Enrique Ubieta Gómez
Tomado de La Calle del Medio 54
Emigrar es un verbo
duro. Pero quienes habitan una isla sueñan con rebasar el muro de agua que los
circunda. No es igual la imaginaria y con frecuencia caprichosa línea que
divide a las naciones de un continente y establece un más allá previsible, que el
horizonte como frontera, desconocido y tentador. Un horizonte que se insinúa en
películas, seriales y novelas de televisión cuidadosamente construidos sobre
vidas de clase media y alta, o sobre pobres que rompen los límites de su clase
gracias al buen comportamiento, la suerte o el esfuerzo individual. Un
horizonte de primer mundo que se promociona como un enorme casino, en el que un
golpe de suerte puede situar al jugador en el nivel más alto. «El sueño
americano» –sustentado sobre un imaginario de vida que prioriza el tener, no el
ser: si usted es rico, no importa cómo lo consiguió o cuánto aporta a la
sociedad– no es una opción para el latinoamericano común, perseguido y
expulsado del territorio estadounidense, adonde suele llegar de forma
clandestina para cubrir el déficit de mano de obra barata. ¿Y para los cubanos?
Las facilidades de radicación que recibe a su llegada y su mayor nivel de
instrucción –lo primero, un aporte de la guerra contra la Revolución; lo segundo,
un aporte de la Revolución– han creado el mito del inmediato éxito. Algunos
buscavidas calculan mal: suponen que si en Cuba ganan mucho más que la media y
no tienen que trabajar en exceso, allá serían millonarios.
Un día escuché un
comentario que me turbó: en Cuba viven muchos ciudadanos que han regresado. Que
se fueron del país, y por alguna razón regresaron para quedarse. Los hay que se
fueron de forma legal y regresaron de igual forma. Otros compraron una
embarcación y se lanzaron al mar, en dirección opuesta a la que suele
promocionarse. Las reglas migratorias son estrictas, y el escarceo es difícil,
porque el país no puede recibir de golpe a todos los que desean reinstalarse. El que
llega es investigado en coordinación con las autoridades policiales de sus
países de residencia. Quise conocer las motivaciones de esas personas, algunas
sorprendentemente ingenuas, como un albañil jubilado de 60 años, que sin hablar
inglés ni contar con apoyos familiares se acogió al llamado «bombo» y se marchó
a Las Vegas: nunca, por supuesto, encontró trabajo. O como ese chef de cocina
de un lujoso hotel de Varadero, que fue estafado por un turista mexicano que le
prometió una plaza en su inexistente hotel, y tuvo que cruzar la frontera
norteamericana para sobrevivir, comprar una pequeña lancha y regresar a Cuba.
Historias múltiples, razones para partir muy alejadas de la política –amores
traicionados, deseos de aventura, reencuentros familiares–, aunque siempre
supeditadas a ella. Más de 15 cubanos de Matanzas, Sancti Spíritus y La Habana, me contaron sus
historias. Por razones de espacio, narraré tres de ellas.
I
María Josefa tiene hoy 24
años. Cuando el padrastro fue seleccionado en el sorteo (el «bombo») de la Sección de Intereses de
Estados Unidos, ella tenía apenas 18 años, era una maestra de primaria recién
graduada de la Allende
y estudiaba el primer año de la Licenciatura en Comunicación Social. No quería
emigrar, pero tanto ella como su pequeño hermano fueron arrastrados por la
mamá. Vivió en Miami desde 2004 hasta 2006. Durante ese tiempo mantuvo la
comunicación con el novio que dejó en La Habana, y cuando decidió y pudo regresar –su
familia se quedó allá–, se casó con él. Vive actualmente en la casa de la
suegra. Y recuperó su puesto de maestra en la misma escuela primaria que
abandonó al partir.
¿Dónde trabajabas allá?
Primero trabajé en una cafetería como dependiente. La
cafetería tenía servicio de lunch
para que las personas que salen del trabajo y no quieren o no tienen tiempo de
cocinar compren la comida ya hecha. Yo hacía eso. Las otras muchachas se
encargaban de atender a los clientes que venían, de servirles. Yo no hablo
inglés, no tenía tiempo de estudiar. Llegó un momento en que tuve dos trabajos
a la vez.
