Alguna vez he dicho que la Autopista Nacional, la única de largo aliento que tenemos en Cuba, empieza en Taguasco y termina en La Habana. No confundo las jerarquías: si el tamaño de los pueblos se midiese por el grado de relación emotiva entre sus habitantes, está claro que un taguasquense medio suele conocer a muchas más personas en Taguasco, que un habanero en La Habana.
Y digo Conocer —así con mayúscula. Saber de cualquier paisano su nombre y apellidos, y el de los padres, y el de los primos; y donde estudió, y cómo se llamaba la primera novia que tuvo.
En las grandes ciudades, las vidas suelen ir por dimensiones paralelas: cada persona viaja en su ruta como por un laberinto de cristal, donde se puede ver al vecino, pero acaso distorsionado; ajeno de la intimidad. Hay algo en las grandes ciudades que difumina al individuo; lo empaña y lo hermetiza; lo torna extraño para el semejante. En La Habana, por ejemplo, pareciese que hay un solo guagüero: ese alguien que en realidad percibimos como un algo, como una cosa. La mayoría de las veces el guagüero es una suerte de sustancia secundaria, según la lógica aristotélica, una abstracción; cuántas veces no lo habremos visto como una contestadora automática que en cada parada repite: “No se amontonen delante; un paso atrás, por favor”.
Exagero, naturalmente…, pero no tanto. Palabras como “usuario”, “transeúnte”, “pasajero”, y demás bloques lingüísticos que masifican al prójimo y lo reducen a un cometido, son impensables en los pueblos pequeños. En Taguasco, por ejemplo, el que está comprando en la tienda es Javier, la que viene por la acera es Tamara, y quien montó en la guagua fue Martín. Personas que cargan sobre sus hombros una historia; que son únicas al tiempo que semejantes. Por eso no es lo mismo un guiño en Taguasco que en La Habana. Si estoy en la Rampa y una desconocida de pronto me hace una seña, solo tengo dos alternativas: la dejo pasar o me disfrazo de seductor; en Taguasco, sin embargo, ese mismo guiño significa saludo, complicidad, alerta, armonía…
Desde luego, no pretendo negar el desarrollo. Las grandes ciudades, tienen la virtud de ser cosmopolitas: son una puerta al mundo, y también la matriz donde lo extraño se junta con lo propio, para incorporar genes frescos a la cultura. Son mirada hacia delante, carrera en busca de la modernidad; expansión y síntesis del pensamiento. En las ciudades grandes, lo ajeno se tamiza y se amulata, hasta que un día llega a formar parte de la idiosincrasia.
Los pueblos pequeños, entretanto, son la sustancia del mito y el carácter de la tradición. Ni Buenos Aires, ni Ciudad México, ni La Habana, podrían encarnar el espíritu de todo un continente. Sin embargo, esto puede hacerlo Macondo, legendaria aldea creada por García Márquez en su novela Cien años de soledad, o aquella otra del sur norteamericano, Yoknapatawpha, imaginada por el escritor William Faulkner. No por gusto las telenovelas brasileñas más disfrutadas por el público cubano han sido aquellas donde las historias trascurren en pueblos pequeños: Cabocla, La Bajada, El Resplandor; las aldehuelas de Doña Bella y la Esclava Isaura. Es en estos pequeños pueblos donde los personajes se parecen más a las personas comunes; dejan de ser caricaturas para encarnarnos a nosotros mismos.
Lo universal podría entenderse entonces como ese “yo el otro”, del que hablaba Rimbaud, o como una suerte de democracia íntima donde “nada humano es ajeno”; según dijeron Terencio y Carlos Marx. En fin, y por seguir citando a autores ilustres, como recomendaba León Tolstoi: “Si quieres ser universal, pinta tu aldea”. Sin embargo, para definir lo universal quizá no tendría que acudir a demasiadas fuentes autorizadas; apenas escuchar lo que dice mi vecino Alberto Pila: “para conocer al otro solo hay que hacerse un sí mismo”.
