Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros
que tienen en sí el decoro de muchos hombres.
Esos son los que se rebelan con fuerza terrible
contra los que les roban a los pueblos su libertad,
que es robarles a los hombres su decoro.
José Martí
que tienen en sí el decoro de muchos hombres.
Esos son los que se rebelan con fuerza terrible
contra los que les roban a los pueblos su libertad,
que es robarles a los hombres su decoro.
José Martí
Carlos Rodríguez Almaguer
Lo que está ocurriendo en Honduras ante los ojos del mundo es algo insólito para la época que recién comienza. Que un grupo de fascistas apoyado por la potencia imperialista que fue durante años dueña de América, asaltara el poder político elegido por un pueblo de este hemisferio, fue algo casi cotidiano durante el malhadado siglo veinte. Y también que algún que otro gobierno adulador y cobarde volteara el rostro hipócrita para no ver los crímenes que producían la traición y el egoísmo, y hasta llegara al descaro de reconocerles legitimidad a los criminales, también era algo común. Pero que un grupo de fascistas, además fanáticos, tan cegados por su prepotencia se crean capaces de enfrentarse impunemente a un mundo que está cambiando, que los ha emplazado cada minuto desde el inicio mismo de esta asonada golpista, y que no solo se ha limitado a condenar los fatídicos hechos, sino que comienza a retirar a sus diplomáticos en señal de desconocimiento y protesta, y les ha exigido con energía y coraje que depongan inmediatamente, sin condicionamientos, su grosera y bochornosa actitud, eso es lo inaudito.
Pero si lamentable y triste es lo que le está ocurriendo al pueblo civil hondureño que está cayendo ya bajo las balas y las porras de los militares; más lamentable aún es lo que le está ocurriendo al pueblo uniformado hondureño. Esos jóvenes soldados, clases y oficiales del ejército y la policía de Honduras que, manipulados por una cúpula de ambiciosos que jamás los han tenido en cuenta a la hora de repartirse el botín que arrancan desde hace varios siglos a las entrañas de la patria centroamericana, están arremetiendo contra otros jóvenes que demandan la restitución del orden constitucional y el regreso del presidente que ellos eligieron, esos soldados, digo, apuntan, disparan y arremeten cada segundo contra ellos mismos, contra sus hermanos, contra su propia familia.
Los soldados de Honduras no fueron fabricados in vitro, no fueron creados en los laboratorios de las oligarquías, son seres humanos que nacieron en el seno de ese propio pueblo al que hoy disparan inmisericorde y cobardemente. La inmensa mayoría de ellos, como expresó ayer el único presidente de los hondureños, José Manuel Zelaya, nacieron y pertenecen a los estratos más humildes de ese pueblo valiente que hoy les demanda cordura y coraje para que actúen según sus convicciones y su patriotismo, y les recuerda que defender a la patria exige en primer lugar reducir a la obediencia, no al pueblo que la lleva en el corazón y la garantiza con su vida, sino a quienes siempre la han tenido como sirvienta de sus caprichos y hoy la toman de rehén para mantener sus ambiciones y privilegios.
El pueblo de Morazán está demostrando su estirpe. ¡No se equivoquen, gorilas!. La dignidad de un pueblo puede ser golpeada y adormecida, pero no puede ser exterminada porque un pueblo y un ser humano valen tanto como valga la dignidad y el valor que muestren en la vida. En cambio, la vergüenza de plegarse ante la tiranía es peor que la muerte. Los pueblos como el hondureño suelen ser como los mares: apacibles en la superficie, que es la paz y armonía de la sociedad, pero en cuanto presienten el ultraje de aquello que consideran su derecho, se precipitan con furia nunca vista y sobreviene entonces la terrible borrasca. ¡Pobres de los que se han atrevido a ofender y a agredir al pueblo noble y generoso de Francisco Morazán! La más aplastante de las derrotas los espera, y el baldón ignominioso de la traición y la cobardía los acompañará mientras respiren.
Los pueblos del mundo apremian a los gobiernos para que tomen medidas prácticas, porque cada minuto que pasa puede perderse una valiosa vida, se está humillando y golpeando a un hombre o a una mujer hondureña, y José Martí nos enseñó que el hombre verdadero debe sentir en su propia mejilla el golpe dado a cualquier mejilla de hombre. Cada bofetada, cada culatazo, cada bomba lacrimógena, cada palabra ofensiva, cada bala que entra en cuerpo hondureño, lo recibimos en nuestro propio cuerpo.
