Siempre que voy por Taguasco, suelo darme una buena tarde de mahjongg. Uno está horas organizando murallas, conformando tríos de bambú, escaleras de discos; tratando de atesorar dragones y vientos propios, y de pronto empiezas a preguntarte si por casualidad en alguna otra vida no fuiste chino.
Ciertamente, ya sabemos por Montesquieu que uno puede ser persa; pero también el mahjongg es para Taguasco lo mismo que el dominó para el resto de Cuba. Ahora sus fichas son de bambú, nácar o marfil: llegan en las maletas de quienes vuelven del extranjero; pero en mi infancia las hacíamos de madera; con bolígrafos dibujábamos los arduos caracteres. No es extraño que los niños cubanos aprendan temprano a contar en inglés —hubo un tiempo en que lo hacían en ruso— pero los taguasquenses de mi generación aprendíamos primero a leer números en chino.
Por eso, a medida que transcurre el juego, uno empieza a rememorar tiempos idos, y entonces sobreviene la contradictoria mezcla de sentimientos: el dolor por los que ya no están; la dulzura de la vieja, la inquietud por la ausencia de un amigo, el ridículo que hice en cierto baile, la primera novia que tuve… En fin, gozo y soledad, esperanza y desánimo, amor e infortunio; en esencia las mismas emociones que tendría cualquier chino de mi edad que de pronto se torne melancólico.
Ese “extrañamiento propio” —que Rimbaud definió como “yo el otro”— probablemente lo vivió el griego Esquilo mientras contaba desde ojos medos la batalla Salamina; o cuando el bigotudo Guy de Maupassant imaginaba ser una gorda lampiña y prostituta, o, incluso, cuando el chispeante Miguel Delibes escribía como un idiota en aquellos santos inocentes. Los escritores son curiosos transformistas: si uno solamente leyera las ficciones de Mario Vargas Llosa, pensaría que las escribe un hombre de izquierda; en tanto, el Evangelio según Saramago más parece obra de un revisionista católico, que de un materialista dialéctico.
Pero el campeón de la metamorfosis no es Kafka —ni tampoco Apuleyo—, sino Shakespeare. Este caballero inglés, que alguna vez fue mujer y negro, consiguió no obstante su mayor altura dramática como príncipe danés. Durante su vida, también fue griego, escocés y fenicio, pero quizá lo que más disfrutaba era ser italiano: bajo esa “bandera” escribió diez dramas y comedia, incluyendo cuatro de temas romanos.
Muchas veces he leído que la literatura escrita por mujeres es distinta a la escrita por hombres: se dice que ambos sexos enfocan un mismo problema de manera diferente, en tanto la tradición les ha otorgado desiguales relaciones de poder. Sin embargo, esa generalización es incompatible con la originalidad del creador; sería como suponer que El Quijote no fue escrito por un mortal llamado Miguel de Cervantes, sino por una sustancia resultado de promediar a todos los varones del mundo. Preguntemos entonces: ¿Diferente de cuáles hombres?: ¿De Lezama o de Carpentier; de Vladimir Nabokov o de Lewis Carroll? Imaginemos que Borges y Bukowski están a la misma hora, en la misma azotea, y mirando hacia la misma calle. Los párrafos escritos por ambos serían tan disímiles en su esencia, como lo son las literaturas escritas por Dulce María Loynaz y Carilda Oliver Labra. En cambio, no hay quien escriba más parecido al colombiano García Márquez — salvando distancias, desde luego— que la chilena Isabel Allende.
¿Y de cuáles relaciones de poder? ¿Acaso en aquel esclavista siglo XIX cubano no era más libre Luisa Pérez de Zambrana que el poeta esclavo Francisco Manzano, o Gertrudis Gómez de Avellaneda que el mulato Gabriel de la Concepción Valdés? Es curioso, pero los tres grandes paradigmas femeninos de la literatura universal fueron escritos por hombres: Lady Macbeth, (Shakespeare); Ana Karenina (Tolstoi), y Madame Bovary, (Flaubert). En cambio, el más consistente emperador romano de la literatura es obra de una mujer: el Adriano de Marguerite Yourcenar.
