lunes, 5 de octubre de 2009

EL OFICIO DE VENDERSE.

Juan Fernández López
No importa la edad ni el nivel cultural para ser traidor. Desde cualquier oficio se sirve al mercenarismo, aunque no tengas títulos ni neuronas.
Décadas sangrientas de la historia de Cuba así lo atestiguan cuando verdugos y títeres del imperio masacraron al pueblo antes de 1959, y vinieron después en barcos enemigos, ametralladora en mano, a tratar de reimponer el crimen.
Venderse es cotidiano en el planeta descorazonado del siglo XXI. Si se globalizó el mercado y el hombre pasó de cliente a mercancía, ya no sólo por sus órganos vitales, sino hasta por su cuerpo, su mente y su talento, ¿cómo va a sorprender que se vendan atletas, artistas o profesionales?
Sin embargo, en un mercado tan exigente y selectivo, lo que no deja de asombrar es que sin ser débil visual, impedido físico ni padecer enfermedad alguna; sin ser periodista, poeta o informático, los medios de prensa internacionales conviertan en víctimas invidentes, le pongan muletas o sillas de rueda, o peor aún que una “ilustre” academia, instituto o fundación le nomine para un Nóbel, de la noche a la mañana, y hasta los familiares más cercanos del “agraciado” se desayunen de tales debilidades o “dotes” de su pariente holgazán.
Premios, reconocimientos, nominaciones, campañas mediáticas, cualquier experiencia “sajariana” vale dentro del arsenal ensayado en la otra etapa de la guerra fría.
La libertad de prensa se sabe que fue comprada hace mucho tiempo en Wall Street por los monopolios de la información, lo que queda por resolver, el viejo dilema, es el libre acceso a la verdad, cada vez más escamoteada, tergiversada y bloqueada a las grandes mayorías por los agoreros de los derechos humanos.
Las mentiras de hoy gozan de las ventajas de la globalización. En cuestión de segundos tratan de convertir en famosos a abogados que nunca han visto una toga y no saben defenderse ni a sí mismos; periodistas entrenados por los manuales de la CIA en recónditos pupitres de embajadas “solidarias” y evangelizados con radiecitos portátiles infiltrados en valijas diplomáticas; escritores formados en la academia de los “camajanes”, el buen ron y el aliento de corresponsales; “blogueros” que venden su nombre a otros mercenarios extranjeros que desde lejanos rincones europeos y norteamericanos alimentan con veneno y dinero el prestigio internacional de la mercancía con nombre humano, que circula por la red.
Cuando las lágrimas son más verdes y metálicas que los presupuestos de los amos, el llanto de los mercenarios nos recuerda esa gran pena del hombre: el oficio de venderse.

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