y políticas centenarias. La
derecha venezolana, en su campaña electoral, usufructúa el discurso de la
izquierda. El cinismo es una de las variantes de la desesperación: en Cuba, la
contrarrevolución ya no esconde, sino que reclama su “derecho” a ser financiada
por el Gobierno de los Estados Unidos, mientras crea un diminuto segmento que
se rotula de “izquierdas”, y convive con la derecha más recalcitrante. Para eso
es la “democracia” burguesa: para que diversas opciones de una misma propuesta convivan
alegremente y cada cuatro o seis años, cambie el administrador del sistema en elecciones
bien financiadas.
Si
peligra el cambio razonable se organiza un fraude discreto (en los Estados
Unidos a favor de Bush Jr., en México a favor de Salinas de Gortari o de Fox),
o se declara antidemocrático al ganador, y se inician las conspiraciones.
Sucesivos golpes de estado se intentaron en Venezuela (civil-militar uno,
petrolero el otro), en Bolivia, en Ecuador. “Demócratas” declarados como Aznar
o Bush Jr. reconocieron de inmediato al golpista Pedro el Breve en Venezuela. Pero
la resistencia de movimientos populares articulados en esos países, impidió la
consumación del ajuste forzado. No ocurrió lo mismo en los eslabones más
débiles: Honduras y Paraguay.
Lo
curioso en estos últimos, es que fue en nombre de esa democracia –lo cual,
repito, es su función– que se desconoció y alteró la voluntad
popular: en ambos países, parlamentarios corruptos, latifundistas, enarbolaron
razones “técnicas” para impugnar el mandato que el pueblo había concedido. Obama,
el “presidente del cambio”, ha seguido al pie de la letra el guión de los
republicanos. Reconoció la “legalidad” del golpe en Honduras, y si se afianza
como parece en Paraguay, acabará por otorgarle su bendición. Ya se sabe que el
Papa por el que necesita ser bendecida la oligarquía paraguaya, no es el del Vaticano.
Y este Papa y sus cardenales –me refiero a Obama y a su Gobierno–, saben
organizar subversiones “democráticas”, con banderines de colores. Nada hizo en
realidad Lugo para merecer el odio de la oligarquía de su país (hizo menos que Zelaya, que retó al imperio con su postura ante la OEA y su inserción en el ALBA), pero hizo
demasiado: tendió un puente de diálogo con el pueblo, lo despertó, coqueteó con sus derechos largamente soslayados, aún cuando
no quiso o no se atrevió a organizarlo. Nadie estuvo nunca más dentro del sistema, y a pesar de todo, fuera de él. Esta guerra se asemeja cada vez más a un juego
de ajedrez, en el que las piezas “enemigas” se saltan o se comen en nombre de la
democracia. Pero ello es síntoma de una inusitada debilidad del sistema, de su
precario funcionamiento. Yo no quiero esa democracia para Cuba: por burguesa, claro, y
por antidemocrática.
Hoy 100% de acuerdo.
ResponderEliminarBueno, añadir que, para aquellos que piensan que en Cuba no hay nada que interese al Gran Capital que justifique una intervención del gobierno de Washington, el caso de Paraguay es un ejemplo claro del valor que ha adquerido la tierra cultivable para las empresas trasnacionales del sector agrícola, en confrontación directa con las poblaciones campesinas del Tercer Mundo vía las oligarquías locales y los gobiernos vendidos. Sirva esto de aviso para los campesinos cubanos (la mayoría de los cuales desafortunadamente no podrán leer este comentario, aunque no debe dejar esa de ser nuestra aspiración, empezando por que se diga qué pasó con el cable)... Es de resaltar igualmente la política del gobierno de entregar tierras a los campesinos, algo en completa oposición con esa tendencia que he mencionado antes. Es decir que mientras en todo el mundo le arrebatan la tierra a los hombres y mujeres del campo, en Cuba se las entregan. Ahora hace falta poner todo el esfuerzo para que funcione, o sea para que esa tierra produzca.
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