¿Saben una cosa?, cuando oigo hablar de literatura femenina o gay o marginal, me pregunto si la novela Orlando, de Virginia Woolf, podría clasificarse como literatura transexual. Bajo este mismo principio la literatura de Assimov pudiera ser robótica, la de Süskind, química, y la de Melville, pesquera o ecologista. Ciertamente, creo que tras todas estas subdivisiones siempre hay un poco de comercio.
Ya a principios del siglo XX, el poeta griego Constandinos Cavafis escribió: “Cuando un escritor sabe con bastante certeza que se venderán solamente unos pocos volúmenes de su edición, obtiene una gran libertad en su trabajo creador. Pero el escritor que tiene ante sí la seguridad, o al menos la probabilidad, de vender toda su edición y quizás ediciones subsecuentes, es a veces influido por la venta futura... casi sin quererlo, casi sin darse cuenta de ello. Habrá momentos en que, sabiendo cómo piensa, qué le gusta y qué ha de comprar el público, el escritor hará pequeños sacrificios, redactará cierto trozo de manera diferente, se saltará otro. Y no hay nada más destructivo para el Arte (tiemblo con sólo pensar en esto) que cierto trozo sea redactado de manera diferente o sea omitido”.
En el extremo –quizá extremismo— de estas manipulaciones podemos situar a ciertas literaturas encadenadas a políticas que configuran el mercado —y viceversa, probablemente acotaría Marx. En estas, el negocio del victimismo suele percibir dividendos. La idea es simple: empeñarse en mostrar un personaje marginado —cualquiera de los que siempre arrinconó la tradición: mujeres, negros, homosexuales, etc., y cuyos derechos son hoy reconocidos por diversas organizaciones mundiales— y luego, con igual empeño, lanzarse a demostrar que existen complotados modernos en la persistencia de tal marginalidad. No por ocio he colocado en cursivas las palabras “mostrar” y “demostrar”: las segunda es más propia de los géneros retóricos que de los literarios.
Por ejemplo, esta técnica es la más empleada por cierta “narrativa de la difamación” cuyo propósito es demonizar todo lo que concierne a la Revolución Cubana y a sus líderes. La políticas y el mercado han creado paradigmas de este “género”: Zoe Valdés es la cabeza más visible, pero también destacan otros cuyos modus operandi son un calco de los usados por esa autora: seres condenados a la marginalidad por culpa de un sistema cuyos máximos representantes hacen culto de la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira, la envidia y la soberbia (nótese que he relacionado los siete pecados capitales de la tradición judeocristiana)
Así, mediante el manejo de prejuicios originados por la tradición, se busca ejercer como abogado del diablo en lo que universalmente se entiende por moral, de modo que el sistema de ideas imperante en Cuba aparezca satanizado ante los ojos del lector. La idea no solo es cuestionar la legitimidad del gobierno cubano, sino también privar al sistema socialista de cualquier fundamento ético, moral o jurídico que lo sustente. Pero esta pretendida inversión de la realidad entraña varias paradojas que conspiran contra los propios autores. La primera es obvia, y va en relación directa con matices estéticos: los requerimientos del mercado terminan por destruir cualquier trascendencia artística, haciendo que el producto derive hacia mero panfleto de usar y tirar. La segunda está relacionada con aspectos técnicos: la humanidad de los personajes es anulada por la “mano peluda del autor”, la cual constantemente les implanta apremios caricaturescos, cuando no fundamentalistas que terminan por destruir la verosimilitud del relato. La tercera, apunta hacia la ética: no se puede combatir una supuesta tiranía, usando los mismos métodos despóticos achacados a esta: el odio no genera humanismo; la oscuridad no ilumina. La cuarta, deserta de la condición creadora del arte, en tanto la imitación, el reciclaje y el préstamo de temas, personajes, y recursos expresivos, no solo impide definir poéticas, sino que hace recordar, por ejemplo, el fenómeno actual del regetón. Y la quinta —que probablemente no sea la última— entra en contradicción con esencias morales: en tanto estos supuestos defensores de los marginados, mediante el uso de una retórica excluyente —sesgos, tópicos y prejuicios generadores de odio— son asimismo marionetas de quienes pretenden colocar en la marginalidad al pueblo cubano.