Pero la mayoría de los clientes eran latinos, allí hay
muchos cubanos. Ya después que salí de la cafetería –ahí no duré mucho porque
no me gustaba eso–, empecé en una fábrica, donde me quedé fija hasta el momento
en que regresé. Una fábrica de juguetes y golosinas, de confituras. Trabajábamos
de lunes a viernes, desde las siete de la mañana hasta las tres y media. Si nos
daban horas extras las aprovechábamos, porque las pagan doble. Aunque estuviera
reventada me quedaba. Y si el dueño anunciaba que el sábado podíamos ir, llegábamos
desde la mañana. Y una hacía un esfuerzo, porque el miércoles ya pensabas que
era viernes, el trabajo te acababa. Era muy duro.
¿Qué hacías en la
fábrica?
Yo pasé por todos los trabajos, porque era la más jovencita
del salón. Allí cumplí 19 años. Como era la más jovencita y era rápida –y eso
era lo que hacía falta para aumentar la producción–, la jefa del salón me fue
pasando por todos los trabajos, hasta que terminé en menos de nada en un puesto
que normalmente hacían las personas que más tiempo llevaban allí, que era el
más duro aunque no se cobraba más. En otros tiempos –me contaban las más viejas–,
quienes hacían ese trabajo (sellando en la máquina las bolsas de juguetes y
poniéndoles la etiqueta), se iban con dos cheques, porque eran las que más
trabajaban. Tenía que sellar la mercancía que hacía todo el salón. Pero eso
después lo quitaron y yo ganaba igual que todas las demás.
¿Cuánto ganabas?
El salario mínimo, que cuando yo estaba allá era de 6.15 dólares
la hora. No sé, ahora debe ser más.
Me decías que en algún
momento tuviste dos trabajos…
Sí, pero por la izquierda.
¿Por qué por la
izquierda?
Porque fue el que conseguí. Por la izquierda porque no te
descuentan los impuestos, los casi 40 dólares a la semana que se descuentan de
tu salario. Estuve un tiempo hasta que el dueño dijo que ya no nos necesitaba.
Era en una papelera, sentada, a diferencia del primero que me obligaba a estar
las ocho horas de pie, con media hora nada más para el almuerzo. Trágate la
comida y entra otra vez. Cargando cajas. El primero sí me acababa. Este otro era
como un Correo, yo tenía que meter en un sobre grande cartas y cosas de la gente,
sellarlo e irlo poniendo; facilito. Terminaba a las diez y media u once de la
noche. En ese tiempo no tenía paz, porque yo salía a las tres y media del
primer trabajo, pasaba a recoger a mi mamá –porque yo le conseguí también a
ella ese segundo trabajo y nos íbamos juntas–, y cuando ella se montaba en el
carro ya me traía la comida, porque de un trabajo al otro era distante, y yo
comía en ese intervalo. Entraba a las cinco, pero como era lejos, llegaba justo
rayando. Salíamos a las diez y media, once de la noche, regresaba a bañarme y a
dormir, para levantarme al otro día a las seis y media de la mañana. Así era.
¿Cómo empezaste a
valorar la posibilidad del regreso?
Desde que mi mamá me enseñó el sobre amarillo del «bombo»,
yo le dije que no, que aquello no me motivaba, que no me quería ir. Pero bueno,
como madre al fin decía: «cómo te vas a quedar sola aquí, te tienes que ir
conmigo». Al final me fui, pero prácticamente en contra de mi voluntad.
Mira, al lado de mi mesa trabajaba una señora que tenía
cáncer. Ella vivía sola, y todos sus hijos estaban en Cuba. Tenía 65 años. Su
enfermedad estaba en una fase avanzada, pero vivía solita en una renta que le
costaba 300 dólares y pico, que no era un apartamento, era un eficiency: dentro de una casa grande, un
espacio que cerraban con una salida independiente, un apartamento dentro de una
casa. No tienes privacidad, porque cuando no estás, no sabes si los dueños
entran.
