Mario Vargas Llosa acaba de recibir el Premio Don Quijote de la Mancha. Solo matando a Don Quijote, recluyéndolo en el manicomio de un libro, imaginándolo como mera creación literaria, puede comparársele al escritor Vargas Llosa, más cercano a Lope de Vega en sus afanes literarios que a Cervantes. Traigo para la ocasión estas líneas de mi libro Venezuela rebelde (Casa Editora Abril, 2006, 431 pp.). Prescindo de las referencias bibliográficas:
¿Qué significa ser un Quijote? Alguien que desea conquistar la gloria de hacer el bien a los demás, a partir de una actividad heroica y justiciera, que no repare en sacrificios. Un Quijote no espera por soluciones legales, ni intenta reformar las instituciones: sale con la adarga al brazo a poner las cosas en su lugar. En este sentido, es la expresión máxima de la libertad y de la justicia. Mario Vargas Llosa, quiere desvirtuar también ese símbolo revolucionario, y para insinuar la militancia liberal, incluso neoliberal, del personaje cervantino (“El supuesto de esta afirmación –escribe el gran escritor y pésimo político en el prólogo de la edición conmemorativa por el IV Centenario de la Obra, que publicara la Real Academia de la Lengua– es que el fundamento de la libertad es la propiedad privada, y que el verdadero gozo solo es completo si, al gozar, una persona no ve recortada su capacidad de iniciativa, su libertad de pensar y de actuar”), y su aversión a cualquier forma de poder estatal, insiste en la desconfianza que el Quijote siente ante las instituciones de su tiempo. No advierte que esa misma desconfianza es la que inspira a los revolucionarios de hoy y los conduce a la toma del poder. Los reformistas confían en esas instituciones, creadas para mantener el status quo. Precisamente por ello, Don Quijote no es un reformista, es un revolucionario.
De todos los mitos humanos, dos parecen marcar la simbología americana: tierra de utopías, tierra de Quijotes. Una enigmática frase había sellado la vida del Libertador: “Jesucristo, don Quijote de la Mancha y yo hemos sido los más insignes majaderos de este mundo”. Tres encarnaciones humanas de la lucha por la justicia y la libertad, tres nombres que saltan una y otra vez del texto a la vida y viceversa: Jesús, cuya existencia “histórica” es recogida en la Biblia, el mayor de los libros; el Quijote, que abandona doblemente el libro del que es originario –el personaje Alonso Quijano se transforma por sus muchas lecturas en Don Quijote, Caballero Andante; pero Don Quijote, adquiere vida propia fuera del libro escrito por Cervantes–, y finalmente Bolívar, inspirado en Jesucristo y en el Quijote, a punto de entrar en los libros de historia. Fe, poesía y voluntad, tres componentes de la historia que configuran la vida humana. Pero antes, el propio Napoleón –personaje nada quijotesco–, juega una doble función histórica: advierte los primeros atisbos de quijotismo en Miranda, el Precursor, e inspira el deseo de quijotesca gloria en Bolívar. Para Miguel de Unamuno, uno de los primeros autores en señalar la identidad quijotesca de Bolívar, existe una relación de equivalencia entre las novelas de caballerías que leyó Alonso Quijano y los libros sobre la Revolución francesa y sobre las campañas napoleónicas que leyó Bolívar; de ellos, le vino “el quijotesco amor a la gloria, la ambición, la verdadera ambición, no la codicia, no la vanidad del pedante, no el deseo de obtener pasajeros aplausos como un histrión, sino la alta ambición quijotesca de dejar fama perdurable y honrada [...]”. De los personajes que cita Bolívar en su hora final, posiblemente el más cercano a su espíritu sea Don Quijote. Como para contradecir por adelantado a Vargas Llosa, Unamuno enfatiza entre sus similitudes esenciales el desdén por el dinero:
"Don Quijote no llevaba consigo blanca, ni se preocupaba de ello, porque ‘él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno las hubiese traído’ (capítulo III). Bolívar dice: ‘yo no quiero saber lo que se gasta en mi casa’ [...] y renuncia [a] los millones en metálico que decreta para él la gratitud de los pueblos. No. Los servicios de un Don Quijote no pueden ser pagados con dinero. Pero para renunciar a millones, en pleno siglo xix, se necesita ser un Don Quijote de buena ley, genuino. Washington, que no lo era, aceptaba las modestas dádivas de su país".
