jueves, 11 de abril de 2013

La miseria a nombre de la libertad (segunda parte)

Elier Ramírez Cañedo
Estados Unidos y la independencia de Cuba.
Desde fines del siglo XVIII, Cuba estuvo enmarcada dentro de la concepción geopolítica de Estados Unidos, en la que era percibida como una extensión más del territorio continental de la emergente nación americana.  Bejamín Franklin, quien sería uno de los padres de la independencia, ya recomendaba a Inglaterra en la época de las Trece Colonias la toma de la isla de Cuba.  La posición geográfica de la ínsula, privilegiada en cuanto al acceso a las más importantes vías de comunicación y a las rutas comerciales del Caribe, la calidad de sus puertos y su excelente posición para el establecimiento de puntos defensivos de la región americana que, ya los Estados Unidos consideraban suya, entre otras razones, convirtieron a la Mayor de las Antillas en una fruta apetecida para la nación del norte que, desde su nacimiento, estuvo signada por la psicología expansionista y de grandeza de la mayoría de sus Padres Fundadores. De esta manera, Cuba representaba para la política estadounidense un puente necesario con vista a sus aspiraciones hegemónicas sobre el continente americano; despreciando el apoyo que muchos cubanos habían dado a la causa independentista norteamericana.
A inicios del siglo XIX, diversas declaraciones de Thomas Jefferson ilustraban la importancia que en las proyecciones expansionistas estadounidenses tenía Cuba. Además de Cuba, la Florida y México constituían también, por su posición geográfica, el punto de mira de las primeras ambiciones territoriales de los Estados Unidos. Luego de comprarle a Napoleón Bonaparte el inmenso territorio de la Luisiana por 60 millones de francos, se hacía claro que la Florida era la próxima aspiración estadounidense y esta curiosamente apuntaba como dedo hacia Cuba.

En noviembre de 1805, Jefferson manifestó a Anthony Merry, ministro británico en Estados Unidos: “La posesión de la isla de Cuba es necesaria para la defensa de la Luisiana y la Florida porque es la llave del Golfo”. También consideraba que, en caso de guerra con España, a causa de la Florida, los Estados Unidos se apoderarían además de Cuba. Con vistas a este plan, mandó un cónsul a la Isla con la misión de estudiar secretamente su capacidad defensiva.
A tal punto llegaron las pretensiones expansionistas de Jefferson en relación con Cuba que, en 1808, envió un mensajero secreto a la Isla, el general Wilkinson, a investigar la posición de los grandes hacendados y terratenientes criollos en torno a la posibilidad de anexión de Cuba. Por igual, su gabinete redactó una resolución para conocimiento de los cubanos y mexicanos en la que se señalaba que Estados Unidos estaba de acuerdo con la permanencia de Cuba y México en manos españolas, pero si Francia o Inglaterra osaban apoderarse de estos territorios, debían declarar su independencia, y Washington los apoyaría.   El 19 de abril de 1809, ya en su condición de ex mandatario, Jefferson escribió a su sucesor James Madison (1809-1817), señalándole su confianza en que el conquistador Napoleón consentiría, sin dificultad, en que la unión recibiera la Florida, y que también admitiría con un poco más de reticencia que los Estados Unidos tomaran posesión de la Mayor de las Antillas. Días después, el 27 de abril, le escribirá de nuevo a Madison para expresarle:

“Aunque con alguna dificultad, consentirá también (España) en que se agregue a Cuba a nuestra Unión, a fin de que ayudemos a México y las demás provincias. Eso sería un buen precio.
Entonces yo haría levantar en la parte más remota al sur de la Isla una columna que llevase la inscripción NEC PLUS ULTRA, como para indicar que allí estaría el límite, de donde no podría pasarse, de nuestras adquisiciones en esa dirección. Entonces, sólo tendríamos que incluir el Norte (Canadá) en nuestra Confederación. Lo haríamos, por supuesto, en la primera guerra, y tendríamos un imperio para la libertad como jamás se ha visto otro desde la Creación. Persuadido estoy de que nunca ha existido una Constitución tan bien calculada como la nuestra para un imperio en crecimiento que se gobierna a sí mismo (…) Se objetará, si recibimos a Cuba, que no habrá entonces manera de fijar un límite a nuestras adquisiciones. Podemos defender a Cuba sin una marina. Este hecho establece el principio que debe limitar nuestras miras. Nada que requiera una marina para ser defendido debe ser aceptado”.