Ella pagaba eso. Al final murió. En mi trabajo no te podías
sentar, las cámaras estaban por todos lados, y nada más que te sentabas, venían
a regañarte y podían llamarte a la dirección para hacerte pasar una pena o para
botarte, y allá no te puedes dar el lujo de que te boten de un trabajo porque tú
vives de él. Pero ella estaba en un estado terminal, y una amiguita y yo nos
poníamos frente a las cámaras para que se pudiera sentar. Pobrecita, se quejaba
del dolor. Era cáncer en los huesos. Le dolía estar tanto tiempo de pie, y la
ayudábamos a adelantar, porque con el dolor no producía casi, y si no produces
te botan. Yo tenía que sellar, por ejemplo, 600 docenas en el día, que eran 600
cajas. Sellarlas, cargarlas, ponerlas en el paile,
para que los hombres se las llevaran. Era lo único que hacían los hombres, todo
lo demás lo hacíamos las mujeres. Nosotras sabíamos que ya la jefa del área
había hablado con ella para que hiciera un esfuerzo porque el jefe «estaba
puesto para ella», decía que no producía lo suficiente. Nosotras la ayudábamos
porque si perdía ese trabajo, con qué iba a pagar la renta.
Quizás si tu novio
hubiese estado contigo las cosas hubiesen sido diferentes…
No hubiese cambiado nada, a mí lo que no me gustaba era el
sistema de vida de allá. Tú vives para trabajar, no tienes tiempo para nada;
hay lugares para ir de paseo, pero estás muy cansada. El trabajo te saca el
kilo. No tienes tiempo para tomarte un respiro, para ir a la playa… Mi
padrastro se fue prácticamente joven de aquí y ya casi está calvo de la tensión,
que si la renta la subieron y tengo que buscarme otro trabajo, porque el que
tenía me daba exacto, y ahora no da. A él allá le han dado dos parálisis, de la
misma tensión, de que si me botan porque están haciendo recorte de personal…
Vivir eso no es fácil. El año antes pasado la renta subió tres veces: tres
veces en un año. A los dueños no les importa, ellos pasan y te dicen el día
antes: la renta va a subir 75 dólares. Lo que a ellos les de la gana. No cuentan
con que tú llevas una contabilidad, que ya tienes ese dinero separado. A veces
en el trabajo si el dueño es cubano es más malo aun, no sé por qué. Esos
cubanos que llevan mucho tiempo allá a veces son peores que los americanos.
¿El dueño de tu fábrica
era cubano?
Sí, era cubano. Cuando vi que me quedaba sin trabajo, porque
el dueño iba a vender la fábrica donde estaba, me entró la locura por irme. Cuando
ellos venden la fábrica o el trabajo que sea, el dueño que llega cambia todo el
personal, trae el suyo de confianza, todas nos íbamos a quedar en la calle. Llegando
a Cuba me dio un dolor muy fuerte, fui al policlínico, el doctor me hizo las
pruebas y le dijo a mi esposo: llévala directo a la Covadonga, porque esto
es una apendicitis. Tuve suerte.
¿No piensas volver a
la universidad?
Ahora estoy estudiando para alcanzar el 12 grado integral,
no sé lo que haga después.
II
Yamil es chapista, tiene
el 12 grado vencido y vive en el barrio habanero de Pogolotti. Vivió en Miami
entre los años 2006 y 2008,
adonde llegó por el «bombo».
¿Dónde vives en ahora?
Con mi familia aquí, tratando de ver cómo creo lo mío. Aquí
somos cinco personas. Todavía no estoy casado. Hoy cumplo 37 años.
¿Tienes familia en
Estados Unidos?
Un tío. Tengo uno en Canadá y otro en Estados Unidos.
¿Él te recogió cuando
llegaste?