Naturalmente, ya sabemos por Borges que “el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis”. Sin embargo, el principal rasgo que distingue a los escritores que solemos llamar universales, es que en su democracia íntima no caben los fraudes.
Ciertamente, ya sabemos por Montesquieu que uno puede ser persa; pero también el mahjongg es para Taguasco lo mismo que el dominó para el resto de Cuba. Ahora sus fichas son de bambú, nácar o marfil: llegan en las maletas de quienes vuelven del extranjero; pero en mi infancia las hacíamos de madera; con bolígrafos dibujábamos los arduos caracteres. No es extraño que los niños cubanos aprendan temprano a contar en inglés —hubo un tiempo en que lo hacían en ruso— pero los taguasquenses de mi generación aprendíamos primero a leer números en chino.
Por eso, a medida que transcurre el juego, uno empieza a rememorar tiempos idos, y entonces sobreviene la contradictoria mezcla de sentimientos: el dolor por los que ya no están; la dulzura de la vieja, la inquietud por la ausencia de un amigo, el ridículo que hice en cierto baile, la primera novia que tuve… En fin, gozo y soledad, esperanza y desánimo, amor e infortunio; en esencia las mismas emociones que tendría cualquier chino de mi edad que de pronto se torne melancólico.
Ese “extrañamiento propio” —que Rimbaud definió como “yo el otro”— probablemente lo vivió el griego Esquilo mientras contaba desde ojos medos la batalla Salamina; o cuando el bigotudo Guy de Maupassant imaginaba ser una gorda lampiña y prostituta, o, incluso, cuando el chispeante Miguel Delibes escribía como un idiota en aquellos santos inocentes. Los escritores son curiosos transformistas: si uno solamente leyera las ficciones de Mario Vargas Llosa, pensaría que las escribe un hombre de izquierda; en tanto, el Evangelio según Saramago más parece obra de un revisionista católico, que de un materialista dialéctico.
Pero el campeón de la metamorfosis no es Kafka —ni tampoco Apuleyo—, sino Shakespeare. Este caballero inglés, que alguna vez fue mujer y negro, consiguió no obstante su mayor altura dramática como príncipe danés. Durante su vida, también fue griego, escocés y fenicio, pero quizá lo que más disfrutaba era ser italiano: bajo esa “bandera” escribió diez dramas y comedia, incluyendo cuatro de temas romanos.
Muchas veces he leído que la literatura escrita por mujeres es distinta a la escrita por hombres: se dice que ambos sexos enfocan un mismo problema de manera diferente, en tanto la tradición les ha otorgado desiguales relaciones de poder. Sin embargo, esa generalización es incompatible con la originalidad del creador; sería como suponer que El Quijote no fue escrito por un mortal llamado Miguel de Cervantes, sino por una sustancia resultado de promediar a todos los varones del mundo. Preguntemos entonces: ¿Diferente de cuáles hombres?: ¿De Lezama o de Carpentier; de Vladimir Nabokov o de Lewis Carroll? Imaginemos que Borges y Bukowski están a la misma hora, en la misma azotea, y mirando hacia la misma calle. Los párrafos escritos por ambos serían tan disímiles en su esencia, como lo son las literaturas escritas por Dulce María Loynaz y Carilda Oliver Labra. En cambio, no hay quien escriba más parecido al colombiano García Márquez — salvando distancias, desde luego— que la chilena Isabel Allende.
¿Y de cuáles relaciones de poder? ¿Acaso en aquel esclavista siglo XIX cubano no era más libre Luisa Pérez de Zambrana que el poeta esclavo Francisco Manzano, o Gertrudis Gómez de Avellaneda que el mulato Gabriel de la Concepción Valdés? Es curioso, pero los tres grandes paradigmas femeninos de la literatura universal fueron escritos por hombres: Lady Macbeth, (Shakespeare); Ana Karenina (Tolstoi), y Madame Bovary, (Flaubert). En cambio, el más consistente emperador romano de la literatura es obra de una mujer: el Adriano de Marguerite Yourcenar.
¿Saben una cosa?, cuando oigo hablar de literatura femenina o gay o marginal, me pregunto si la novela Orlando, de Virginia Woolf, podría clasificarse como literatura transexual. Bajo este mismo principio la literatura de Assimov pudiera ser robótica, la de Süskind, química, y la de Melville, pesquera o ecologista. Ciertamente, creo que tras todas estas subdivisiones siempre hay un poco de comercio.