De este modo también es lícito decir que la Autopista Nacional empieza en Taguasco y termina en La Habana. Para ser cosmopolita y mirar afuera, primero hay que ser universal y vernos por dentro. La cultura que somos es sobre todo el mito que somos: el imaginario, las costumbres, la tradición popular; sobre estos pilares se erige el pensamiento, las artes, la opinión.
Sin embargo, de pronto todos estos conceptos deberán ser revisados. Internet, teléfono, televisión, y otras tecnologías que eliminan tiempo y distancia, hace creer que somos el Clark Kent contemporáneo, aquel anónimo periodista que en un santiamén era capaz de trasformarse en Superman. De esta manera, los anónimos pueblos con igual celeridad se trasforman en sustancia de la Aldea Global, y así consiguen tener el mundo al alcance de la mano. Con apenas un clic es posible entrar al cine, al banco, a la librería.
Ahora el parque Maceo, o Agromante, o Martí; o aquella esquina donde solíamos discutir de béisbol o de política o de lo que nos pareciese oportuno: el Gallo de Oro en Taguasco, La Moderna, en Jatibonico; La Revoltosa, en Cabaiguán; cambia de nombre y se llama Facebook, MySpace o Hi5. Todo parecería apenas un cambio de nombre; solo la vida que resulta cada vez más perfecta; salvo que el guiño de la muchacha ya no provoca la súbita impresión de que el aire es más limpio, y los colores más brillantes; su guiño se ha trasformado en una de esas caritas amarillas, redondas y virtuales llamadas emoticonos o smileys, mediante el cual pretende transmitirnos su estado de ánimo, sin enteramente lograrlo.
Ya su beso no viene acompañado del aliento natural y estremecedor, ni del latido que intuimos bajo su blusa, ni de la mirada que nos acaricia. De pronto el amor también se vuelve técnico. Porque ciertamente, las tecnologías han acercado distancias; y eso es fantástico; pero al mismo tiempo han alejado cercanías, y entonces hasta nuestros vecinos en ocasiones se tornan fotos, videos, correos electrónicos.
Y ahora cada 31 de octubre hay que celebrar el Halloween, o el cuarto jueves de noviembre el Thanksgiving, y el tercer lunes de febrero el Presidents Day. Uno no sabe muy bien qué está celebrando: aquél comenta que estaba deliciosa su salsa de arándanos, otro que su pavo estaba relleno con pan de maíz y salvia: la conversación es natural, y entonces uno no halla cómo decirles que también tuvo un fin de semana feliz, el cual culminó con un gran banquete a base de arroz congris, macho asado y yuca con mojo. No va a ser uno el clásico aguafiestas que los obligue a buscar en el diccionario, menos aún a ser tenido por gente que no posee cultura de Internet. Por eso, lo mismo que los demás, termina mandando un emoticono feliz, con un gorrito de cumpleaños rematado con un pompón blanco. Manda, además, dos copas virtuales con un “espumoso” champagne, que quizá nada tengan que ver con sus fiestas, pero que, en cambio, van a resultar más expresivas que una disquisición de cómo se asa un macho en puya.
Uno creía estar chateando con un grupo de norteamericanos, pero resulta que no: el llamado John es en verdad de Buenos Aires, y Jack es de Río de Janeiro, y Joe de Bruselas. A última hora entran al foro Billy que es de Burundi, y Frank de Haití, y entonces yo me quedo pasmado: ¿Quién dice que la Aldea Global no es cosmopolita? Ya sabía yo que en ella podemos hallar redes sociales hasta para los muertos: MyDeathSpace; y para los perros y los gatos: Unitedcats; y para las flores, y los cactus, y los helechos, y las aves… En ella también podemos hallar amigos lo mismo en Madrid, que en Los Ángeles que Copenhague, y ahora resulta que también en Burundi y en Haití.
¿Acaso habrá una red social para el burundés y otra para el haitiano; habrá para los ugandeses y los nepalíes?, me pregunto. Abro entonces otra ventana, las busco, pero no las hallo Todo se aclara, sin embargo, cuando Billy y Frank explican que en realidad viven en Nueva York, y en el mismo edificio… Ah, y que el famoso Presidents Day que están celebrando, como era lógico suponer, es el de los presidentes norteamericanos.