A mí me iban a mandar para Carolina del Norte, imagínate,
ahí sí me hubiese ahorcado yo. Y un día antes de irme lo encontré, mediante
amistades de aquí del barrio. Él sabía que yo iba, pero no sabía cuándo. Nosotros
estábamos desvinculados. Me había dado un teléfono, pero él es una gente que
contesta cuando le da la gana, allá la gente hace así, tú miras el teléfono y
si no sabes de dónde es, no contestas la llamada. Entonces él no sabía que yo
llegaba ese día. Pero la gente de aquí del barrio cuando me vio y les conté que
me iban a mandar para Carolina, me dijeron: no espérate, vamos a buscarlo. Nos
montamos en un carro y empezamos a recorrer todo Miami, a preguntar: oye, ¿por
dónde se mueve fulano? Hasta que llegamos a un lugar donde una gente conocía a
mi tío, y con tremendo misterio porque allá matan a cualquiera parece –esa fue
la primera impresión que me llevé al llegar–, mira el lío este para llamar, me
miraban como un extraño, abrían una ventana y me miraban, y yo decía, ¿en qué
está esta gente? Entonces lo llamaron: oye, tu sobrino está aquí. Ah sí, mi
sobrino, entonces me recibió. Y me fui a vivir a casa de mi tío. Me recibieron
bien, él, su mujer y mis dos primos. Tenía un buen apartamento. Él me consiguió
un trabajo como chapista en un taller.
Pero ahí me sacaron el kilo. No quiero acordarme de eso. Yo
ganaba 150 dólares a la semana; cuando me lo dijeron dije, coño, bastante
dinero, y aquello no me alcanzaba ni para comer casi, me salvaba por los
cheques que me daba el gobierno, que me los dio por ocho meses, 150 en una
tarjeta para comida y 180 en efectivo, que era para ir tirando. Si yo hubiese
tenido que vivir solo, con 150 dólares a la semana nadie vive. Y trabajando diez
y doce horas al día. El local tenía un dueño, y cinco personas rentaban
espacios de ese local. Yo trabajaba para una de esas personas. A él le decían
el Negro, era nicaragüense. Estuve trabajando con él un mes y pico, pero había
un cubano que rentaba otro pedazo del local, y como su asistente se fue, empecé
después con él. Ahí ganaba 200, un poquito más, y él me enseñó, porque yo no
conocía el sistema de trabajo de allá. Allá no se usa soldadura, hay mil cosas
que no son iguales que aquí. Estuve allí como tres meses. Después nos fuimos juntos
para un taller de una gente que tenía varios locales de pintura. Y ahí estuve
hasta que regresé.
¿Por qué decidiste
volver?
Porque la gente cree que todo lo que brilla es oro, hay de
todo, pero aunque no lo creas se extraña, la comunidad, tú me entiendes, mil
cosas. Y la situación estaba fea, para una persona que tenga vista larga no
había un futuro. Allá nunca voy a tener una casa ni voy a tener nada, porque
aquí uno tiene su casita y un trabajo tranquilo, pero allá no hay ni
tranquilidad ni estabilidad, no hay nada. Allá se tiene que vivir al día. Y si
pierdes el trabajo mañana, no duermes. Yo no veo la posibilidad, como está el
mundo hoy, de vivir allí. La gente dice: «pero aquí está más malo»; pero bueno,
aquí es donde nací. Aquí yo sé cómo es todo. Allá yo pierdo el trabajo y
termino debajo de un puente. Yo tenía miedo de ir al médico porque la consulta
más barata me costaba 80 dólares, y no tenía seguro médico. Hay que pensar en
mil cosas también. Para vivir, mi país. Aquello es duro, yo trabajé diez, doce
horas al día, me salía sangre de la yema de los dedos, escupía sangre cuando
iba al baño, porque el polvo de lijar carros es tóxico y te dan unas careticas que
son incómodas, te dan falta de aire, la gente no las usa. No pude aprender
inglés, cuando iba a la escuela me quedaba dormido. La escuela era gratis, pero
me quedaba dormido, llegaba cansado del trabajo.
¿Cómo te ve la gente
después que regresaste?