Las frases dichas por ambos en momentos de desaliento, establecen un nexo misterioso, casi literal, en sus destinos: “hacer bien a villanos es echar agua en el mar”, había dicho Don Quijote al ser apedreado por los galeotes que acababa de liberar, mientras que Bolívar, expulsado y calumniado por aquellos a quienes también libertara expresaba, “he arado en el mar”.
Aunque menos quijotesco que Bolívar y desdeñoso de la gloria humana, José Martí, gran bolivariano, tuvo al manchego como uno de sus héroes favoritos. Ya para entonces las campañas bolivarianas eran narradas entre los americanos que aún no eran libres, como mismo se contaban las proezas de la Revolución francesa y las primeras victorias napoleónicas en tiempos del joven Bolívar. Es revelador el pasaje en el que Martí describe a la familia del general Máximo Gómez y se refiere a las lecturas de su hijo mayor, muerto después en combate:
“'Y yo que me tendré que quedar haciendo las veces de mi padre!' dice con la mirada húmeda Francisco, el mayor. Máximo, pálido, escucha en silencio: él se ha leído toda la vida de Bolívar, todos los volúmenes de su padre; él, de catorce años, prefiere a todas las lecturas el Quijote, porque le parece que 'es el libro donde se han defendido mejor los derechos del hombre pobre'”.
Francisco Gómez Toro, a los catorce años, había leído ya lo escrito sobre las quijotescas campañas libertarias de Bolívar en América y las de su padre en Cuba, porque entre todos los libros, prefería el Quijote, texto capaz de engendrar vida, de encarnar en nuevos héroes como Simón Bolívar o Máximo Gómez. En un discurso de homenaje a Centroamérica, Martí reconoce el carácter subversivo que adquiría la lectura de ese libro para los americanos: “…a tiempo que entraba en la ciudad la hilera de indios, con la frente ya hecha al mecapal de la bestia de carga, […] el ministril se llevaba preso a un criollo, porque leía el Quijote”, dice. Esa preferencia por la lectura del Quijote de los revolucionarios en diferentes épocas, se repite hasta nuestros días. Puedo citar de ejemplo a Ernesto Che Guevara, cuyo título de Guerrillero Heroico es de la misma estirpe que los de Libertador y Caballero Andante. Desde el Congo, donde se encontraba luchando, escribe el Che a su esposa Aleida March, el 14 de agosto de 1965: “Estoy manejando aceptablemente bien el idioma, [...] voy a ser catedrático del Capital [...] a fuerza de releerlo (cada vez con más gusto, como el Quijote)…”.15 Esta vez los libros de cabecera son El Capital de Carlos Marx y Don Quijote. Pero ninguna otra frase tan clara y reveladora como la que le escribe a los padres en su conocida despedida de marzo de 1965: “Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo. [...] Muchos me dirán aventurero, y lo soy, solo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades”. Pudo haber dicho o pensado el Che lo mismo que Bolívar –y agregar al listado nuevos “majaderos”– en aquel cuartucho de La Higuera donde encontró la muerte: Jesucristo, Don Quijote, Bolívar, Martí y yo. Recientemente se ha difundido una foto en la que el Che mira a sus verdugos, instantes antes de ser asesinado. Piensan quizás sus difusores que es la foto de un derrotado. Están ciegos. En los ojos del Che, redondos, limpios de odio y de temor, resignados pero dignos, expectantes, están todos sus antecesores. Dice Unamuno que Bolívar fue un Quijote, y que “la humanidad que lo seguía –humanidad y no mero ejército-, era su Sancho”. Ya en época del Che, la caballería andante había vuelto a la usanza, y muchos de sus compañeros, de sus humildes seguidores, fueron, son, Quijotes. Su caída heroica, sus ojos abiertos ante la muerte, anunciaban una nueva época de quijotismo sin locura para la humanidad.
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