Muere periodista ruso artífice de la glasnost.
Transformó el diario soviético Izvestia en sociedad anónima y la iniciativa privada se lo arrebató.
Juan Pablo Duch.
Moscú, 6 de octubre. Periodistas, políticos y muchos anónimos lectores de aquel Izvestia, diario que le tocó dirigir en un periodo crucial para la historia de este país, acudieron este martes al cementerio Troyekurovskoye para dar el último adiós a Igor Golembiovsky, símbolo de la libertad de expresión –junto con Yegor Yakovlev, desde el semanario Moskovskiye Novosti, y Vitali Korotich, desde el semanario Ogoniok, en los años previos al colapso de la Unión Soviética y la década de los noventa del siglo pasado. Golembiovsky, quien falleció hace unos días poco después de cumplir 74 años de edad, recibió sepultura en el mismo lugar donde se encuentra la tumba de Anna Politkovskaya, asesinada hace justo tres años por un pistolero a sueldo. Pero él, uno de los artífices de la glasnost en tiempos de Mijail Gorbachov, no murió por las balas de un sicario: acabó su brillante carrera periodística, enfermo y marginado, como víctima de la economía de mercado, la cual siempre promovió como alternativa viable al socialismo anquilosado. En la primera mitad de los ochenta, en tiempos de Yuri Andropov, Golembiovsky, considerado un periodista problemático, fue enviado a México como corresponsal de Izvestia. En ese país vivió su primer exilio dorado hasta que, concluido el interregno de Konstantín Chernenko, con Gorbachov en el poder, pudo regresar a Moscú en calidad de jefe de redacción de su periódico. Ya como subdirector, en 1990, los nuevos jerarcas del partido comunista, y sobre todo su ala más conservadora en lo ideológico, calificaron a Golembiovsky de demasiado liberal y lo enviaron de corresponsal a España. Unos meses después, renunció a la corresponsalía y pidió volver a Moscú, integrándose al cuerpo de articulistas del diario. El 23 de agosto de 1991, dos días después del fallido putsch que quiso derrocar a Gorbachov, Golembiovsky asumió la dirección de Izvestia, elegido para el cargo por los propios periodistas y trabajadores del diario que, en asamblea, se proclamaron un medio independiente del Soviet Supremo, el parlamento soviético, que hasta entonces lo financiaba. Con el apoyo de Boris Yeltsin, a cuyo gobierno no por ello dejó de criticar cuando en su opinión había motivos, Golembiovsky llevó a Izvestia a su época de gloria, con 11 millones de ejemplares diarios. Y a diferencia de algunos directores que se enriquecieron al apropiarse de la infraestructura heredada de la época soviética, Golembiovsky quiso que el diario se financiara como una sociedad anónima, repartiendo acciones entre los periodistas y trabajadores, así como atrayendo a importantes socios capitalistas que, poco a poco, se fueron haciendo con el control accionario de la empresa. En1997 se acabó la paciencia de los poderosos frente a las críticas, después de que Golembiovsky, fiel a sus convicciones periodísticas, consideró de interés reproducir una nota del periódico francés Le Monde que atribuía al entonces primer ministro de Rusia, Víktor Chernomyrdin, una supuesta fortuna personal de cerca de 5 mil millones de dólares. El premier montó en cólera y exigió a la petrolera Lukoil y al banco Oneximbank, ya accionistas mayoritarios de Izvestia, la destitución de Golembiovsky. Con él, se fue un numeroso grupo de periodistas y, poco tiempo después, fundó Noviye Izvestia, nuevo proyecto periodístico financiado por el magnate Boris Berezovsky, entonces miembro del primer círculo de Yeltsin. Caído en desgracia Berezovsky, enfrentado personalmente con Vladimir Putin, Golembiovsky tuvo que dejar la dirección de Noviye Izvestia en 2003. Aún tuvo fuerzas para fundar un nuevo diario, Russky Kurier, que al poco tiempo tuvo que cerrar al no poder soportar la presión de las autoridades, el acoso judicial bajo todo tipo de pretextos y el creciente boicot publicitario en su contra. Todas estas batallas quebrantaron su salud y, desde 2005, tras sufrir una embolia, Golembiovsky estuvo postrado en cama, pero lúcido y atento al acontecer político en Rusia, sin renunciar jamás a su irrepetible sentido de la ironía.