Ya a principios del siglo XX, el poeta griego Constandinos Cavafis escribió: “Cuando un escritor sabe con bastante certeza que se venderán solamente unos pocos volúmenes de su edición, obtiene una gran libertad en su trabajo creador. Pero el escritor que tiene ante sí la seguridad, o al menos la probabilidad, de vender toda su edición y quizás ediciones subsecuentes, es a veces influido por la venta futura... casi sin quererlo, casi sin darse cuenta de ello. Habrá momentos en que, sabiendo cómo piensa, qué le gusta y qué ha de comprar el público, el escritor hará pequeños sacrificios, redactará cierto trozo de manera diferente, se saltará otro. Y no hay nada más destructivo para el Arte (tiemblo con sólo pensar en esto) que cierto trozo sea redactado de manera diferente o sea omitido”.
En el extremo –quizá extremismo— de estas manipulaciones podemos situar a ciertas literaturas encadenadas a políticas que configuran el mercado —y viceversa, probablemente acotaría Marx. En estas, el negocio del victimismo suele percibir dividendos. La idea es simple: empeñarse en mostrar un personaje marginado —cualquiera de los que siempre arrinconó la tradición: mujeres, negros, homosexuales, etc., y cuyos derechos son hoy reconocidos por diversas organizaciones mundiales— y luego, con igual empeño, lanzarse a demostrar que existen complotados modernos en la persistencia de tal marginalidad. No por ocio he colocado en cursivas las palabras “mostrar” y “demostrar”: las segunda es más propia de los géneros retóricos que de los literarios.
Por ejemplo, esta técnica es la más empleada por cierta “narrativa de la difamación” cuyo propósito es demonizar todo lo que concierne a la Revolución Cubana y a sus líderes. La políticas y el mercado han creado paradigmas de este “género”: Zoe Valdés es la cabeza más visible, pero también destacan otros cuyos modus operandi son un calco de los usados por esa autora: seres condenados a la marginalidad por culpa de un sistema cuyos máximos representantes hacen culto de la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira, la envidia y la soberbia (nótese que he relacionado los siete pecados capitales de la tradición judeocristiana)
Así, mediante el manejo de prejuicios originados por la tradición, se busca ejercer como abogado del diablo en lo que universalmente se entiende por moral, de modo que el sistema de ideas imperante en Cuba aparezca satanizado ante los ojos del lector. La idea no solo es cuestionar la legitimidad del gobierno cubano, sino también privar al sistema socialista de cualquier fundamento ético, moral o jurídico que lo sustente. Pero esta pretendida inversión de la realidad entraña varias paradojas que conspiran contra los propios autores. La primera es obvia, y va en relación directa con matices estéticos: los requerimientos del mercado terminan por destruir cualquier trascendencia artística, haciendo que el producto derive hacia mero panfleto de usar y tirar. La segunda está relacionada con aspectos técnicos: la humanidad de los personajes es anulada por la “mano peluda del autor”, la cual constantemente les implanta apremios caricaturescos, cuando no fundamentalistas que terminan por destruir la verosimilitud del relato. La tercera, apunta hacia la ética: no se puede combatir una supuesta tiranía, usando los mismos métodos despóticos achacados a esta: el odio no genera humanismo; la oscuridad no ilumina. La cuarta, deserta de la condición creadora del arte, en tanto la imitación, el reciclaje y el préstamo de temas, personajes, y recursos expresivos, no solo impide definir poéticas, sino que hace recordar, por ejemplo, el fenómeno actual del regetón. Y la quinta —que probablemente no sea la última— entra en contradicción con esencias morales: en tanto estos supuestos defensores de los marginados, mediante el uso de una retórica excluyente —sesgos, tópicos y prejuicios generadores de odio— son asimismo marionetas de quienes pretenden colocar en la marginalidad al pueblo cubano.
Naturalmente, ya sabemos por Borges que “el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis”. Sin embargo, el principal rasgo que distingue a los escritores que solemos llamar universales, es que en su democracia íntima no caben los fraudes.
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