Para los estudiantes la vida transcurre con lentitud, parcelada por exámenes, novias-novios, pases y eventos. En los años de infancia el tiempo no existe: uno puede quedarse hasta el anochecer sentado en el contén de la acera con un amigo, conversando de cosas “triviales”, o escuchando música. En la Universidad, el tiempo asoma el rostro por primera vez tras una puerta cercana. Es un rostro risueño, entusiasta, prometedor. Usualmente los estudiantes no traspasan esa puerta, y el tiempo espera impaciente del otro lado. La puerta es una línea de arrancada. Pero ustedes han elegido cruzar ese límite antes de que suene el disparo. Han asumido responsabilidades que no solo involucran a sus condiscípulos: ustedes han recibido un mandato que se trasmite de mano en mano desde hace 87 años.
Cuando se creó esta organización, no se pensaba solo en los estudiantes: se pensaba en Cuba, en América Latina, en el mundo. Porque ¿qué es un estudiante universitario? Un ser absolutamente convencido de que puede transformar el universo y recolocar las estrellas. Ya sabemos que la vida después ajusta un poco ese tremendismo, pero ¡si no fuera por ese ímpetu, por esa convicción, las cosas no se moverían ni un centímetro! Entonces, ustedes han cruzado el umbral de la Vida –la que empieza cuando se sale al ruedo para ejecutar sueños y probar ideas--, sin esperar a que suene el disparo de arrancada. Son grandes Principitos (o Princesitas) que conjugan la lógica de los niños, la pasión de los jóvenes y la decisión de los mayores. ¡Cuántas cosas pueden hacer!
Viven en un mundo complejo: si en los hermosos años sesenta ser revolucionario era relativamente fácil, porque estaba de moda, porque daba prestigio intelectual --¡hasta Borges y Vargas Llosa fueron de izquierda en esos años!--, porque estaba claro donde estaban los enemigos y donde los amigos, y existía un proyecto nítidamente diseñado de futuro; en los noventa y en los primeros años del nuevo siglo, las cosas son menos claras, más sinuosas, más arduas. Hubo un instante efímero en que la derecha se creyó vencedora y nos llamó idiotas a todos los combatientes por un mundo mejor, un instante en que los que necesitan del elogio intelectual de los poderosos, se enmascararon, se avergonzaron de su pasado, se autoflagelaron, y pidieron disculpas. Se decía que los inteligentes no eran revolucionarios y retornó una frase de los cincuenta que decía: “el que no sea comunista a los veinte años no tiene corazón; el que siga siendo comunista a los treinta no tiene cerebro”. Estaba de moda el cinismo.
Claro, después vino Chávez, vino Evo, vino Correa, y regresó Ortega y claro, aquí estaba ese gigante que se llama Fidel y este pueblo nuestro, que no claudicaba, que seguía navegando en busca de la utopía. Y el capitalismo, cansado, empezó a resoplar, a perder el aliento. Y el ecosistema nos lanzó serias e insistentes advertencias. Y la solidaridad –que Cuba nunca abandonó en lo interno y en lo externo--, volvió a crecer. Porque no se puede ser inteligente hoy, sin ser revolucionario.
El reto es mayor, más hermoso: ya no existen futuros previamente diseñados. En la línea de partida y en la de llegada hay un solo estandarte: el de los principios éticos. Ustedes tienen que forjar el futuro, crearlo con las manos, con las mismas de amar, diría Retamar. Y tienen una responsabilidad enorme: porque somos cubanos –hijos de Fidel, del Che, de la Revolución, hijos de Mella, de Echevarría, de Martí y de Maceo--, porque somos latinoamericanos, el continente que avanza a la vanguardia del proceso revolucionario contemporáneo, porque la Humanidad no puede esperar mucho más por la acción de sus hombres y mujeres concientes. Vivimos una intensa batalla y esa guerra se intensificará en los próximos años. Qué triste es saber que existen jóvenes viejos que luchan por la paz del acomodamiento, y se enroscan en el individualismo más feroz.
