Enrique Ubieta Gómez
El debate en torno al golpe de estado en Honduras trae, como cualquier río, muchas piedras. Suenan, pero la mayor parte de los analistas de la “gran” prensa opta por ignorarlas. Los que osan hablar de ellas, son calificados de extremistas. Lo cierto es que las posiciones se radicalizan de una no habitual manera: la derecha –tradicional defensora del concepto de democracia representativa, cuyo principal precepto es el respeto a las autoridades elegidas en sufragio universal, aunque incumplan sus promesas de campaña--, dice no aprobar el golpe, pero aduce razones legales que lo justifican y pide el diálogo con los golpistas, a quienes apoya tras el telón; la izquierda –tradicional defensora del concepto de democracia participativa, cuya esencia no es la elección de un presidente en las urnas, aunque no lo excluye, sino el mecanismo que lo obliga a responder a los intereses del pueblo--, no solo rechaza el golpe, sino también a sus gestores hondureños y norteamericanos, y exige la reposición sin concesiones del presidente electo.
El escenario no es para nada nuevo. En la intensa historia del capitalismo –de la llamada historia moderna--, la democracia representativa nunca ha permitido que un reformador inoportuno llegue a la presidencia por la vía electoral. No se trata de América Latina, una región donde el imperialismo moldeó repúblicas “bananeras”. Digo nunca, y añado, en ningún lugar: Alemania, Italia y España son ejemplos modélicos. El fascismo fue la “cura de caballo” que el capitalismo se recetó ante el avance electoral del comunismo. En los años de la posguerra la tenebrosa Red Glaudio –auspiciada en la sombra por la CIA, e integrada por ex colaboradores nazis y mercenarios de extrema derecha--, fue eliminando en Europa a los principales líderes antifascistas de izquierda y desarticulando desde adentro a organizaciones políticas que pretendían un cambio por la vía democrática; similar procedimiento se empleó en América Latina con la Operación Cóndor. La historia de América Latina la conocemos bien: golpes de estado contra Juan Bosh en República Dominicana, contra Jacobo Arbenz en Guatemala, contra Salvador Allende en Chile. Ninguno de los tres era comunista, pero ponían en peligro intereses locales e imperiales. También se apela con naturalidad al fraude, cuando es necesario. Ni Cuauhtémoc Cárdenas ni López Obrador eran presidenciables para la oligarquía pro-yanqui de México, no importa cuantos votos reunieran.
El problema central es que la democracia representativa está tan averiada en América Latina, que ya no garantiza la reposición cuatrianual o quinquenal de gobiernos sistémicos. Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, El Salvador, Honduras, junto a otros países de peso, con apuestas integracionistas, como Brasil, Argentina, Paraguay, Chile y Uruguay, y desde luego Cuba, cuya resistencia de cincuenta años la erige en ejemplo moral, han dejado casi solos a los norteamericanos, que únicamente encuentran respaldo absoluto en México, Panamá, Costa Rica, Colombia y Perú, que no son estados “democráticos”, como dice la prensa imperial, sino gobiernos de derecha, algunos de dudosos origen y comportamiento interno.
Las dos últimas cumbres panamericanas –en Trinidad y Tobago y en Honduras, precisamente--, evidenciaron la insólita debilidad de la diplomacia estadounidense. Por primera vez, parecía posible avanzar en el camino de las reformas respetando al pie de la letra los códigos de la democracia representativa. En algunos países, se ensaya una democracia que integra los aspectos representativo y participativo. América Latina es un gran laboratorio. Para frenar ese proceso la derecha solo tiene una opción: renegar de la democracia, pasarle por encima. Eso intentó en Venezuela con el fallido golpe de estado de Pedro el Breve –aplaudido de inmediato por W. Bush y por Aznar, supuestos paladines de la “democracia”--, y con el también fallido golpe petrolero. Eso quiso hacer en Bolivia, desconociendo la voluntad popular. Eso hizo finalmente en Honduras, el eslabón más débil.