James Madison, sucesor de Jefferson en la presidencia de Estados Unidos (1809-1817), continuaría la misma política de su antecesor en relación con la Isla: mantenerla en las manos más débiles hasta que llegara la hora oportuna de lanzarse sobre ella. Entretanto, utilizando la vía diplomática, continuó pavimentando el camino hacia la anexión. Ese fue el objetivo de la visita a Cuba del cónsul William Shaler, quien, bajo la encomienda de Madison, prosiguió en las gestiones desarrolladas por Wilkinson con los hacendados y terratenientes esclavistas de la Isla. En ese período también el jefe naval estadounidense de la costa del Golfo de México propuso un ataque a La Habana (1812). Madison rechazó la propuesta, ya que, la situación interna no era propicia para enfrentar un conflicto con España. 
Bajo la presidencia de James Monroe (1817-1825) se delineó lo que sería la política exterior de los Estados Unidos hacia Cuba, al menos hasta fines del siglo XIX, y pasaría a la historia como la “teoría de la fruta madura”. John Quincy Adams, entonces secretario de Estado del presidente Monroe, fue la figura principal en el diseño de esta política. En instrucciones a Hugo Nelson, representante de Estados Unidos en Madrid, le expresó entre otras cosas que:

“Los vínculos que unen a los Estados Unidos con Cuba -geográficos, comerciales, políticos, etc.- son tan fuertes que cuando se hecha una mirada hacia el probable rumbo de los acontecimientos en los próximos cincuenta años, es imposible resistir la convicción de que la anexión de Cuba a la República norteamericana será indispensable para la existencia y la integridad de la Unión. Es obvio que no estamos preparados aún para ese acontecimiento y que numerosas y formidables objeciones se presentan a primera vista contra la extensión de nuestros dominios territoriales más allá del mar. Tanto en lo interior como en lo exterior, hay que prever y vencer determinados obstáculos a la única política mediante la cual Cuba puede ser adquirida y conservada. Pero hay leyes de gravitación política como las hay de gravitación física y así como una manzana separada de su árbol por la fuerza del viento no puede, aunque quisiera, dejar de caer al suelo, Cuba, rota la artificial conexión que la une a España, separada de esta e incapaz de sostenerse a sí misma, ha de gravitar necesariamente hacia la Unión norteamericana y solo hacia ella. A la Unión misma, por su parte, le será imposible, en virtud de la propia ley, dejar de admitirla en su seno”.

Adams estaba convencido de que aún no era el momento de apoderarse de Cuba, pero mientras, era preferible que la Isla permaneciera en las manos débiles de España, a que Inglaterra o Francia posaran sus ambiciones sobre ella.  De materializarse esto último, Estados Unidos estaría dispuesto a ir a la guerra.
Ante los voraces apetitos de las potencias europeas sobre los territorios americanos, enfrentados a los intereses expansionistas de los Estados Unidos, a fines de 1823, mediante un mensaje al Congreso, el presidente James Monroe proclamó lo que se conocería como la Doctrina Monroe: se consideraba como peligroso para la paz y la seguridad de los Estados Unidos todo intento de una potencia europea por apoderarse de las repúblicas hispanoamericanas reconocidas como independientes y por tanto como una disposición hostil.  Con esta declaración el gobierno de Washington intentó mostrarse a los ojos del mundo como defensor del continente americano. A partir de aquel momento la “seguridad” comenzó a constituir un término clave en los discursos de política exterior de los líderes estadounidenses. Podría decirse que comenzaba el largo camino del cinismo que caracterizaría hasta la actualidad la proyección exterior de ese país. La “seguridad nacional” e incluso continental se presentaba como un fin en sí mismo, cuando en realidad era sólo función utilitaria para encubrir o justificar los verdaderos propósitos hegemónicos que perseguía el gobierno de los Estados Unidos sobre América Latina y el Caribe.  Sin embargo, durante los primeros tres años que siguieron a la enunciación de la Doctrina Monroe, los países de la región la invocaron en no menos de cinco oportunidades con el objeto de hacer frente a amenazas reales o aparentes a su independencia e integridad territorial solo para recibir respuestas negativas o evasivas del gobierno norteamericano. 
La Doctrina Monroe fue una respuesta pública estadounidense a la propuesta del ministro de Relaciones Exteriores de Inglaterra, George Canning, de realizar una declaración conjunta angloamericana que se manifestara en contra de cualquier nuevo intento de colonizar territorios americanos, tanto por parte de la Santa Alianza, como  por Francia y España. Pero la parte de la propuesta inglesa que Estados Unidos obvió porque comprometía sus ambiciones expansionistas, fue la de que ambos gobiernos declarasen que no abrigaban la intención de apropiarse de ninguna parte de dichas colonias. La intención era bien clara: advertir a Inglaterra que los Estados Unidos no le tolerarían la adquisición de nuevos territorios en América, especialmente la Isla de Cuba. 

