Periodista, ex vicepresidente venezolano.
Los medios de comunicación de la oligarquía colombiana y, por supuesto, algunos dirigentes de la recalcitrante derecha del vecino país me endilgan el calificativo de anticolombiano. Al respecto, tengo mi conciencia tranquila. Primero, porque tildarlo a uno de enemigo de un pueblo es una estupidez. Tengo convicciones políticas, ideológicas y culturales suficientemente firmes como para rechazar que pueda escoger como blanco para la descalificación a todo un pueblo. Luego, porque la acusación es tan balurda que delata el verdadero propósito que la inspira: confundir a la opinión pública diluyendo dentro del concepto "pueblo" a los responsables en el poder de incontables perversiones. Entre otras, socavar las relaciones de naciones hermanas. No soy anticolombiano ni nada por el estilo: ni siquiera antinorteamericano. Pero lo que sí no soy es pendejo. Me explico: no confío en la actitud de ciertos sectores dirigentes colombianos. De la pétrea oligarquía que condujo a su pueblo a la tragedia. A que se hundiera en los horrores de una guerra enmascarada, en el narcotráfico, la violencia paramilitar, el sicariato y otras manifestaciones delictivas. Al contrario, admiro su hermosa geografía, la hospitalidad y vocación de trabajo de su gente, su creatividad y dilatada cultura. Pero eso sí, desprecio, no lo oculto, a una dirección política y económica refractaria al cambio, capaz de asesinar a sangre fría al adversario político y social, programar masacres contra humildes campesinos y trabajadores y convertir al Estado en instrumento de poderosos intereses internos y foráneos. Para los venezolanos, Colombia es un dilema sin perspectiva de solución. Como vecinos fatalmente tenemos que coexistir. Dormir juntos, uno al lado del otro, por mandato de la geografía y de la historia. Pero conscientes de que lo hacemos en el marco de una relación minada que nos afecta. Porcierto, más a los colombianos que son las principales víctimas de sus propios gobiernos. No es simple casualidad que haya más de 5 millones de colombianos en nuestro territorio, aventados por la violencia social y política y acogidos como ningún otro país lo ha hecho con emigrados y desplazados con garantías de igualdad, acceso al trabajo y paz. Esa sola circunstancia aparte del permanente ataque, abierto o solapado, de la oligarquía colombiana contra Venezuela, o sea, el desprecio hacia sus connacionales, bastaría para repudiar a quienes han tenido en sus manos la conducción del Estado. Que quede claro que el enemigo no es el colombiano anónimo que vive acosado por el terror en apartadas veredas, o que huye en masa de su patria por razones sociales y políticas, ni el escritor o el artista plástico, ni el cantante o compositor de excepción, ni millones de mujeres y hombres que sólo quieren vivir en paz. Es Uribe y lo que él encarna. Es la saga de los Santos y otras más. Son los militares que auspician inmorales alianzas con los paras y los capos de la droga. Es ese el enemigo, mas no el pueblo. Sería muy grave e imperdonable que los venezolanos nos dejáramos arrastrar por las provocaciones del uribismo y los medios, coludidos con los dictados imperiales para reordenar la región. Como explicaba un diario argentino a raíz de la instalación de las bases militares y la gira "muda" de Uribe por la región, "este pretende vender una iniciativa tóxica para justificar el escalamiento militar del imperio y revertir los cambios de los últimos años en la región". El propósito cuadra con la nueva política de la Casa Blanca. Obama, más habil que su antecesor, no emplea la retórica belicista. Usa un lenguaje formalmente respetuoso de la soberanía. Pero en un juego destinado a confundir a Latinoamérica, pronuncia palabras floridas al tiempo que instala siete bases militares en Colombia, mantiene operativa la Cuarta Flota y confiere mayor poder al Comando Sur. Uribe es el intrumento de excepción de esa política cuya finalidad es desestabilizar la región andina y, luego, ir más allá. Pero el objetivo fundamental, ahora, es el proceso que se cumple en la República Bolivariana de Venezuela. Se puede dormir con el enemigo, eso sí, estando consciente de ello, del riesgo que se corre. Lo cual impone que se haga con los ojos bien abiertos y utilizando una mezcla balanceada de firmeza y de prudencia. Con la convicción de que hay que prepararse con todos los hierros porque la sombra de la sangrienta aventura de Sucumbío planea sobre los vecinos del Estado uribista, de aquellos que lo integran, apuntalan e instigan.
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