lunes, 3 de diciembre de 2012

Casas muertas, la novela de Otero Silva y los médicos cubanos

Iglesia de Ortiz. Foto tomada de Internet.
Casona abandonada en Ortiz, ¿acaso desde los tiempos de Carmen Rosa? Foto de E.U.G.
Hoy es el Día de la Medicina Latinoamericana. Aprovecho la ocasión para compartir otro fragmento de mi libro Venezuela rebelde (Casa Editora Abril, 2006), como homenaje a los médicos internacionalistas cubanos.
Enrique Ubieta Gómez
En los llanos de Venezuela la poesía, a veces, se esconde en palabras; hasta que un día reencarnan en seres de carne y hueso. Ortiz, el otrora magnífico pueblo llanero, antigua capital de Guárico, se sobrepuso a una muerte anunciada, pero conserva las cicatrices de su larga convalecencia; en algunas calles del pueblo esperan para testimoniar la veracidad del relato, silenciosas y avergonzadas, las magníficas “casas muertas” que describiera Miguel Otero Silva. ¿Sería esa misma casona de dos pisos, triste y  desvencijada frente a la plaza, la que alguna vez tuvo “sólidas puertas de oscura madera y […] aldabas formadas por monstruos de metal con cuellos de serpientes en cuyos vientres de cabras se engarzaban las pesadas argollas?”. Para cuando se escribían esas líneas, la casona yacía muerta, abandonada, y Carmen Rosa, curiosa y traviesa, gustaba de hacer sonar sus aldabas contra la oquedad del silencio. La iglesia por fin fue terminada. Feliz noticia, porque “la parte levantada era sólida y hermosa, no enclenque y remilgada capillita a merced del viento y del aguacero, sino robusto templo, medio hecho porque no estaba hecho del todo, para hacerle frente a las fuerzas destructoras de la naturaleza”.  Cuando la visitamos en octubre de 2005, un nuevo sacerdote acababa de llegar. Había leído la novela, imprescindible prólogo para el diálogo pueblerino, y nos hablaba de ella como si se tratase de una historia real y reciente, mientras nos mostraba el templo, la parte que describe la obra y la nueva que completa la edificación. En las calles coloniales del centro, los transeúntes nos indicaban gustosos dónde se supone que vivían los personajes. Así llegamos a una casa misteriosa, esquinera, de estilo colonial, bien cuidada. Alguien nos dijo: si quieren saber sobre la historia de la novela, pregunten en esa casa. Tocamos a la puerta. Un hombre alto, canoso, de aspecto intelectual, nos hizo pasar. Era el nieto de Berenice, la esforzada maestra del pueblo, que no fue solterona como quiso Otero Silva. Pero entonces sobrevino el misterio mayor: quise dejar constancia de la existencia de aquel hombre escapado de la novela, su continuación en la vida real, y la cámara digital, perfecta hasta ese momento, dejó de funcionar. Entonces, tomé la grabadora, para llevarme al menos su voz, y las baterías estaban agotadas. Su nombre, única prueba de existencia, es Fernando Rodríguez Mirabal. Leíamos o soñábamos la parte nunca escrita de la novela, la continuación, pero no podíamos dejar constancia de los acontecimientos, hechos de palabras insumisas. La conversión de las palabras en seres vivos y reales no podía fotografiarse ni grabarse. Solo me era dable escribir su nombre: nueva vuelta a las palabras, de las que había escapado este personaje desconocido. Pero aquel nieto gigante –era efectivamente alto y ceremonioso–, me contó que visitaba a menudo el Centro de Diagnóstico Integral (CDI) recién construido en el pueblo, y que allí era especialmente atendido por la cubana Licenciada en Enfermería Miriam Fernández Terry, “muy atenta ¿sabe?”