Y digo Conocer —así con mayúscula. Saber de cualquier paisano su nombre y apellidos, y el de los padres, y el de los primos; y donde estudió, y cómo se llamaba la primera novia que tuvo.
En las grandes ciudades, las vidas suelen ir por dimensiones paralelas: cada persona viaja en su ruta como por un laberinto de cristal, donde se puede ver al vecino, pero acaso distorsionado; ajeno de la intimidad. Hay algo en las grandes ciudades que difumina al individuo; lo empaña y lo hermetiza; lo torna extraño para el semejante. En La Habana, por ejemplo, pareciese que hay un solo guagüero: ese alguien que en realidad percibimos como un algo, como una cosa. La mayoría de las veces el guagüero es una suerte de sustancia secundaria, según la lógica aristotélica, una abstracción; cuántas veces no lo habremos visto como una contestadora automática que en cada parada repite: “No se amontonen delante; un paso atrás, por favor”.
Exagero, naturalmente…, pero no tanto. Palabras como “usuario”, “transeúnte”, “pasajero”, y demás bloques lingüísticos que masifican al prójimo y lo reducen a un cometido, son impensables en los pueblos pequeños. En Taguasco, por ejemplo, el que está comprando en la tienda es Javier, la que viene por la acera es Tamara, y quien montó en la guagua fue Martín. Personas que cargan sobre sus hombros una historia; que son únicas al tiempo que semejantes. Por eso no es lo mismo un guiño en Taguasco que en La Habana. Si estoy en la Rampa y una desconocida de pronto me hace una seña, solo tengo dos alternativas: la dejo pasar o me disfrazo de seductor; en Taguasco, sin embargo, ese mismo guiño significa saludo, complicidad, alerta, armonía…
Desde luego, no pretendo negar el desarrollo. Las grandes ciudades, tienen la virtud de ser cosmopolitas: son una puerta al mundo, y también la matriz donde lo extraño se junta con lo propio, para incorporar genes frescos a la cultura. Son mirada hacia delante, carrera en busca de la modernidad; expansión y síntesis del pensamiento. En las ciudades grandes, lo ajeno se tamiza y se amulata, hasta que un día llega a formar parte de la idiosincrasia.
Los pueblos pequeños, entretanto, son la sustancia del mito y el carácter de la tradición. Ni Buenos Aires, ni Ciudad México, ni La Habana, podrían encarnar el espíritu de todo un continente. Sin embargo, esto puede hacerlo Macondo, legendaria aldea creada por García Márquez en su novela Cien años de soledad, o aquella otra del sur norteamericano, Yoknapatawpha, imaginada por el escritor William Faulkner. No por gusto las telenovelas brasileñas más disfrutadas por el público cubano han sido aquellas donde las historias trascurren en pueblos pequeños: Cabocla, La Bajada, El Resplandor; las aldehuelas de Doña Bella y la Esclava Isaura. Es en estos pequeños pueblos donde los personajes se parecen más a las personas comunes; dejan de ser caricaturas para encarnarnos a nosotros mismos.
Lo universal podría entenderse entonces como ese “yo el otro”, del que hablaba Rimbaud, o como una suerte de democracia íntima donde “nada humano es ajeno”; según dijeron Terencio y Carlos Marx. En fin, y por seguir citando a autores ilustres, como recomendaba León Tolstoi: “Si quieres ser universal, pinta tu aldea”. Sin embargo, para definir lo universal quizá no tendría que acudir a demasiadas fuentes autorizadas; apenas escuchar lo que dice mi vecino Alberto Pila: “para conocer al otro solo hay que hacerse un sí mismo”.
De este modo también es lícito decir que la Autopista Nacional empieza en Taguasco y termina en La Habana. Para ser cosmopolita y mirar afuera, primero hay que ser universal y vernos por dentro. La cultura que somos es sobre todo el mito que somos: el imaginario, las costumbres, la tradición popular; sobre estos pilares se erige el pensamiento, las artes, la opinión.