El Congreso de Panamá y la independencia de Cuba.

Uno de los proyectos que más oposición generó en los grupos de poder estadounidenses fue el que preparaban en 1825 fuerzas mancomunadas de Simón Bolívar y Guadalupe Victoria -presidente de México- para organizar una expedición con el objetivo de independizar a Cuba y Puerto Rico. El presidente de los Estados Unidos en ese momento, John Quincy Adams (1825-1829), y su secretario de Estado, Henry Clay, estaban convencidos de que la independencia de Cuba y Puerto Rico afectaría los intereses hegemónicos de su nación. Clay expresó al respecto: “Si Cuba se declarase independiente, el número y la composición de su población hacen improbable que pudieran mantener su independencia. Semejante declaración prematura podría producir una repetición de aquellas terribles escenas de que una isla vecina fue desdichado teatro”. Evidentemente se estaba refiriendo a Haití. “Este país –continuó Clay- prefiere que Cuba y Puerto Rico continúen dependiendo de España. Este gobierno no desea ningún cambio político de la actual situación”.
La administración Adams-Clay de inmediato dio una serie de pasos para evitar los proyectados planes de Colombia y México. Primero, se comunicó por vía diplomática con los gobiernos de México y Colombia para hacerles saber que Estados Unidos no toleraría cambio alguno en la situación de Cuba y Puerto Rico. Segundo, intentó convencer a España de que sólo haciendo la paz con sus colonias insurgentes y reconociendo la independencia de México y Colombia se lograría que estas desistieran de sus planes de invadir a Cuba. Tercero, trató de lograr una mediación de potencias extranjeras para que estas influyeran en una decisión de Madrid de reconocer la independencia de los países hispanoamericanos recién liberados. Clay escribió a los ministros de Estados Unidos en Rusia, Francia e Inglaterra enviándoles instrucciones de que buscasen apoyo para aquel plan.
Entretanto, el primer ministro enviado a México por los Estados Unidos, Joel R. Poinsett,  se esforzaba cumpliendo las estrictas instrucciones de su gobierno por evitar que avanzara el proyecto de invasión a Cuba. Utilizó “los celos mexicanos respecto a Colombia”, e informó a Clay que si estos “se cultivaban” seriamente, producirían los resultados que Estados Unidos esperaba. Para ganar tiempo mientras Poinsett continuaba realizando esta labor, el 20 de diciembre de 1825, Clay envió notas idénticas a los gobiernos de México y Colombia pidiendo la suspensión por tiempo limitado de la salida de la expedición hacia Cuba y Puerto Rico.
Ante la fuerte presión diplomática estadounidense, los gobiernos de Bogotá y de México respondieron que no se aceleraría operación alguna de gran magnitud contra las Antillas españolas, hasta que la propuesta fuera sometida al juicio del Congreso Anfictiónico de Panamá, a celebrarse en 1826. Como dijo apenadamente Simón Bolívar a una delegación de revolucionarios cubanos que lo visitó en Caracas: “No podemos desafiar al gobierno norteamericano, resuelto, en unión del de Inglaterra, a mantener la autoridad de España sobre las Islas de Cuba y Puerto Rico, …”.
El presidente estadounidense John Quincy Adams (1825-1829) llevó al órgano legislativo de su país la invitación –cursada por Francisco de Paula Santander en contra de los deseos y la voluntad de Bolívar- que había recibido el gobierno para participar en el Congreso Anfictiónico de Panamá. El 18 de marzo de 1826, en su mensaje a los congresistas, destacó la importancia de la presencia de Estados Unidos en el Congreso de Panamá para evitar que prosperara cualquier plan en favor de la independencia de Cuba y Puerto Rico: “La invasión de ambas islas por las fuerzas unidas de México y Colombia se halla abiertamente entre los proyectos que se proponen llevar adelante en Panamá los Estados belicosos…De allí que sea necesario mandar allí representantes que velen por los intereses de los Estados Unidos respecto de Cuba y Puerto Rico. La liberación de las islas significaría la liberación de la población negra esclava de las mismas y una gravísima amenaza para los estados del sur. …todos nuestros esfuerzos se dirigirán a mantener el estado de cosas existente, la tranquilidad de las islas y la paz y seguridad de sus habitantes”. 
El 26 de marzo de 1825, Henry Clay, al cursar instrucciones a Joel Roberts Poinsett, amplió respecto a las preocupaciones del gobierno de los Estados Unidos sobre la proyectada expedición conjunta de Colombia y México:

