martes, 13 de agosto de 2013

Las manos de René

Nyliam Vázquez García
Tiene unas manos infinitas. Durante años su rostro inmóvil, estampado de las más diversas formas en carteles, murales y banderas junto a otros cuatro, apenas dejaba advertir al hombre real… al de la mirada transparente, al que le cambia de tono la nariz cuando la emoción lo supera, al que le nacieron canas en la cárcel, el que ya usa espejuelos para leer, el que está libre aunque no del todo.
Ni siquiera las más agudas letras podían atrapar al ser que no para de hablar —porque tiene cosas que decir—, al que todos los días lo sorprenden las más diversas formas de solidaridad y amor de los cubanos, el que quiere lo mismo para Gerardo, Antonio, Fernando y Ramón, el hombre cuyas manos pareciera que fueron moldeadas para estar entrelazadas a las de ella...
René González Sehwerert cumple 57 años y por primera vez después de 15 años despertará en esta fecha en el calor del abrazo de su esposa, por primera vez sus hijas podrán comérselo a besos temprano y estará su pequeño nieto para llenarle de ternuras el alma. Hoy podrá quizá pensar que Fidel estará también celebrando sus 87, y lo hará con los pies en la tierra a la que ambos se siguen entregando. No será el teléfono quien medie entre sus cariños: René podrá abrazar a su madre y los amigos pasarán a verlo, podrán estrecharlo de ese modo íntimo con que le agradecen tantas cosas.
Seguro habrá regalos y los teléfonos no pararán de sonar. Aunque permanezca el sobrecogimiento por la pérdida de seres esenciales, tal vez haya un cake y los suyos se junten para cantarle ¡Felicidades! Y todavía el día estará incompleto.
Desde que su rostro, además de en carteles, murales y banderas, comenzó a habitar la realidad; desde que es posible saberlo escalando montañas, recorriendo el país, contando en los más disímiles escenarios sobre la importancia de seguir la lucha, René ha sido muy claro: «Seguimos siendo Cinco». Por eso a este 13 de agosto todavía le estarán faltando los abrazos reales de Gerardo, Antonio, Fernando y Ramón y habrá que seguir batallando para traérselos a René, a esas familias que aún esperan, a Cuba.
A ellos también es posible imaginarlos un poco más libres este amanecer y con una sonrisa de cumpleaños, aunque sus carceleros no lo puedan entender. Quizá podrán comunicarse, quizá podrán, con la dictadura de los minutos carcelarios, soltarle a René ese «Felicidades, hermano» que seguro les nace y con el que dejarán de estar tras las rejas, para vivir, por ahora, en la piel del otro.
Si en estas 24 horas marcadas por la tradición para celebrar el nacimiento hubiese un breve espacio para la reflexión, tal vez René recuerde junto a Olguita aquel 13 de agosto del 2001: la última vez que ella pudo visitarlo en la cárcel antes de que también la apresaran, la última vez que pudieron compartir el sabor a menta del caramelo que solían intercambiar como rito secreto.
Un beso a la entrada y otro antes de partir, eso era todo. Entonces no podían imaginar que no habría otros besos de menta en más de una década. Por eso cuando René regresó, solo por unos días para ver a su hermano enfermo, traía un caramelo para ella, y no uno cualquiera, sino uno de aquel paquetico a medias desde el 13 de agosto de 2001.
«Las promesas que yo le hice a Olguita eran muy importantes. Olguita me acompañó en toda esta historia. Tuvo que sufrir la cárcel, el arresto y yo no le hice muchas promesas, le hice pocas, pero fueron prioritarias, porque se lo merece».
Los caramelos fueron una de esas; el diario para que ella no se perdiera nada del juicio en vistas de que la enviaron a Cuba para castigarlos aun más, fue otra; volver a ver juntos una película… Su cara destella cuando menciona que por fin pudo cumplirle esa deuda, pendiente desde el 8 de diciembre de 1990. «Ya la llevé al cine», dice y busca el rostro de su amor, esa mirada de complicidad. Sonríen.
Cuando uno se imagina este 13 de agosto en la vida de René es posible advertir otra vez, como siempre, sus manos inquietas, en búsqueda constante de las de Olguita, porque les son necesarias. Quizá haya un alto en el que la nariz le cambie de color, y entonces estará pensando en su hermano Roberto, cuya respiración no se apagó como supone la lógica; o en Cándido, su padre, quien sigue siendo su héroe, y tuvo que morir para que él pudiera regresar ya, para que él pudiera vivir este día por fin en Cuba.
René tiene unas manos inmensas. A uno se le antoja que son perfectas para sostener y ese solo sería un detalle de la leyenda construida sobre un héroe de verdad —como tantos otros, corregiría él en un susurro. Sin embargo, la verdad más honda es que sus manos, desde siempre y aun más a los 57, están hechas para abrazar a Irmita y a Ivette, a su madre, para cargar a su nieto, para proteger a las familias de sus hermanos de causa hasta que regresen, para levantar a este país como todos los cubanos, para acariciar a su esposa, para secar sus lágrimas, para entrelazarse perenemente a las de ella, esas que lo completan.

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