Moscú, 6 de octubre. Periodistas, políticos y muchos anónimos lectores de aquel Izvestia, diario que le tocó dirigir en un periodo crucial para la historia de este país, acudieron este martes al cementerio Troyekurovskoye para dar el último adiós a Igor Golembiovsky, símbolo de la libertad de expresión –junto con Yegor Yakovlev, desde el semanario Moskovskiye Novosti, y Vitali Korotich, desde el semanario Ogoniok, en los años previos al colapso de la Unión Soviética y la década de los noventa del siglo pasado. Golembiovsky, quien falleció hace unos días poco después de cumplir 74 años de edad, recibió sepultura en el mismo lugar donde se encuentra la tumba de Anna Politkovskaya, asesinada hace justo tres años por un pistolero a sueldo. Pero él, uno de los artífices de la glasnost en tiempos de Mijail Gorbachov, no murió por las balas de un sicario: acabó su brillante carrera periodística, enfermo y marginado, como víctima de la economía de mercado, la cual siempre promovió como alternativa viable al socialismo anquilosado. En la primera mitad de los ochenta, en tiempos de Yuri Andropov, Golembiovsky, considerado un periodista problemático, fue enviado a México como corresponsal de Izvestia. En ese país vivió su primer exilio dorado hasta que, concluido el interregno de Konstantín Chernenko, con Gorbachov en el poder, pudo regresar a Moscú en calidad de jefe de redacción de su periódico. Ya como subdirector, en 1990, los nuevos jerarcas del partido comunista, y sobre todo su ala más conservadora en lo ideológico, calificaron a Golembiovsky de demasiado liberal y lo enviaron de corresponsal a España. Unos meses después, renunció a la corresponsalía y pidió volver a Moscú, integrándose al cuerpo de articulistas del diario. El 23 de agosto de 1991, dos días después del fallido putsch que quiso derrocar a Gorbachov, Golembiovsky asumió la dirección de Izvestia, elegido para el cargo por los propios periodistas y trabajadores del diario que, en asamblea, se proclamaron un medio independiente del Soviet Supremo, el parlamento soviético, que hasta entonces lo financiaba. Con el apoyo de Boris Yeltsin, a cuyo gobierno no por ello dejó de criticar cuando en su opinión había motivos, Golembiovsky llevó a Izvestia a su época de gloria, con 11 millones de ejemplares diarios. Y a diferencia de algunos directores que se enriquecieron al apropiarse de la infraestructura heredada de la época soviética, Golembiovsky quiso que el diario se financiara como una sociedad anónima, repartiendo acciones entre los periodistas y trabajadores, así como atrayendo a importantes socios capitalistas que, poco a poco, se fueron haciendo con el control accionario de la empresa. En1997 se acabó la paciencia de los poderosos frente a las críticas, después de que Golembiovsky, fiel a sus convicciones periodísticas, consideró de interés reproducir una nota del periódico francés Le Monde que atribuía al entonces primer ministro de Rusia, Víktor Chernomyrdin, una supuesta fortuna personal de cerca de 5 mil millones de dólares. El premier montó en cólera y exigió a la petrolera Lukoil y al banco Oneximbank, ya accionistas mayoritarios de Izvestia, la destitución de Golembiovsky. Con él, se fue un numeroso grupo de periodistas y, poco tiempo después, fundó Noviye Izvestia, nuevo proyecto periodístico financiado por el magnate Boris Berezovsky, entonces miembro del primer círculo de Yeltsin. Caído en desgracia Berezovsky, enfrentado personalmente con Vladimir Putin, Golembiovsky tuvo que dejar la dirección de Noviye Izvestia en 2003. Aún tuvo fuerzas para fundar un nuevo diario, Russky Kurier, que al poco tiempo tuvo que cerrar al no poder soportar la presión de las autoridades, el acoso judicial bajo todo tipo de pretextos y el creciente boicot publicitario en su contra. Todas estas batallas quebrantaron su salud y, desde 2005, tras sufrir una embolia, Golembiovsky estuvo postrado en cama, pero lúcido y atento al acontecer político en Rusia, sin renunciar jamás a su irrepetible sentido de la ironía.
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