Normal, todo el mundo me ve normal. Una pila de gente me ha
dicho mil cosas, que yo estoy loco, pero no cojo lucha con eso, les paso por al
lado y me río. Allá no hay perspectivas, ¿qué casa? Si allí todo el mundo está
perdiéndolo todo, los negocios están cerrando, todo está en candela. Yo aquí,
aunque digan que estoy loco.
III
Prefiere no exponer su
nombre. Es arquitecta, una mujer decidida, hermosa a sus 53 años. Su esposo,
médico, se quedó en un viaje de trabajo. Entonces la reclamó a ella y a sus dos
hijos. Vivió en Canadá entre el 2000 y 2007. La niña tenía 13 años cuando
abandonó el país; el varón apenas 10. Pero el matrimonio no se sostuvo.
Vivieron años difíciles bajo el mismo techo, hasta que pudo independizarse. El
varón se enfermó. El país –sin dudas más benévolo que Estados Unidos– y la alta
calificación profesional de los padres, auguraba un futuro mejor que no llegó.
¿Los niños llegaron a
sentirse parte de aquello?
A él le fue más fácil, porque se fue muy joven, y asimiló
mejor la música, las costumbres, el idioma. Para mi hija no fue igual. Para
ella es muy importante tener amigos. Y allí eso se convirtió en algo muy
difícil. Nosotros vivíamos en Toronto, una gran ciudad. Ella siempre extrañó
mucho eso. A tal extremo que se inscribió en un programa de intercambio entre
universidades y el último año que cursó allá lo hizo en España, porque quería
irse de Canadá. Cuando regresó, ya el hermano estaba enfermo y nuestra
situación era difícil, porque en aquellas condiciones tuve que acogerme a un
programa de ayuda del gobierno de ese país, porque no podía trabajar. Y
entonces ella empezó a trabajar también.
El medio social en que estábamos viviendo, el estrés, las
circunstancias que nos rodeaban, no ayudaban a que mejorara. Aquí en Cuba la
vida es más tranquila. Nosotros teníamos allá una vida muy agitada, teníamos
que vivir pagando cosas, al día. No podía dedicarle el tiempo suficiente a mi
hijo. Y él se convirtió en mi primera prioridad. Mi hija y yo conversamos,
porque él no estaba en ese momento en condiciones de decidir. Los médicos me habían
dado un buen pronóstico, me dijeron que podía estar perfectamente bien, que era
solo un desorden por estrés. Entonces me dije: el lugar especial para encontrar
ese ambiente que él necesita es Cuba.
¿Usted allá trabajó
como arquitecta?
Llegué a trabajar para una compañía de arquitectos, pero no
como arquitecto, sino como dibujante. Yo pasé un curso para aprender un
programa que permite hacer diseños en computadoras, lo pagó el gobierno
canadiense y después empecé a trabajar en eso. Me pagaban como dibujante, pero
yo aprovechaba las libertades que me daban para aprender, porque lo que uno
pueda aprender nunca está de más. Hacía de todo en aquella compañía, lo mismo
mandaba planos por e-mail, que recibía faxs o ponía llamadas por teléfono. Me
creó un gran estrés al principio, pero al final me fui sintiendo más cómoda. Yo
trabajé en muchas cosas. Al principio no sabía una palabra de inglés, tuve que
limpiar, trabajar en restaurantes, en las cocinas fregando platos. Es una
historia larga, aprendí a sacar sangre, a hacer cardiogramas… Esa, en breves
palabras, fue mi historia.
El ser humano tiene una gran capacidad de adaptación. Llega
un momento en que te vuelves parte de aquel medio, aunque extrañas a tus
amigos, extrañas las conversaciones prolongadas, porque todo se vuelve rápido y
corto, en realidad frío y distante, es la verdad. Y una de alguna manera se
vuelve fría y distante también. A mí me pasó. Aquí nos faltan muchas cosas como
todos saben, económicamente hablando, pero tenemos a los amigos, tenemos a los
vecinos, a las personas con las que podemos contar si nos sentimos mal, tenemos
a quien llamar por teléfono por una hora, y molestarlo en su tiempo, y contarle
lo que nos pasa, y nos da recetas y nos dice. Hay cosas que no tienen precio en
la vida. Esas son las diferencias culturales más grandes que yo veo. Aunque en
Canadá existen beneficios bastante parecidos a los nuestros en el sistema de
salud, y tienen planes de apoyo a los desempleados; no es un país tan
contrastante como Estados Unidos donde las diferencias son abismales.
