Atilio A. Boron
Es una práctica profundamente arraigada que los gobiernos opuestos a la dominación norteamericana sean rutinariamente caracterizados como “regímenes” por los grandes medios de comunicación del imperio, los intelectuales colonizados de la periferia y aquellos que el gran dramaturgo español Alfonso Sastre ha magistralmente calificado como “intelectuales bienpensantes.” La palabra “régimen” adquirió en la ciencia política una connotación profundamente negativa, misma que no estaba presente en su formulación original. Hasta mediados del siglo veinte se hablaba del “régimen feudal”, de un “régimen monárquico”, o de un “régimen democrático” para aludir al conjunto de leyes, instituciones y tradiciones políticas y culturales que caracterizaban a un sistema político. Pero con la Guerra Fría y, después, con la contrarrevolución neoconservadora, el vocablo mudó completamente su significado. En su uso actual la palabra es empleada para estigmatizar a gobiernos o estados que no se arrodillan ante los dictados de Washington, a los cuáles por eso mismo se los descalifica como autoritarios y, en no pocos casos, como sangrientas tiranías.
No obstante, una mirada sobria en relación a este asunto comprobaría la existencia de estados inocultablemente despóticos que, sin embargo, los voceros de la derecha y el imperialismo jamás calificarían como “regímenes”. En la coyuntura actual proliferan los analistas o periodistas (inclusive algunos “progres”, un tanto distraídos) que parecerían no tener mayor inconveniente en aceptar el uso del lenguaje establecido por el imperio. El gobierno sirio es el “régimen de Basher Al Assad”; y la misma descalificación se utiliza a la hora de hablar de los países bolivarianos. En Venezuela lo que hay es un “régimen chavista”; en Ecuador es el “régimen de Correa” y Bolivia se encuentra sometida a los caprichos del “régimen de Evo Morales.” El hecho de que en estos tres países se hayan desarrollado instituciones y formas de protagonismo popular y funcionamiento democrático superiores a las existentes en los Estados Unidos y la gran mayoría de los países del capitalismo desarrollado es olímpicamente ignorado. No son amigos de los Estados Unidos y, por lo tanto, su sistema político es un “régimen.”
El doble rasero que se aplica en estos casos queda en evidencia cuando se observa que las infames monarquías petroleras del golfo, mucho más despóticas y brutales que el “régimen” sirio jamás son estigmatizadas con la palabrita en cuestión. Se habla, por ejemplo, del gobierno de Abdullah bin Abdul Aziz pero nunca del “régimen” saudita, a pesar de que en este país no existe parlamento sino una mera “Asamblea Consultiva” cuyos miembros son designados por el monarca entre sus parientes y amigos; los partidos políticos están explícitamente prohibidos y el gobierno es ejercido por una dinastía que se perpetúa en el poder desde hace décadas. Exactamente lo mismo ocurre con Qatar pese a lo cual ni por asomo el New York Times o los medios hegemónicos de América Latina y el Caribe se les ocurre hablar del “régimen saudita” o el “régimen catarí.” Siria, en cambio, es un “régimen”, pese a que es un estado laico en el cual hasta hace poco tiempo convivieron diversas religiones, existen partidos políticos legalmente reconocidos y hay un congreso unicameral con representación de la oposición. Pero nadie le quita el sambenito de “régimen”. En otras palabras: un gobierno amigo, aliado o cliente de Estados Unidos, por más opresivo o violador de los derechos humanos que sea, nunca va a ser caracterizado como un “régimen” por el aparato de propaganda del sistema. En cambio, gobiernos como los de Irán, Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador y varios más son invariablemente caracterizados de esa manera.[1]