Sin embargo, de pronto todos estos conceptos deberán ser revisados. Internet, teléfono, televisión, y otras tecnologías que eliminan tiempo y distancia, hace creer que somos el Clark Kent contemporáneo, aquel anónimo periodista que en un santiamén era capaz de trasformarse en Superman. De esta manera, los anónimos pueblos con igual celeridad se trasforman en sustancia de la Aldea Global, y así consiguen tener el mundo al alcance de la mano. Con apenas un clic es posible entrar al cine, al banco, a la librería.
Ahora el parque Maceo, o Agromante, o Martí; o aquella esquina donde solíamos discutir de béisbol o de política o de lo que nos pareciese oportuno: el Gallo de Oro en Taguasco, La Moderna, en Jatibonico; La Revoltosa, en Cabaiguán; cambia de nombre y se llama Facebook, MySpace o Hi5. Todo parecería apenas un cambio de nombre; solo la vida que resulta cada vez más perfecta; salvo que el guiño de la muchacha ya no provoca la súbita impresión de que el aire es más limpio, y los colores más brillantes; su guiño se ha trasformado en una de esas caritas amarillas, redondas y virtuales llamadas emoticonos o smileys, mediante el cual pretende transmitirnos su estado de ánimo, sin enteramente lograrlo.
Ya su beso no viene acompañado del aliento natural y estremecedor, ni del latido que intuimos bajo su blusa, ni de la mirada que nos acaricia. De pronto el amor también se vuelve técnico. Porque ciertamente, las tecnologías han acercado distancias; y eso es fantástico; pero al mismo tiempo han alejado cercanías, y entonces hasta nuestros vecinos en ocasiones se tornan fotos, videos, correos electrónicos.
Y ahora cada 31 de octubre hay que celebrar el Halloween, o el cuarto jueves de noviembre el Thanksgiving, y el tercer lunes de febrero el Presidents Day. Uno no sabe muy bien qué está celebrando: aquél comenta que estaba deliciosa su salsa de arándanos, otro que su pavo estaba relleno con pan de maíz y salvia: la conversación es natural, y entonces uno no halla cómo decirles que también tuvo un fin de semana feliz, el cual culminó con un gran banquete a base de arroz congris, macho asado y yuca con mojo. No va a ser uno el clásico aguafiestas que los obligue a buscar en el diccionario, menos aún a ser tenido por gente que no posee cultura de Internet. Por eso, lo mismo que los demás, termina mandando un emoticono feliz, con un gorrito de cumpleaños rematado con un pompón blanco. Manda, además, dos copas virtuales con un “espumoso” champagne, que quizá nada tengan que ver con sus fiestas, pero que, en cambio, van a resultar más expresivas que una disquisición de cómo se asa un macho en puya.
Uno creía estar chateando con un grupo de norteamericanos, pero resulta que no: el llamado John es en verdad de Buenos Aires, y Jack es de Río de Janeiro, y Joe de Bruselas. A última hora entran al foro Billy que es de Burundi, y Frank de Haití, y entonces yo me quedo pasmado: ¿Quién dice que la Aldea Global no es cosmopolita? Ya sabía yo que en ella podemos hallar redes sociales hasta para los muertos: MyDeathSpace; y para los perros y los gatos: Unitedcats; y para las flores, y los cactus, y los helechos, y las aves… En ella también podemos hallar amigos lo mismo en Madrid, que en Los Ángeles que Copenhague, y ahora resulta que también en Burundi y en Haití.
¿Acaso habrá una red social para el burundés y otra para el haitiano; habrá para los ugandeses y los nepalíes?, me pregunto. Abro entonces otra ventana, las busco, pero no las hallo Todo se aclara, sin embargo, cuando Billy y Frank explican que en realidad viven en Nueva York, y en el mismo edificio… Ah, y que el famoso Presidents Day que están celebrando, como era lógico suponer, es el de los presidentes norteamericanos.
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