“Caso de que la  guerra se prolongue indefinidamente, ¿a qué fin se dedicaran las armas de los nuevos Gobiernos? No es improbable que se vuelvan hacia la conquista de Cuba y Puerto Rico y que, con esa mira, se concierte una operación combinada entre las de Colombia y México. Los Estados Unidos no pueden permanecer indiferentes ante semejante evolución. Su comercio, su paz y su seguridad se hallan demasiado íntimamente relacionados con la fortuna y la suerte de la isla de Cuba para que puedan mirar ningún cambio de su condición y de sus relaciones políticas sin profunda alarma y cuidado. No están dispuestos a intervenir en su estado real actual; pero no pueden contemplar con indiferencia ningún cambio  que se realice con ese objeto. Por la posición que ocupa, Cuba domina el Golfo de México y el valioso comercio de los Estados Unidos que necesariamente tiene que pasar cerca de sus costas. En poder de España, sus puertos están abiertos, sus cañones silenciosos e inofensivos y su posición garantizada por los mutuos celos e intereses de las potencias marítimas de Europa. Bajo el dominio de cualquiera de esas potencias que no sea España y, sobre todo, bajo el de Gran Bretaña, los Estados Unidos tendrían justa causa de alarma. Tampoco pueden  contemplar ellos que ese dominio pase a México o a Colombia sin sentir alguna aprehensión respecto al porvenir. Ninguno de esos dos Estados tiene todavía, ni es posible que la adquieran pronto, la fuerza marítima necesaria para conservar y proteger a Cuba, caso de lograr su conquista. Los Estados Unidos no desean engrandecerse con la adquisición de Cuba. Con todo, si dicha Isla hubiese de ser convertida en dependencia de alguno de los Estados americanos sería imposible dejar de aceptar que la ley de su posición proclama que debe ser agregada a los Estados Unidos. Abundando en esos productos a que el suelo y el clima de México y de Colombia se adaptan mejor, ninguna de ellas puede necesitarla, mientras que si se considera ese aspecto de la cuestión, caso de que los Estados Unidos se prestaran a las indicaciones de interés, Cuba sería para ellos particularmente deseable. Si la población de Cuba fuera capaz de sostener su independencia y se lanzase francamente a hacer una declaración de ella, quizás el interés real de todas las partes sería que poseyese un gobierno propio independiente. Pero entonces sería digno considerar si las potencias del continente americano no harían mejor en garantizar esa independencia contra cualquier ataque europeo dirigido contra su existencia. Sin embargo, lo que el presidente le ordena hacer es acordarle una atención vigilante a cualquier paso relativo a Cuba y averiguar los designios del gobierno de México con relación a ella. Y usted queda autorizado para revelar francamente, si se hiciese necesario en el curso de los acontecimientos, los sentimientos e intereses que se exponen en estas instrucciones y que el pueblo de los Estados Unidos abriga con respecto a esa isla”. 

Después de meses de debate en el Congreso de los Estados Unidos –en la Cámara la discusión duró cuatro meses, y el Senado, en sesión secreta, trató el asunto en un período más breve- se aprobó finalmente la participación en el Congreso de Panamá. Los representantes de Washington al Congreso Anfictiónico de Panamá serían Richard C. Anderson y John Sergeant, nombrados Enviados Extraordinarios y Ministros Plenipotenciarios de los Estados Unidos cerca del Congreso de Panamá. Ninguno de los dos pudo finalmente participar en los debates del Congreso, pues Anderson falleció camino a Panamá y Sergeant, retrasado, solo logró unirse con los delegados en México, donde formó con Joel R. Poinsett el equipo de negociadores de los Estados Unidos. Ambos enviados del gobierno de Washington habían recibido instrucciones claras de rechazar con vehemencia y fuertes amenazas el proyecto colombo-mexicano de independizar a Cuba y Puerto Rico.