Para comprobar de modo aún más rotundo la tergiversación ideológica que subyace a estas caracterizaciones de los sistemas políticos basta con recordar la forma en que los publicistas de la derecha tipifican al gobierno de Estados Unidos, considerado como el “non plus ultra” de la realización democrática. Esto a pesar de que hace poco el ex presidente James Carter dijo que su país “no tiene una democracia que funcione.” Lo que hay, en realidad, es un estado policial, muy hábilmente disimulado, que ejerce una permanente e ilegal vigilancia sobre la propia ciudadanía y que lo más importante que ha hecho en los últimos treinta años ha sido permitir que el 1 % de la población se enriquezca como nunca antes, a costa del estancamiento en los ingresos percibidos por el 90 % de la población. En la misma línea crítica de la “democracia” estadounidense (en realidad, una cínica plutocracia) se encuentra la tesis del gran filósofo político Sheldon Wolin, quien ha caracterizado al régimen político imperante en su país como “un totalitarismo invertido”. Según este autor, “el totalitarismo invertido … es un fenómeno que …representa fundamentalmente la madurez política del poder corporativo y la desmovilización política de la ciudadanía.” [2] En otras palabras, la consolidación de la dominación burguesa en manos de los grandes oligopolios y la desactivación política de las masas, estimulando la apatía política, el abandono de –y el desdén por- la vida pública y la fuga privatista hacia un consumismo desorbitado sólo sostenido por un aún más desenfrenado endeudamiento. El resultado: un “régimen” totalitario de nuevo tipo. Una peculiar “democracia”, en suma, sin ciudadanos ni instituciones, y en la cual el abrumador peso del “establishment” vacía de todo contenido al discurso y a las instituciones de la democracia, convertidas por eso mismo en una mueca sin gusto y sin gracia y absolutamente incapaces de garantizar la soberanía popular. O de hacer realidad la vieja fórmula de Abraham Lincoln cuando definió a la democracia como “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.”
Producto de esta gigantesca operación de falsificación del lenguaje, el estado norteamericano es concebido como una “administración”, es decir, una organización que en función de reglas y normas claramente establecidas gestiona la cosa pública con transparencia, imparcialidad y apego al mandato de la ley. En realidad, tal como lo asegura Noam Chomsky, nada de ello es verdad. Estados Unidos es un “estado canalla”, que viola como ningún otro la legalidad internacional y lo mismo hace con algunas de los más importantes derechos y leyes del país. Así lo demuestran, para el caso doméstico, las revelaciones sobre el espionaje que la NSA y otras agencias han venido haciendo en contra del propio pueblo de Estados Unidos, para no hablar de atropellos aún peores como los que se producen a diario en la infame cárcel de Guantánamo o la persistente lacra del racismo.[3] Propongo, por lo tanto, que abramos un nuevo frente de lucha ideológica y que de ahora en más comencemos a hablar del “régimen de Obama”, o el “régimen de la Casa Blanca” cada vez que tengamos que referirnos al gobierno de Estados Unidos. Será un acto de estricta justicia, que además mejorará nuestra capacidad de análisis y contribuirá a higienizar el lenguaje de la política, ensuciado y bastardeado por la industria cultural del imperio y su inagotable fábrica de mentiras.
NOTAS
[1] Conviene recordar que esta dualidad de criterios morales tiene una larga historia en Estados Unidos. Es célebre la anécdota que narra la respuesta del presidente Franklin D. Roosevelt ante algunos miembros del partido demócrata horrorizados por las brutales políticas represivas de Anastasio Somoza en Nicaragua. FDR se limitó a escucharlos y decirles: “sí, es un hijo de puta. Pero es “nuestro” hijo de puta.” Lo mismo podría decirse de los monarcas de Saudiarabia y Qatar, entre otros. Ocurre que Basher Al Assad no es su hijo de puta. De ahí la caracterización como “régimen” de su gobierno.
[2] Cf. su Democracia Sociedad Anónima (Buenos Aires: Katz Editores, 2008) p. 3.
[3] Para un examen de la sistemática violación de los derechos humanos por parte del gobierno de Estados Unidos, o del “régimen” norteamericano, ver: Atilio A. Boron y Andrea Vlahusic, El lado oscuro del imperio. La violación de los derechos humanos por Estados Unidos(Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2009)
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