¿Cómo eran las escuelas
donde estudiaron sus hijos? ¿Existían problemas de violencia?
Sí, había problemas de drogas, de violencia. Básicamente eso
fue en la última escuela donde estuvo el varón. La primaria fue muy buena, muy
infantil, tranquila; pero después de la primaria hay una enseñanza que llaman junior high, y después high school. La primera es corta, dura
dos años creo; pero la otra es más dura. Porque ellos tienen una teoría
completamente diferente a la nuestra; mientras más el alumno quiere estudiar,
más tonto parece. Allá mientras más loco y desaplicado eres, más muchachas
tienes detrás, es como decir, eres el cool,
porque te destacas en el deporte por ejemplo. El que se destaca mucho en los
estudios es un perdedor. Eso es en high school,
lo que aquí sería el preuniversitario, pero de cuatro años. Allí se vuelven muy
hostiles, los que son tranquilos empiezan a cambiar. Hay dos grupos, o uno se
integra al grupo de los bandidos, o se queda en el de los perdedores. Y a estos
los martirizan, les hacen la vida imposible. Los maestros no se meten en eso. Y
también aparece la droga, los vendedores de drogas se aprovechan de las
circunstancias y llevan la droga a la escuela y la cuelan. Ellos nunca
consumen. Su primer requisito es que no consumen drogas. Pero ponen a todos esos
infelices a tomar aquello que les desgracia la vida, porque jamás son gente. De
la droga no se sale. Y hay violencia, porque una vez que la droga se mete en la
escuela, el que la consume es capaz de cualquier cosa. Puede matar por un poco
de droga. También depende del área donde vivas. Esa es la edad más mala. Si
usted es un adicto puede desde luego encontrarla. Yo nunca la vi, pero sé que
estaba allí, en la esquina. Ya después que salen de allí y cogen la universidad
o los estudios tecnológicos, está más controlado.
¿Han tenido
dificultades para insertarse aquí?
Bueno, no mucho. Mis hijos venían todos los años. Teníamos
en la casa una bandera cubana permanentemente, créalo o no, eso es algo que yo
no cuento, porque puede parecer absurdo. Aquí la bandera es algo que uno asocia
con los organismos, con la escuela, etc., pero ese hijo que yo traje de vuelta
se llevó de aquí dos banderas cubanas y todas las noches tenía la misión de
doblarla. Él la colgaba en la pared, desde mucho antes de enfermarse, y por la
noche la recogía y la doblaba como se dobla oficialmente. Siempre tuvimos la
bandera. Se añora mucho la patria.
Yo logré reinsertarme como arquitecto, mi hija siguió
estudiando Psicología en la universidad; tuvo que traer un millón de
documentos, pero logró continuar con sus estudios, aunque perdió un año de la
carrera. Estudia en Santa Clara. Está muy contenta porque ahora de nuevo tiene
amigos y amigas. Tiene un novio. Mi hijo está completamente recuperado, tengo
que dar gracias a Dios porque es algo milagroso. Él está en la universidad
también. Estudia y trabaja. Terminó el primer año de la Licenciatura en Estudios
Socioculturales. Tiene días en los que se entristece. De alguna manera, me
dice, yo no soy parte. Me perdí todos los años que mis amigos vivieron aquí. Y
me perdí esos cuentos que ellos hacen, esas historias que yo no puedo hacer,
porque no estaba. Mis amigos tienen calle, una calle que yo no conocí, saben
enamorar a una muchacha, y nosotros somos más tímidos, no nos abrimos a la
gente. Yo le digo que todo es un problema de tiempo.
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