El caso reciente de Honduras ha movido de lugar la plataforma habitual de los debates. La derecha más recalcitrante ha tenido que contraponer la legalidad burguesa a la democracia burguesa: se exige que la primera acentúe el control y la represión de “los excesos populistas” de la democracia, la voluntad desequilibrada de las mayorías. Así lo entendió Rafael Rojas, un ideólogo orgánico del imperialismo, quien sintió la necesidad de “explicar” la supuesta “inversión de roles” desde su habitual tribuna en El País, que es el periódico insignia de la derecha disfrazada. Rojas repite los falsos tópicos construidos por los medios: “Cuba y Venezuela, en nombre de ‘la democracia’ –escribe--, habían respaldado inescrupulosamente los intentos de Zelaya de reformar la Constitución con el propósito de reelegirse”. Ni Zelaya pensaba en reelegirse, ni el texto que se pondría a consulta popular lo permitía; Cuba y Venezuela respaldaban, eso sí, la consulta popular como acto de democracia, ¿a qué le temían? ¿Por qué no menciona Rojas que el embajador norteamericano participó en las reuniones con los parlamentarios opositores durante, al menos, los dos meses previos al golpe de estado, según declarara a CNN la vicepresidenta del Congreso hondureño? Su acusación de “intromisión en los asuntos internos de Honduras” a dos países latinoamericanos –siguiendo el guión del Departamento de Estado--, es cínica, porque él sabe que el golpe se organizó con la complicidad de Estados Unidos. Pero su cinismo alcanza ribetes mayores cuando escribe: “The Wall Street Journal y Juventud Rebelde acusaron a Obama de lo mismo: doblez, cobardía, hipocresía, ‘lenguaje confuso’. Unos y otros reaccionaron, en un acto reflejo de la guerra fría, demandando la intervención de Estados Unidos en el conflicto”. Cuba no pretende, como sabe Rojas, que Estados Unidos intervenga, mucho menos militarmente, lo que exige es precisamente lo contrario, que deje de intervenir; como sabe Rojas, los golpistas hondureños se mantienen gracias a ese apoyo (económico, moral, mediático), que incluye la difusión de artículos como el suyo. Miente cuando afirma que Estados Unidos no apoyó el golpe: ¿se refiere a las declaraciones “confusas” de sus funcionarios o a los hechos ampliamente probados? Miente cuando afirma que Estados Unidos subordina su posición a la OEA; por primera vez en su historia, la OEA no reaccionó según el guión norteamericano. Quizás por eso en Washington empezó a hablarse de la no reelección de Insulza en su cargo de secretario general. Saltándose a la OEA e ignorando sus decisiones, Washington se jugó la carta “mediadora” del viejo camaján Oscar Arias.
La crisis hondureña ha probado que existe una convergencia de intereses entre la derecha republicana y la derecha demócrata en Estados Unidos (y la derecha cubano americana, a la que ya pertenece Rojas, aunque no viva en Miami) y que la sonrisa de Barack Obama es solo un holograma del sistema. La derecha, en todas sus formas, es autoritaria. Ser partidario del capitalismo es, en nuestros días, ser de derecha. Para Rojas las revoluciones pertenecen al pasado predemocrático, pero por lo visto los golpes de estado, si aducen razones “legales”, no. Es posible –y hasta razonable--, que se revierta por la fuerza de las armas la decisión popular expresada en las urnas, lo que no es admisible es que se restituya al gobierno legítimo por la misma vía. Las armas para el ejército, jamás para el pueblo. La experiencia hondureña vuelve a demostrar que los autotitulados defensores de la democracia, la quieren y la usan solo para defender sus intereses corporativos. Por eso la izquierda revolucionaria debe desenmascararlos, y por eso defiende a capa y espada a los gobiernos que –elegidos por el pueblo--, trabajan o intentan trabajar por el pueblo.
Rafael Rojas: El dilema de Honduras.
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