Ningún ser humano digno puede dormir tranquilo mientras los gorilas que han asaltado el poder en ese país no estén en sus jaulas, los ambiciosos frente a los tribunales, y el pueblo hondureño tranquilo y seguro disfrutando, junto al gobierno democrático que se ha dado a sí mismo, de la paz y la armonía que merecen porque solo en ellas pueden esforzarse cada jornada, con alegría y constancia, los ciudadanos que aspiran a levantar, con sus propias manos, las riquezas que harán más feliz y generosa la república libre.
¡Honduras, pelea!
¡Ríndete Goriletti!
Los pueblos del mundo no permitirán que perdure esta afrenta.
Pero si lamentable y triste es lo que le está ocurriendo al pueblo civil hondureño que está cayendo ya bajo las balas y las porras de los militares; más lamentable aún es lo que le está ocurriendo al pueblo uniformado hondureño. Esos jóvenes soldados, clases y oficiales del ejército y la policía de Honduras que, manipulados por una cúpula de ambiciosos que jamás los han tenido en cuenta a la hora de repartirse el botín que arrancan desde hace varios siglos a las entrañas de la patria centroamericana, están arremetiendo contra otros jóvenes que demandan la restitución del orden constitucional y el regreso del presidente que ellos eligieron, esos soldados, digo, apuntan, disparan y arremeten cada segundo contra ellos mismos, contra sus hermanos, contra su propia familia.
Los soldados de Honduras no fueron fabricados in vitro, no fueron creados en los laboratorios de las oligarquías, son seres humanos que nacieron en el seno de ese propio pueblo al que hoy disparan inmisericorde y cobardemente. La inmensa mayoría de ellos, como expresó ayer el único presidente de los hondureños, José Manuel Zelaya, nacieron y pertenecen a los estratos más humildes de ese pueblo valiente que hoy les demanda cordura y coraje para que actúen según sus convicciones y su patriotismo, y les recuerda que defender a la patria exige en primer lugar reducir a la obediencia, no al pueblo que la lleva en el corazón y la garantiza con su vida, sino a quienes siempre la han tenido como sirvienta de sus caprichos y hoy la toman de rehén para mantener sus ambiciones y privilegios.
El pueblo de Morazán está demostrando su estirpe. ¡No se equivoquen, gorilas!. La dignidad de un pueblo puede ser golpeada y adormecida, pero no puede ser exterminada porque un pueblo y un ser humano valen tanto como valga la dignidad y el valor que muestren en la vida. En cambio, la vergüenza de plegarse ante la tiranía es peor que la muerte. Los pueblos como el hondureño suelen ser como los mares: apacibles en la superficie, que es la paz y armonía de la sociedad, pero en cuanto presienten el ultraje de aquello que consideran su derecho, se precipitan con furia nunca vista y sobreviene entonces la terrible borrasca. ¡Pobres de los que se han atrevido a ofender y a agredir al pueblo noble y generoso de Francisco Morazán! La más aplastante de las derrotas los espera, y el baldón ignominioso de la traición y la cobardía los acompañará mientras respiren.
Los pueblos del mundo apremian a los gobiernos para que tomen medidas prácticas, porque cada minuto que pasa puede perderse una valiosa vida, se está humillando y golpeando a un hombre o a una mujer hondureña, y José Martí nos enseñó que el hombre verdadero debe sentir en su propia mejilla el golpe dado a cualquier mejilla de hombre. Cada bofetada, cada culatazo, cada bomba lacrimógena, cada palabra ofensiva, cada bala que entra en cuerpo hondureño, lo recibimos en nuestro propio cuerpo.
Ningún ser humano digno puede dormir tranquilo mientras los gorilas que han asaltado el poder en ese país no estén en sus jaulas, los ambiciosos frente a los tribunales, y el pueblo hondureño tranquilo y seguro disfrutando, junto al gobierno democrático que se ha dado a sí mismo, de la paz y la armonía que merecen porque solo en ellas pueden esforzarse cada jornada, con alegría y constancia, los ciudadanos que aspiran a levantar, con sus propias manos, las riquezas que harán más feliz y generosa la república libre.
¡Honduras, pelea!
¡Ríndete Goriletti!
Los pueblos del mundo no permitirán que perdure esta afrenta.
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