Seguramente por elemental correlación debida a la semejanza de las palabras, cuando niño relacionaba el premio Nobel con el adjetivo noble, que significa generoso, gentil y que proviene del latín nobilis que quiere decir conocido, ilustre. Siempre, en lo más profundo de mi subconsciente me he empeñado en vincularlo en su significado, aunque la realidad a menudo me ha dicho lo contrario. Para colmo, hurgando por pura curiosidad en la etimología del apellido, encuentro un origen en Escocia donde el término era usado para denotar a personas agraciadas.
Aun cuando ya adolescente tuve conocimiento de cómo Alfred Nobel había amasado su fortuna en la industria de la guerra, particularmente por haber inventado la dinamita y producirla industrialmente, y comprender la magnitud de los daños que contribuyó a perpetrar, no dejé de emparentar el adjetivo con el famoso premio. En efecto, Alfred Nobel amasó una fortuna de la cual solo dejó una pequeña parte a su familia, y el resto lo puso en el fondo de la fundación que lleva su nombre para premiar a aquellos que hicieran lo que él no hizo: aportar al bienestar de la humanidad. Tal era su complejo de culpa.
El premio ya tiene más de un siglo. Valdría la pena hacer un análisis a fondo desde el sur de este mundo sobre un premio que ha acaparado la atención mundial, que se ha convertido para muchos en símbolo de excelencia y que habitualmente se ha quedado en la Europa que lo vio nacer y en Norteamérica. De hecho, Europa Occidental y América del Norte (EEUU y Canadá) han recibido más del 85% de los premios Nobel; solo EEUU ha recibido 285, lo que significa más de un tercio de los que han sido otorgados desde que en 1901 se instauró el galardón. Los primeros 60 años, absolutamente todos los premios quedaron en Europa, América del Norte y algunos organismos internacionales, con la excepción de uno otorgado en 1936 al argentino Carlos Saavedra Lamas por su labor a favor de la paz regional y mundial.
Los premios los deciden personas de instituciones suecas, con la excepción del Nobel de la Paz que es decidido por el Comité Nobel Noruego del Parlamento Noruego y no todos los que otorga Suecia son decididos por las instituciones académicas de ese país. El premio Nobel de Economía, que se entrega desde 1969, lo decide el Banco de Suecia y tiene el nombre oficial de “Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel”. Y los premios, premios son.
Al entregarse en medicina, física, química, hay un peso grande en los países que han alcanzado su mayor desarrollo sobre las espaldas del subdesarrollo; el argumento no justifica, pero explica. Pero ¿cómo es la situación del Nobel de la Paz? Ese premio ha sido entregado a cerca de 100 personas desde 1901, y ocurrió con él lo mismo que con los otros; las primeras 6 décadas se quedó en la misma zona del mundo (con la excepción ya mencionada) y después ha tenido algunos giros hacia el sur.
Lo han recibido varios presidentes norteamericanos y hasta un vicepresidente, Al Gore, por sus modestos aportes a la protección del medio ambiente y distinguido individualmente junto con el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU, estructura en la que han interactuado muchas personalidades con muchos méritos. Al Gore lo obtuvo por algunas conferencias sobre el tema y un elaborado y galardonado documental, en los que por cierto no se ve preocupado por el hambre en el mundo, y sin mérito probado alguno a favor de la paz. Pero lo tiene, lo que no deja de ser “una verdad incómoda”. Los que se lo otorgaron pasaron por alto su complicidad en las aventuras bélicas del gobierno del cual era vicepresidente, en Serbia, Irak, Haití y otros países.
Hay personas ilustres que han sido galardonadas con ese premio y que merecen todo el reconocimiento por su dedicación verdadera a la paz, me refiero a Rigoberta Menchú, Adolfo Pérez Esquivel, Nelson Mandela, por solo mencionar a los que me vienen ahora a la mente. Pero también lo han recibido Henry Kissinger, Shimón Peres e Isaac Rabin, los tres acusados de pacifistas y absueltos por falta de pruebas en el tribunal de la humanidad.
Le Duc Tho lo rechazó porque su país aún no estaba en paz. Hermoso ejemplo de dignidad, nobleza y humanismo. También el francés Jean Paul Sartre rechazó en los años 60 del pasado siglo el de literatura, con el argumento de la politización del premio que en aquel entonces solo lo entregaban –según sus palabras- “a los escritores de Occidente o a los rebeldes del Este” y quien, por cierto, advirtió que si se lo entregaban lo rechazaría y así lo hizo, redondeando su posición cuando declaró públicamente que encontraba la insistencia en dárselo “un poco ridícula”. Ahora se le ha otorgado a un sorprendido Barack Obama, con argumentos escasos y nada convincentes. Algunos piensan que tiene todavía la oportunidad de ganárselo, otros que quienes decidieron el premio han avalado algo muy lejano de lo que debe ser entendido como paz.