Si me permiten recomendarles algo, diría: no se preparen para ser políticos, prepárense para ser revolucionarios, siempre, así sean abogados, profesores, economistas, traductores o locutores de radio. Hagan revolución, siempre. Sean protagonistas activos de sus vidas. No se atasquen en lo cotidiano, en lo estrechamente personal; sean hombres y mujeres contemporáneos. Felicidades.
Cuando se creó esta organización, no se pensaba solo en los estudiantes: se pensaba en Cuba, en América Latina, en el mundo. Porque ¿qué es un estudiante universitario? Un ser absolutamente convencido de que puede transformar el universo y recolocar las estrellas. Ya sabemos que la vida después ajusta un poco ese tremendismo, pero ¡si no fuera por ese ímpetu, por esa convicción, las cosas no se moverían ni un centímetro! Entonces, ustedes han cruzado el umbral de la Vida –la que empieza cuando se sale al ruedo para ejecutar sueños y probar ideas--, sin esperar a que suene el disparo de arrancada. Son grandes Principitos (o Princesitas) que conjugan la lógica de los niños, la pasión de los jóvenes y la decisión de los mayores. ¡Cuántas cosas pueden hacer!
Viven en un mundo complejo: si en los hermosos años sesenta ser revolucionario era relativamente fácil, porque estaba de moda, porque daba prestigio intelectual --¡hasta Borges y Vargas Llosa fueron de izquierda en esos años!--, porque estaba claro donde estaban los enemigos y donde los amigos, y existía un proyecto nítidamente diseñado de futuro; en los noventa y en los primeros años del nuevo siglo, las cosas son menos claras, más sinuosas, más arduas. Hubo un instante efímero en que la derecha se creyó vencedora y nos llamó idiotas a todos los combatientes por un mundo mejor, un instante en que los que necesitan del elogio intelectual de los poderosos, se enmascararon, se avergonzaron de su pasado, se autoflagelaron, y pidieron disculpas. Se decía que los inteligentes no eran revolucionarios y retornó una frase de los cincuenta que decía: “el que no sea comunista a los veinte años no tiene corazón; el que siga siendo comunista a los treinta no tiene cerebro”. Estaba de moda el cinismo.
Claro, después vino Chávez, vino Evo, vino Correa, y regresó Ortega y claro, aquí estaba ese gigante que se llama Fidel y este pueblo nuestro, que no claudicaba, que seguía navegando en busca de la utopía. Y el capitalismo, cansado, empezó a resoplar, a perder el aliento. Y el ecosistema nos lanzó serias e insistentes advertencias. Y la solidaridad –que Cuba nunca abandonó en lo interno y en lo externo--, volvió a crecer. Porque no se puede ser inteligente hoy, sin ser revolucionario.
El reto es mayor, más hermoso: ya no existen futuros previamente diseñados. En la línea de partida y en la de llegada hay un solo estandarte: el de los principios éticos. Ustedes tienen que forjar el futuro, crearlo con las manos, con las mismas de amar, diría Retamar. Y tienen una responsabilidad enorme: porque somos cubanos –hijos de Fidel, del Che, de la Revolución, hijos de Mella, de Echevarría, de Martí y de Maceo--, porque somos latinoamericanos, el continente que avanza a la vanguardia del proceso revolucionario contemporáneo, porque la Humanidad no puede esperar mucho más por la acción de sus hombres y mujeres concientes. Vivimos una intensa batalla y esa guerra se intensificará en los próximos años. Qué triste es saber que existen jóvenes viejos que luchan por la paz del acomodamiento, y se enroscan en el individualismo más feroz.
Si me permiten recomendarles algo, diría: no se preparen para ser políticos, prepárense para ser revolucionarios, siempre, así sean abogados, profesores, economistas, traductores o locutores de radio. Hagan revolución, siempre. Sean protagonistas activos de sus vidas. No se atasquen en lo cotidiano, en lo estrechamente personal; sean hombres y mujeres contemporáneos. Felicidades.
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