Recientemente se le hizo en México un homenaje al maestro Alberto Híjar Serrano. Como está bien vivo y activo, y se lo hicieron sus amigos, compañeros de lucha y discípulos, es un homenaje de los buenos, no de los que se hacen para despedir, sino para confirmar que se avanza. Su familia me lo anunció y desde Cuba, envié estas letras.
Enrique Ubieta Gómez
Llegué a
México la primera vez en los días de toma de posesión del distinguido ladrón
(de votos y de fondos estatales) Salinas de Gortari. Como en esos casos sucede,
la burocracia mexicana del presidente saliente espera ser removida y la
entrante aún no toma posesión. Días malos para un becado de la SEP recién
llegado. Nadie paga. Nada funciona. Era mi primera visita a un país
capitalista, antes había estudiado, durante cinco años, en la extinta Unión
Soviética y visitado, brevemente, la ya convulsa Polonia. Sin dinero y sin
amigos, sobreviví aquella semana inicial por la gracia divina y la solidaridad
de personas desconocidas. Una maestra universitaria, filóloga, que había pasado
meses antes por Cuba, trató de conseguirme alojamiento y terminé la primera noche
en su casa, allá en un barrio alto. Varias veces tuve que mudarme y no sabía
con certeza donde pasaría la noche siguiente. En esas condiciones, veía y sufría
la presencia de niños limosneros en los semáforos, y de vendedores ambulantes
en el metro. Pero finalmente cobré mi estipendio, y encontré un lugar donde
quedarme de forma estable. Mi beca, de tres meses, era como Investigador
Visitante del Colegio de México, ya por entonces la escuelita de cuadros del
PRI. Como traía cartas de presentación de mi bondadoso jefe, el doctor José
Antonio Portuondo, para dos estrellas de la Academia mexicana y latinoamericana,
el “filósofo de la liberación” Leopoldo Zea y el marxista Adolfo Sánchez
Vázquez, visité la UNAM, lugar que por diversos motivos marcó para siempre mi
vida. Allí encontré otro mundo efervescente: paredes pintarrajeadas de
consignas revolucionarias, y jóvenes que buscaban, tensos los músculos del
alma, dispuestos a saltar. Allí me encontré. Y dejé de asistir al Colegio de
México.
Al maestro
Alberto Híjar lo conocí de la mejor manera posible. Fueron los estudiantes
mexicanos de filosofía y estética quienes me lo recomendaron con insistencia. Y
empecé a asistir a sus conferencias. Híjar era (es) un encantador de
serpientes. Sabía ganarse a los jóvenes desde la más absoluta irreverencia. Su
humor, irónico, incisivo, era disfrutado por los alumnos, quienes casi de
inmediato se convertían en sus fanes. Con él, conocí la otra cara de México, la
más querida, la más cercana. Albacea intelectual de Siqueiros, su vínculo indiscutible
y a la vez, su desprecio por la Academia, lo convertían en un personaje
peculiar. Padre de cuatro hermosas e inteligentes mujeres (lo llamaban Alberto
Hijas, solía repetir él, orgulloso), su hogar era cálido refugio de
intelectuales revolucionarios. Músicos, pintores, aspirantes a filósofos como
yo y avezados conspiradores latinoamericanos pasábamos por su casa de Tlalpam. Visitarlo,
era una fiesta. La amistad se mantuvo durante años y cada visita mía a México
suponía un encuentro con él –que podía convertirse en mi chofer o en mi
proveedor de alimentos–, y con su familia, que era la mía. La contestadora de
su teléfono, ponía en aprietos al desprevenido u ocasional interlocutor después
que denunciaba en su voz al gobierno de turno, con una pregunta: “¿y usted –se
lo decía al que llamaba por teléfono–, qué piensa de esto?” Nos vimos muchas
veces, en los dos pedazos de Patria que compartimos. La Academia de Ciencias de
Cuba, le dio una medalla. Aunque siempre las ha despreciado, creo que esa tuvo
para él un significado diferente. Dejé de ir a México y de verlo por un tiempo,
pero nunca dejé de saber de él. Como aquella ocasión en que lo señalaron como
uno de los formadores intelectuales del subcomandante Marcos –versión simplista de la
burguesía mexicana–,
o como aquella otra en la que derramó el vino de su copa sobre el cuerpo del
oficial boliviano, devenido embajador, que décadas atrás había entregado al
comandante Che Guevara. Fue la manera que halló para denunciar su presencia en
México.
Siempre le
he llamado Maestro, y creo que nunca lo he tuteado. Sus textos, generalmente
breves, eran radicales y a veces, así me parecían, excesivos. Pero su
personalidad imantaba. Creo que me enseñó mucho, sobre todo con su actitud, con
sus dudas, con su ejemplo, con su vida. Híjar contribuyó a que el México
burgués no me atrapara. Cuando empezaba a no ver en los semáforos (es decir, a
acostumbrarme a ver) a los niños limosneros, Híjar me resituaba, sin teques ni poses,
en el México profundo.
Hace un
mes, más o menos, volvimos a encontrarnos, en la casa de una de sus hijas. Se
reunió la familia, y volví a conocer –los había visto, a algunos, muy
pequeños–, a sus nietos. El clan Híjar se ha diversificado. Pero me satisfizo
especialmente que fuese otra mujer, una de sus nietas, la que levantase ahora
con más ímpetu esa hermosa tradición familiar, la de los intelectuales
guerreros por el socialismo. Como sigue vivito y coleando, escribiendo y
maldiciendo, imantando y formando, Alberto Híjar se merece este homenaje nada
académico que hoy recibe. Desde Cuba, que no se rinde, que nunca se entregará,
porque hay cubanos como yo, como muchos otros, que nunca se entregarán, le
envío mi abrazo agradecido.
Hola. Me gustaría saber si aun el Profesor da clase en algún espacio. He buscado en el portal de la Fac, de Filos de la UNAM pero no se encuentra en el listado de profesores. Agradeceré información, gracias
ResponderEliminarEl maestro Hijar, un hombre íntegro,buen filósofo y mejor amigo. Hay situaciones como esta en que las palabras salen sobrando ante la evidencia de la existencia de nuestro querido maestro y amigo. Que el cielo lo conserve y sus familiares y amigos podamos tenerlo mucho tiempo
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