“Entre los asuntos que deben llamar la consideración del Congreso no hay uno que tenga un interés tan poderoso y tan dominante como el que se refiere a Cuba y Puerto Rico, pero en particular al primero. La isla de Cuba, por su posición, por el número y el carácter de su población, y por sus recursos enormes aunque casi desconocidos, es en la actualidad el importante objeto que atrae la atención tanto de Europa como de América. Ninguna potencia, ni aun España misma, tienen un interés más profundo en su suerte futura, cualquiera que fuese, que Estados Unidos. …no deseamos mudanza alguna en la posesión o condición política de aquella isla,…no podemos ver con indiferencia que pasase de España a otra potencia europea. Tampoco deseamos que se transfiera o anexe a alguno de los nuevos estados americanos.
(…)
Las relaciones francas y amistosas que siempre deseamos cultivar con las nuevas Repúblicas, exige que ustedes expongan claramente y sin reserva, que Estados Unidos con la invasión a Cuba tendría demasiado que perder para mirar con indiferencia una guerra de invasión seguida de una manera desoladora, y para ver una raza de habitantes peleando contra la otra, en apoyo de unos principios y con motivos que necesariamente conducirán a los excesos más atroces cuando no a la exterminación de una de las partes: la humanidad de Estados Unidos a favor del más débil, que precisamente sería el que sufriese más, y el imperioso deber de defenderse contra el contagio de ejemplos tan cercanos y peligrosos, le obligaría a toda costa (aun a expensas de la amistad de Colombia y México) a emplear todos los medios necesarios para su seguridad”. 

Es cierto que la abolición de la esclavitud tendría cierto impacto subversivo para los estados esclavistas sureños de la nación del Norte, pero la raíz del problema estaba en que de triunfar los planes de Bolívar y de Guadalupe de Victoria de independizar a Cuba y Puerto Rico, las ambiciones expansionistas de los Estados Unidos sobre estas islas quedarían frustradas, o al menos se harían bien difíciles de acometer. También existía el temor real en el gobierno de Washington de que Inglaterra se aprovechara de cualquier situación de inestabilidad para imponer su poderío naval y apoderarse de las islas, cuando los Estados Unidos aun no tenían capacidad suficiente para enfrentársele. La anexión de Cuba y Puerto Rico es el verdadero “interés más profundo” del que habla Clay en las instrucciones trasmitidas a Anderson y Sergeant. Claro que, para enmascararlo, orienta bien a sus enviados sobre las justificaciones que deben emplear a la hora de explicar la conducta de Estados Unidos en contra de la independencia de Cuba y Puerto Rico.
A pesar de que los enviados de Washington no participaron finalmente en las discusiones del Congreso de Panamá, es evidente que el rechazo de los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra –de conocimiento público- frente a cualquier intentona de romper el status quo de  las islas de Cuba y Puerto Rico influyó negativamente en las decisiones de los delegados de las repúblicas hispanoamericanas en el Congreso de Panamá.  A nada se llegó en concreto al respecto en el cónclave, que se desarrolló desde el 22 de junio al 15 de julio de 1826, con la asistencia de delegaciones de Perú, Centroamérica, México y Colombia, así como de Gran Bretaña y Holanda. En definitiva, la oposición de los Estados Unidos e Inglaterra, sumado a los graves problemas internos que enfrentaban y enfrentarían las repúblicas hispanoamericanas, hicieron abortar los hermosos planes emancipadores de Bolívar y del gobierno Mexicano respecto a Cuba y Puerto Rico. Esa situación se mantendría durante los años 1827, 1828 y 1829, cada vez que se intentó revivir la empresa redentora.
A tal punto llegó la hostilidad estadounidense a los proyectados planes de independizar a Cuba, que Henry Clay, en carta que le envió al capitán general de la Isla, Francisco Dionisio Vives, ofreció en nombre del presidente Adams todo tipo de ayuda para impedir que Cuba saliese de manos de España mediante el reforzamiento de sus defensas. Vives consultó a Madrid y la respuesta fue que aceptara todo tipo de auxilio excepto el desembarco de tropas.
Años después, el secretario de Estado de los Estados Unidos, Martin Van Buren (1829-1831), en comunicación a su ministro en España, dejaría también constancia escrita sobre cual había sido la posición de su gobierno frente a la independencia de Cuba y Puerto Rico: “Contemplando con mirada celosa estos últimos restos del poder español en América, estos dos Estados (Colombia y México), unieron en una ocasión sus fuerzas y levantaron su brazo para descargar un golpe, que de haber tenido éxito habría acabado para siempre con la influencia española en esta región del globo, pero este golpe fue detenido principalmente por la oportuna intervención de este gobierno (…) a fin de preservar para su Majestad Católica estas inapreciables porciones de sus posiciones coloniales.
A este pasaje bochornoso de la historia de los Estados Unidos se referiría también años más tarde nuestro Apóstol, José Martí, en uno de sus célebres discursos: “Y ya ponía Bolívar el pie en el estribo, cuando un hombre que hablaba inglés, y que venía del Norte con papeles de gobierno, le asió el caballo de la brida y le habló así: “¡Yo soy libre, tú eres libre, pero ese pueblo que ha de ser mío, porque lo quiero para mí, no puede ser libre.¡”. 

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