Aun cuando ya adolescente tuve conocimiento de cómo Alfred Nobel había amasado su fortuna en la industria de la guerra, particularmente por haber inventado la dinamita y producirla industrialmente, y comprender la magnitud de los daños que contribuyó a perpetrar, no dejé de emparentar el adjetivo con el famoso premio. En efecto, Alfred Nobel amasó una fortuna de la cual solo dejó una pequeña parte a su familia, y el resto lo puso en el fondo de la fundación que lleva su nombre para premiar a aquellos que hicieran lo que él no hizo: aportar al bienestar de la humanidad. Tal era su complejo de culpa.
El premio ya tiene más de un siglo. Valdría la pena hacer un análisis a fondo desde el sur de este mundo sobre un premio que ha acaparado la atención mundial, que se ha convertido para muchos en símbolo de excelencia y que habitualmente se ha quedado en la Europa que lo vio nacer y en Norteamérica. De hecho, Europa Occidental y América del Norte (EEUU y Canadá) han recibido más del 85% de los premios Nobel; solo EEUU ha recibido 285, lo que significa más de un tercio de los que han sido otorgados desde que en 1901 se instauró el galardón. Los primeros 60 años, absolutamente todos los premios quedaron en Europa, América del Norte y algunos organismos internacionales, con la excepción de uno otorgado en 1936 al argentino Carlos Saavedra Lamas por su labor a favor de la paz regional y mundial.
Los premios los deciden personas de instituciones suecas, con la excepción del Nobel de la Paz que es decidido por el Comité Nobel Noruego del Parlamento Noruego y no todos los que otorga Suecia son decididos por las instituciones académicas de ese país. El premio Nobel de Economía, que se entrega desde 1969, lo decide el Banco de Suecia y tiene el nombre oficial de “Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel”. Y los premios, premios son.
Al entregarse en medicina, física, química, hay un peso grande en los países que han alcanzado su mayor desarrollo sobre las espaldas del subdesarrollo; el argumento no justifica, pero explica. Pero ¿cómo es la situación del Nobel de la Paz? Ese premio ha sido entregado a cerca de 100 personas desde 1901, y ocurrió con él lo mismo que con los otros; las primeras 6 décadas se quedó en la misma zona del mundo (con la excepción ya mencionada) y después ha tenido algunos giros hacia el sur.
Lo han recibido varios presidentes norteamericanos y hasta un vicepresidente, Al Gore, por sus modestos aportes a la protección del medio ambiente y distinguido individualmente junto con el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU, estructura en la que han interactuado muchas personalidades con muchos méritos. Al Gore lo obtuvo por algunas conferencias sobre el tema y un elaborado y galardonado documental, en los que por cierto no se ve preocupado por el hambre en el mundo, y sin mérito probado alguno a favor de la paz. Pero lo tiene, lo que no deja de ser “una verdad incómoda”. Los que se lo otorgaron pasaron por alto su complicidad en las aventuras bélicas del gobierno del cual era vicepresidente, en Serbia, Irak, Haití y otros países.
Hay personas ilustres que han sido galardonadas con ese premio y que merecen todo el reconocimiento por su dedicación verdadera a la paz, me refiero a Rigoberta Menchú, Adolfo Pérez Esquivel, Nelson Mandela, por solo mencionar a los que me vienen ahora a la mente. Pero también lo han recibido Henry Kissinger, Shimón Peres e Isaac Rabin, los tres acusados de pacifistas y absueltos por falta de pruebas en el tribunal de la humanidad.
Le Duc Tho lo rechazó porque su país aún no estaba en paz. Hermoso ejemplo de dignidad, nobleza y humanismo. También el francés Jean Paul Sartre rechazó en los años 60 del pasado siglo el de literatura, con el argumento de la politización del premio que en aquel entonces solo lo entregaban –según sus palabras- “a los escritores de Occidente o a los rebeldes del Este” y quien, por cierto, advirtió que si se lo entregaban lo rechazaría y así lo hizo, redondeando su posición cuando declaró públicamente que encontraba la insistencia en dárselo “un poco ridícula”. Ahora se le ha otorgado a un sorprendido Barack Obama, con argumentos escasos y nada convincentes. Algunos piensan que tiene todavía la oportunidad de ganárselo, otros que quienes decidieron el premio han avalado algo muy lejano de lo que debe ser entendido como paz.
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