E. U. G.
Se acaba agosto. Moroso en el cumplimiento de sus promesas, pero seguro, como el final inevitable de una calle, en cuyo doblar de esquina pueden encontrarse nuevas razones para la alegría, el placer o la inspiración: meta de algo, o hacia algo --vagas reminiscencias de vacaciones estudiantiles, de ocios justificados por el calor y el esfuerzo previo, ahora renovados en nuestros hijos--; se acaba agosto, y entre mi cumpleaños y el de mi hijo menor, la angustia expectante de un nuevo comienzo. Otra vez la beca, el uniforme azul, ahora en la primera vez de mi hijo, que mañana lunes viajará hacia lo nuevo-intuido-ansiado-temido, y verá pasar desde la ventanilla del ómnibus a quienes todavía no conocen el valor de la nada. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes - pase; las semanas divididas en horas-días y pases. Todavía no será la Era del Tiempo. Entre la Era de la Nada --ese estar sentados en el contén de la acera o en el piso de la habitación de un amigo, sin que se sospeche la existencia de los relojes--, y la Era del Tiempo, cuando la vida al fin comience, y suene el disparo de arrancada, y ya nunca más pueda sentarse uno en un lugar sin consultar de vez en vez el maldito reloj, está este interregno, esta zona de tránsito que probablemente se extienda hasta la universidad, donde el tiempo importa a medias, solo como meta para la nada. El tiempo es lo que existe entre una y otra nada, sea un breve pase, o las horas inmediatas posteriores a un examen o unas apetecidas vacaciones. Mañana lunes mi hijo empieza una etapa nueva: la del tiempo a medias. Es un tiempo de pasiones, de dulces tristezas y alegrías, de promesas. Ayer por la noche la calle estaba llena de adolecentes que acudían al concierto de la Charanga Habanera en la Tribuna. Termina agosto, otra vez.
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