. Y ya entonces la novela se me hizo demasiado lineal y predecible, y tuve temor de que se convirtiese en un ejemplo “típico” de realismo socialista: un pueblo que casi desapareció, porque fue atacado sin piedad por el paludismo, y sus vecinos o se fueron, como Carmen Rosa, o murieron como Sebastián, el novio, que no era de Ortiz sino del cercano Parapara, de repente se sobrepone a todo, renace de sus ruinas, termina de construir la iglesia, se llena de módulos de Barrio Adentro y para completar, construye un moderno centro con sala de terapia intensiva y otro anexo de Rehabilitación Integral. Algo que desbordaba la imaginación de la niña Carmen Rosa, que en lugar de jugar a las muñecas, prefería abrir los ojos y “reconstruir a Ortiz, levantar los muros derruidos, resucitar a los muertos, poblar las casas deshabitadas y celebrar grandes bailes en ‘La Nuñera’, con orquesta de siete músicos y farolitos de papel pintado”. Para colmo y reafirmación de males, la bonachona licenciada Miriam –que sí existía–, no recordaba al nieto de Berenice.
Pero la santiaguera Miriam había vivido la novela de su propia vida. A los 29 años, siendo auxiliar de enfermería, estuvo dieciséis meses en Angola, en la provincia de Lubango. Eso fue en 1976, en plena guerra. Trabajaba en el Hospital Agostinho Neto.
"Allí te llegaba una rastra con 15, 20, 30, 50 heridos, muchos quirúrgicos. Estuvimos trabajando prácticamente solos, porque aquel hospital enorme lo encontramos abandonado. Nos apoyamos en la población, hicimos un trabajo bonito, porque logramos que la comunidad nos ayudara mucho para poder arreglar aquel hospital, ya ellos mismos venían los fines de semana: '¿no vamos a hacer trabajo voluntario?' Fue una experiencia muy bonita. Cuando íbamos a la selva nos acompañaban los militares cubanos, realizábamos el trabajo y regresábamos. A la hora de retirarnos fue triste porque no querían, se fueron para el aeropuerto, entraron a la pista y no dejaban salir el avión, tuvimos que decirles: 'no, vamos a Cuba y volvemos', y fue así como se quitaron de la pista".
En el Hospital Saturnino Lora de Santiago de Cuba ocupó diversas responsabilidades, hasta la jefatura de enfermería, como supervisora general. Pero no dejó de estudiar: primero se hizo enfermera general, después, al abrirse la especialidad como carrera universitaria, matriculó la licenciatura en enfermería. Ahora, a sus 61 años, ha vuelto a ser internacionalista en Venezuela, en Guárico, específicamente en Ortiz, el pueblo de Carmen Rosa y Berenice. El doctor santaclareño José Alfredo Moreno Guillén, anestesiólogo, director del Centro, llegaba cuando indagábamos sobre el nieto de Berenice. Y agregó más confusión a los hechos:
"Ah, sí, yo lo conocí. Hablaba mucho de la historia del pueblo, trajo una vez unas moneditas antiguas de aquí, y siempre se refería a la novela".
Yo estaba contento por la ratificación de mi hallazgo, hasta que todo se echó a perder:
"Falleció, en un viaje que hizo creo que fue a Maracaibo, o a Caracas, se le presentó una enfermedad por allá y falleció".
“¡No puede ser! –exclamé–, ¡acabamos de verlo en su casa!” Hablábamos de personas diferentes. Entonces el doctor Moreno –que para entonces ya había operado allí a 59 personas, y salvado varias vidas–, nos contó más del CDI. Era una vieja construcción que se pensó como hospital, pero que estuvo catorce años paralizada. La limpieza final fue difícil, garciamarquiana:
"Participamos en la limpieza, porque esto es un lugar que tiene una particularidad, que los grillos y los bichos que vienen en horas nocturnas, se recogían aquí por medias bolsas de esas grandes de la basura, y esto era imposible, se limpiaba, se volvía a limpiar y a la mañana estaba igual, a causa de los bichos. Los insectos incluso provocaron tupición en las tuberías de aguas negras en muchos lugares, porque parece que se introducían por esos orificios y son tantos los que caían, vivos y muertos, que fue así. Entonces bueno, logramos limpiar esto y finalmente pudimos inaugurarlo el 12 de junio".
El pueblo asistió a la inauguración y muchas personas llegaron a pie desde comunidades cercanas. Hubo que abrir el cuerpo de guardia, porque algunos ancianos estaban deshidratados o hipertensos, “viejitos que venían con bastón, y estaban sentados allí desde por la mañana esperando la inauguración del centro”.

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